Angie

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Habían pasado tres días.

Lo sabía porque era la tercera vez que la luz abandonaba aquella habitación para luego volver a asomar tras unas largas y frías horas por aquella diminuta rejilla de ventilación.

En un rato, también sería la tercera vez que alguien entraría para dejar junto a la puerta un mísero vaso de agua y media pieza de fruta.

Probablemente también aprovecharían para verter sobre ella algún insulto y luego, al irse, se regodearían en cómo o cuándo la iban a matar.

En aquel asunto las opiniones eran diversas.

Oscar, uno de los dos que la trajeron allí, la había amenazado con disfrutar largas horas de su cuerpo sin importarle si iba a hacerlo mientras vivía o una vez muerta, otro bromeó con atarla y que cada uno de ellos le lanzara una flecha como justa venganza al modo en el que ella había asesinado a sus compañeros y... la mujer que interactuaba con él, en cambio, había preferido opinar que, de ser por ella, la llevaría de vuelta al bosque y esperaría paciente a ver cómo acababan los muertos con ella.

Así que iba a morir. Hoy, mañana o pasado. Un día más o un día menos. Iba a morir y, mientras tanto, allí estaba: tumbada en aquel frío suelo, descalza, con el torso prácticamente desnudo, la espalda destrozada y... un par de lágrimas que le impedían ver con claridad.

Había pensado todas y cada una de las opciones que tenía para escapar, el modo en el que usar aquella navaja que ya había devuelto al bolsillo de sus pantalones, pero... nada servía.

No sabía cuántos eran realmente. No tenía ni idea de cómo era el lugar. No podía trazar un plan de fuga con un mínimo de sentido. Y, lo que era peor, no tenía fuerza alguna para llevarlo a cabo.

Estaba atrapada y no tenía esperanzas de salir de allí.

Iba a morir y lo único que podía y quería hacer en aquel momento era seguir durmiendo.

-Daryl-.

-Dime-.

-Acércate-.

-¡Despierta!- oyó antes de sentir un golpe seco en su abdomen.

-¡Ahh!- gritó en silencio.

Luego, como si haberla dejado casi sin respiración no fuera suficiente, aquel hombre empujó su hombro contra el suelo para tener la libertad de arrastrar la suela de su zapato por su espalda.

-Ah...- apretó ella los dientes y se tragó el sollozo que venía a continuación, pues no se iba a permitir darle el gusto de oírla quejarse.

-Levántate- le ordenó.

-No- susurró porque no tenía fuerzas y porque las que tenía no iba a gastarlas en ir caminando a su propia muerte.

-¡Que te levantes, joder!- le gritó y tiró de ella sin demasiado éxito.

-¡Déjala!- sonó la voz de otro hombre un tanto mayor.

¿Finn? No. Aunque, si era él, de igual forma Carol no se iba a dignar a girarse para mirarle.

-Sí, señor- obedeció el más joven y, sin decir nada más, salió de allí a un paso que a ella le pareció casi rítmico.

-Hola-.

Y Carol se encogió en el suelo como una niña asustada e indefensa.

-Sé que los demás no te han tratado... especialmente bien-.

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