Llegó a mi vida cuando tenía nueve años. Para mi décimo cumpleaños éramos mejores amigos. Nuestra amistad marchaba sin problemas, hasta que apreció ella...
Había olvidado cuán sofocante llegaba a ser el clima del estado de Florida. Cuando Verónica habló de un largo día, no me imaginaba recorrer todas las tiendas de aquel mall en busca del anillo perfecto para la chica perfecta que merecía todo lo perfecto del mundo perfecto. Ok, demasiados “perfecto” en una misma frase. Y aquel día estaba siendo de todo menos perfecto. Cuando por fin se decidió a entrar a la única joyería que nos faltaba por visitar, sus fanales escanearon las vitrinas repletas de costosas joyas y apuntó emocionada a una en específico.
- Es ese, Lo. El anillo perfecto para mi chica perfecta. – Dijo, mostrándome un precioso anillo de oro de 14 quilates, con una piedra de ópalo en el centro. – Es tan Lucy que me dan ganas de llorar. Mira, si tiene muchos colores como el arcoíris.
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- A veces me fascina la capacidad que tienes de parecer madura y en el último instante te conviertes en la misma tonta de antaño.
- ¿Qué puedo decir? Soy genial. – Se sacudió una pelusa de polvo invisible de su hombro, para dar ese toque altanero que la caracterizaba. – Ahora vamos a comprar los víveres necesarios para prepararle…
- La cena perfecta para la chica perfecta. – Finalicé su repetida marca de la jornada, cabeceando negativamente por sus tonterías, las cuales había extrañado muchísimo.
Los estantes de alimentos parecían ser la peor visita que había protagonizado en aquellas infernales horas junto a Verónica. No se decantaba por ningún plato en específico, así que la dejé en su dramática decisión de escoger entre mariscos o carne, para dar un breve paseo en los amplios pasillos del mercado.
De todos los escenarios que preparé en mi mente para nuestro reencuentro, jamás imaginé ese. Se veía hermosa con esos jeans ajustados, un pulóver un poco holgado y su amplia sonrisa adornándole las facciones. La chica perfecta es ella. Resonó la voz de Vero en mi fuero interno. Mientras planificaba mi próximo movimiento o las palabras que diría, un pequeño niño rizado corrió hacia ella, quien lo alzó en el aire con facilidad. Mi corazón dobló sus latidos. ¿Quién era esa criatura de no más de cuatro años? Observé la interacción desde una distancia medianamente prudente, sonriendo a medida que Camila le regalaba una sonrisa al de rizos castaños. Hubiese podido quedarme ahí por el resto de mi vida, sin embargo, el acercamiento de una figura masculina a ellos dos me hizo salir del trance. El niño volteó a ver al hombre que intentaba cargarlo desde atrás, a la vez que ella abría la boca en una tierna mueca de sorpresa. No. No. No. Mi cerebro se negaba a aceptar la realidad.
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