Capítulo 4

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4.1 La relatividad de ser afortunada

Aunque no había amenazas a plena vista, me quedaba claro que no me convendría moverme por las veredas. Recurrí a los callejones para disfrazar mi movimiento, y aproveché el profundo silencio para quitarme las botas y caminar descalza. Aunque hubiese muchos restos de cosas raras desperdigados por el suelo, el ruido sería peor si andaba con esas pesadas botas militares. No podía escatimar en precaución, porque hubo algo que nunca se confirmó desde el evento con Vareek: cantidad.

Si es que había supervivientes en el barrio, estaban a merced de esas horripilantes criaturas, y no podrían lidiar con algo que tal vez ni siquiera el propio ejército pudo contener. Quizá por eso surgió el rumor de que a los que presentaban síntomas de enfermedades mentales tras entrar al ejército se les ejecutaba. Bastante creíble si ocupaban armas oníricas por el tiempo suficiente para causar una severa degradación psicológica. Eso me llevó a preguntar: ¿acaso alguien poseía armas oníricas, fuera del ejército?

El escuadrón al que pertenecía no era tampoco lo más común, éramos una especie de fuerza que se concentraba en romper los puntos de mayor importancia del ejército de Kur'pasha. En consecuencia, nuestras armas insignia eran poco frecuentes por no señalar que una exclusividad. No descartaba la chance de que alguien entre todos esos cocineros estuviese relacionado con alguien capaz de semejante idiotez.

Aun así, sabía que esa idiotez era útil. Recordaba con detallada frialdad el momento en que decidí jalar el gatillo, en contra de la voluntad de mi superior, y poner fin a la aberración que solía ser Vareek. Así fue que descubrí que una distorsión puede ser afectada por un arma onírica. Porque le disparé con tanta benevolencia —tanto anhelo por acabar con esa tragedia —, que su tejido se tornó en cenizas, y mi consciencia se disipó tras liberar el mecanismo.

De pronto mi cabeza hizo sinapsis. Y es que recordaba algo muy particular. Una distorsión provocaba ciertas cosas inusuales en sus víctimas. Sus ataques, al igual que yo con el fusil onírico, hacía que tras un tiempo relativamente breve los cadáveres se tornasen en polvo. Ello me hizo detener en seco para observar los callejones que minutos atrás había llamado polvorientos.

No creo haber vomitado muchas veces en mi vida. Sé que ninguna de esas veces ha sido algo placentero. El dolor de cabeza se reincorporó sobre mi maldito cráneo cuando ello ocurrió, pero fue inevitable contener los nervios. Los cuerpos que no hallaba— las personas desaparecidas—, eran el polvo sobre el que había estado caminando. Me vi tratando de hacer el menor ruido posible entre cada regurgitación, pero supe que ese ruido de puerta chirriando no lo hice yo. Escuché pasos acercándose, muy lentamente, con miedo.

— ¿... estás bien...? — me susurró una mujer con voz de adulta joven. — ¿No estás herida, por esa... cosa?

Me costó un poco reincorporarme, pero me las arreglé para levantar la mirada y observarla. El sol yacía oculto tras uno de los techos, por lo que pude ver su piel morena y su cabello negro como el carbón en lujo de detalle. Cuando observé sus ojos, noté profunda preocupación de un color como la miel. Comencé a respirar profundo, y volví a una posición menos incómoda.

— Sí, sí, no te preocupes. Solo estaba un poco alterada, es todo. Soy Morrigan, vivo no muy lejos.

— ¿Esa arma, la pistola... no la ocupaste para...?

— No tengo intención de disparar salvo en defensa. Y ya ves, está la reverenda cagada en este lugar...

— Entiendo, entiendo...

Se mantuvo una mirada bastante incómoda. Supe que la mujer estaba más alterada que yo, por el hecho de que ella no comprendía para nada la situación. A mí me pegaba en las entrañas por una razón tanto menos frecuente.

El Sueño de EleanorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora