Capítulo 2

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2.1 Quiltros, trenes, y palizas

Así que, el día anterior a la catástrofe. Era un día como cualquier otro, un día de acariciar al perrete que andaba meneando la cola aquí y allá, de escuchar el metro pasar volando en las vías distantes, y de levantarme a hacer lo mío. Me serví la comida de calidad que una vagabunda se puede permitir: huevos cocidos con un toquecito de sal. Necesitas esas proteínas y vitaminas si tu laburo consiste en reunirte con quien te contrató, determinar hasta dónde necesita llegar y protegerle de cualquier tipo de amenaza durante el trayecto. Usualmente dichos trabajos eran casi como hacer compañía, porque ya muchos entendían que no convenía meterse con la Retadora.

Supondrías que, si te tienen suficiente respeto, no tendrías tampoco trabajo, ya que nadie se atrevería a molestar a tu clientela regular. Así mismo, alguien que deseara estar a salvo de un segundo ataque me buscaría de primeras, así que ahí también tenía movidas regulares. El asunto está en que nunca dejan de aparecer nuevos soñadores intrépidos que pretenden construir respeto a punta de cañón, siendo que un mono con un cuchillo puede ser más peligroso y llamativo. Aunque no me hago tampoco la inmune a las armas blancas: siempre tengo un par de contramedidas ante una extensión corporal, cosa de costumbre.

Ese día, para mi aburrimiento y nula falta de efectivo, no había actividad de valor. El movimiento urbano del disco central andaba como es usual, pero los pasos en el bajo mundo estaban interactuando de forma sorprendentemente expectante. Me dediqué a explorar los recintos donde transitaban las palabras y testimonios de los círculos de comercio, y también las mesas en que los adictos se iban a caer inconscientes. Pienso en ese momento, y se me hace inusual recordarlo con tanto color, tanto sonido. No sé si acaso sea el romance de la memoria, o si viví ignorando parte de mis sentidos. Decían que había chances en el filo.

No recopilé mucha más información en dichos antros, así que decidí comenzar a alejarme un poco del centro, llegando al borde del filo con las prendas que reservaba para camuflarme entre esas gentes. Los acentos dorados y estructuras preciosas me hacían sentir un extraño repudio, pero iba a lo que iba: informarme. Entonces había dado con cierta información curiosa, tras quedarme rondando por las calles donde se agazapaban los creyentes en la religión de la nación. Gente que usualmente, a pesar de jurar absoluta devoción por la gran Soldaya, parecían dedicarse a parlotear más que nada sobre los que no vivían en condición de soldayano puro.

Algo que he aprendido es que un par de cosas definen a la población de esta ciudad, y parcialmente el resto del país. La mezcla de etnias. Sobre todo, considerando que muchos llegaban a Stygia con aspiraciones migratorias, añadiendo mucha variedad en colores y formas a la población. Nadie era absolutamente soldayano en Soldaya, no al menos para mis tiempos. Pero también venían muchos visitantes de otros países, y claro, manejaban el idioma general, pero se asfixiaban con los modismos.

Para mala suerte, ese día pareció arribar un contingente importante de turistas al filo, la recepción bonita y bien decorada de Stygia. Ninguno podía imaginar, creo yo, que las vacaciones serían algo incómodas. En parte porque sabía que serían presa fácil para estafadores experimentados, buscadores de chances. Pero también porque la mayoría no regresaría a casa.

2.2 Danny, el navegante

Había un nombre que un par de años atrás era relativamente conocido en las calles del disco central. Solía ser un viejecillo de aspecto triste, y lograba reforzar dicho sentimiento en las personas que le observaban de cerca. Danny el navegante sabía que ello era una herramienta versátil, tanto para sobrevivir tanto para trabajar, por lo que se las arreglaba incluso con la ropa para dar la apariencia de un viejo que se merece el añadido de "don".

El Sueño de EleanorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora