Capítulo 1

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1.1 Mori, Morrigan, y la Retadora

Imagino que, si alguien lee esto, sería bueno presentarme y resumir parte de mi vida hasta ahora. Porque en el fondo, sospecho que mi historia puede no ser la más creíble, y porque a veces yo misma me pregunto si no es un sueño. En esencia, hago esto con la intención de recuperar el control sobre la brújula del futuro, y empezar otra vez.

Posiblemente mi nombre más reiterado entre las calles del disco central ha sido "la Retadora". No me parece un mal termino, porque refleja mi realidad. Para ganarme las movidas en esos terrenos infestados de delincuencia, necesitaba valer de algo más que mendiga si pretendía poder defenderme. Lo mío no era la palabra improvisada, pero tenía aptitudes adquiridas a causa de mis experiencias personales, cosas que no me gustaría llevar en un currículum. Bajo el pretexto de estar a la altura de las expectativas que susurraban los locales, demostré la ferocidad necesaria para recibir un título como la Retadora.

Fui legalmente Miki durante la mayor parte de mi vida. Lo fui desde que me hicieron entrar al ejército para protegerme, tras haberme graduado y logrando superar las expectativas, y cuando desafié las órdenes de mi superior. Soldaya es un país estúpidamente militar, y el entrenamiento me forjó cicatrices, resistencias y ciertos traumas. Ahora lo veo con cierta frialdad, pero creo que cada quien compensa los horrores que le carcomen la cabeza a su manera. Pero mi verdadero nombre es y será Morrigan.

Mori era el diminutivo que madre me inventó. A veces, recuerdo sus ojos, claros como el agua de los ríos rurales. Y deseo que esté aquí, conmigo, acariciándome. Prometiéndome que nunca se irá, y que todo, absolutamente todo, estará bien. Pero los deseos se les cumplen a las niñas pequeñas. A personas como yo, tan sólo nos queda soñar.

1.2 Mi hogar, la ciudad, y Soldaya

Soldaya es un país, y también básicamente un continente. Algunos olvidan que no era así en un comienzo, sino que tuvo un golpe de suerte. Hay bastantes regiones y provincias, así como relativa variedad de paisajes. Lo que tiñe sin embargo a las grandes panorámicas soldayanas, es el conflicto. Las únicas regiones intrínsecas de la primera frontera de Soldaya eran casi puramente áridas, masivos desiertos donde apenas se podía sostener la vida, y las ciudades eran de aspecto miserable y pobre. La minería fue lo que cambió eso. El descubrimiento de un recurso natural provocó de pronto un impredecible avance en capacidad tecnológica, económica y militar. Lo poco que le quedó a quienes lo descubrieron fueron las —hoy en día rudimentarias —líneas de ferrocarril.

Stygia solía ser un pueblito más, pero Stygia fue también el pueblito que decidió minar muy, muy profundo. Tanto así, que hallaron una caja de pandora en forma de veta mineral. Esos obreros no tenían idea del desastre que desatarían, porque estaban maravillados con las promesas de una vida mejor, de progresos y aspiraciones. Basura política. Como consecuencia del descubrimiento, Stygia pasó a ser la capital y centro económico, así como político, de Soldaya; por ello, adquirió de primeras todos los beneficios de la investigación científica e infraestructuras superiores. Salvo por el detalle de que la mayor parte de dichos beneficios se hallaban en el filo, el sector más angosto y exclusivo de toda Stygia, mientras que el disco central permaneció como una especie de cápsula del tiempo.

Todas las ciudades tenían alguna forma de transporte público, pero la de la capital era una red de trenes tan extensa y versátil que, haciendo contraste, tiene su propio mérito. Algunos de los antiguos túneles mineros fueron ocupados como bodegas durante la construcción de las líneas. Hoy en día yacen abandonados, ya que el viejo ferrocarril fue reemplazado por líneas de metro mucho más modernas muchos años antes de que yo naciera. Los ciudadanos murmuraban la chance de que la vieja línea no estuviese desocupada, pero tampoco les sirve de mucho pensar en ello si tienen una casa y una cama. Incluso si se tratase de un asunto de vida o muerte, no muchos soportan habitar en esos recovecos oscuros. Yo, pues, los convertí en mi hogar.

Porque me agradaba la opción, y porque bajo la condición de estar muerta, no podía tampoco conseguir una casa como tal. Tampoco me sentía tan distante, sabiendo que poco más profundo se hallaba un cementerio para personas que no pudieran pagar su tumba.

El Sueño de EleanorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora