Capítulo Décimo Noveno

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Extrañamente pensó que la muerte debería ser un lugar más luminoso, siempre la imaginó como un prado acolchado, todo tan blanco que dañaba los ojos, pero a la vez cristalino y mágico, puro, silencioso pero lleno de risas… y paz, paz por doquier.

Pero no era así.

Sentía dolor, no tanto como antes de ser tragado por la oscuridad masiva del cuarto negro, pero si un constante e ininterrumpido malestar en todo su ser. Nada que pudiera asociar a alguna parte específica de su cuerpo, sino más bien como una molestia general que no le dejaba descansar tranquilo… como un picadura de mosquito que se ubica en un lugar inaccesible, pasa de ser solo molesta a volverte completamente loco por aliviar la picazón.

Así se sentía Aris y no  podía concebir que eso fuese el cielo.

Y tampoco era lo suficientemente terrible como para ser el infierno…

¿Entonces era el purgatorio? No entendía…

El tiempo pasó, minutos, pequeñas eternidades, no sabría. Pero pasaba, transcurría como si estuviera hecho de glucosa, lento, pegajoso, imposible de distinguir donde empezaba o terminaba un lapso determinado.

En un estado onírico y narcoléptico, abría los ojos sin realmente ver más que lucecitas brillantes danzar y volvía a sumirse en la nada, donde solo habitaba el zumbido del dolor, y el eco de un tiempo que se estiraba pesadamente, cada vez más y más.

Ningún pensamiento lo atosigaba, pues nada lo tocaba. Todo lo que hacía intento de entrar en su ya sobresaturada mente, era rechazado por un escudo invisible y devuelto a flotar amorfo en el universo de su cabeza. Tan pronto como una idea se llegaba a formar, otra cosa lo llamaba y el pensamiento se disolvía. Estaba a la deriva en un espacio libre de preocupaciones más allá de esa molestia de la que no se podía librar. Llegó a pensar que no sería nada malo seguir así, antes de olvidar en que estaba pensando.

En algún punto de toda esa alucinógena paz, pudo oír algo. Era…

Era…

¿Era alguien llorando?

¿Dónde estoy?

¿Quién soy?

Yo… yo soy… yo sé quién soy… soy… Aris. Soy Aris… y estoy vivo.

Mierda.

Y en medio de su eterna tranquilidad irrumpió el miedo. Un pitido agudo lo alarmó, pero no lo suficiente como para olvidar el miedo. Todo volvía a él, suave como la bruma, pero denso como el humo, todo lo sucedido antes de caer, todo el horror, el dolor insoportable, el deseo de morir y no volver a sufrir nunca más, las ansias de salvar lo poco de él que quedaba para salvar… Quiso gritar, pero ningún sonido le pareció lo bastante terrible como para compararse con lo que iba creciendo y tomando forma en su pecho. Fue entonces cuando sus ojos pudieron ver, esperando encontrarse con el perturbador rostro de sus pesadillas.

Pero no había nadie.

Bueno había alguien, pero no lo podía ver, apenas lo oía.

Y lloraba.

Algo se le trabó en la garganta cuando fue consciente de su propia respiración y comenzó a hiperventilar.

El llanto se hizo más nítido conforme se acercaba. De pronto la fuente del sollozo se detuvo y una exclamación de alegría ocupó el espacio.

- ¡Aris! Estás despierto… mi Dios, estás despierto… ¿Puedes oírme? ¿Me ves? Aquí estoy hijo mío, papá está aquí y no te dejaré por nada en el mundo… te amo tanto, no te perderé de nuevo, nunca… - Le tomó un tiempo unir las palabras que escuchaba con los significados correspondientes… y luego volver a hacer el proceso para encontrar la procedencia. Pero finalmente entendió que era su padre. El miedo que venía creciendo como una avalancha, aminoró su paso. El pitido descendió unos decibeles.

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