CAPÍTULO 24: Atardeceres en la Montaña. Ecos de un Pasado.

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LEANDRA BROOKS:

Era un día gris, como si el cielo se hubiera puesto de acuerdo con mi estado de ánimo. Mi mente giraba en torno a las últimas semanas, en especial a la conversación con mi padre que nunca se llevó a cabo. El recuerdo de su voz era un eco distante, y la idea de volver a verlo me daba escalofríos. La preocupación por mi madre me oprimía el pecho. Aunque el médico asegurara que no era nada grave, yo podía ver el cansancio en sus ojos. Era un tipo de fatiga que no se resolvía con un simple descanso; era la señal de que algo no andaba bien.

Zack se había encerrado en sus pensamientos, tal como lo hacía en aquellos días oscuros del divorcio de nuestros padres. Era como si reviviéramos una pesadilla: no comía, no salía de su habitación y se dedicaba a cuidar de mí, aunque no podía ayudarme con la carga que llevaba. Cada vez que intentaba hablar con mi madre sobre lo que sucedía, ella esquivaba el tema como si fuera un ladrón en la noche. Sabía que en algún momento tendría que enfrentar la realidad y preguntarle nuevamente sobre mi padre, o averiguarlo por mi cuenta, pero hoy no era ese día. La vida seguía, aunque los días parecían teñidos de gris.

Me encontraba en el instituto, sentada en la mesa de la cafetería, peleándome, como de costumbre, con el espacio reducido y las patas que cojeaban. Porque, claro, de todas las mesas en este sitio, me había tocado la única que parecía estar viva y decidida a arruinar mi vida. Intentaba ignorar los murmullos que, como siempre, parecían envolverme desde cada rincón. ¿De qué hablaban?

Justo cuando estaba considerando si tirarme por una ventana o seguir peleando con la mesa, Noah apareció, interrumpiendo mis gloriosos y profundos pensamientos sobre huir del caos.

—Leah, ¿me estás escuchando? —me preguntó, frunciendo el ceño.

—Sí, claro. Estaba pensando en lo que haré en el verano. Tal vez irme a vivir a una isla desierta —respondí con sarcasmo, alzando las cejas.

—Eso suena genial, pero necesitas una piel que no sea color fantasma para eso —replicó Noah, mientras Caroline, a su lado, comenzaba a hablar de vestidos para la graduación.

—Noah, estoy pensando en un vestido blanco con encajes —dijo Caroline, emocionada—. Y hay otro que tiene un escote impresionante, pero no sé si debería...

—¿En serio? Si te pones eso, ¡te van a confundir con una novia de treinta años! —interrumpió Noah, llevando una mano a su frente como si estuviera sufriendo.

—¡Cállate! Solo porque no sabes nada de moda... —Caroline lo golpeó suavemente en el brazo, riendo—. Además, ¿a quién le importa tu opinión?

Mientras ellos seguían discutiendo sobre moda y vestidos, temas que francamente me importaban lo mismo que un grano de arena en el desierto, mi mente decidió vagar hacia algo (o mejor dicho, alguien) que realmente ocupaba mis pensamientos: Kay Bance. Las cosas entre nosotros iban sorprendentemente bien. De hecho, demasiado bien, como si el universo estuviera jugando una broma y solo estuviera esperando el momento perfecto para derrumbarlo todo. A veces, cuando nos quedábamos en silencio, él aprovechaba para preguntar sobre lo que había ocurrido aquel día. Y yo, con la maestría de una escapista profesional, siempre encontraba la manera de desviar la conversación. Por suerte, él no insistía demasiado. Agradecía que fuera así.

Con Bance había descubierto una faceta de mí que jamás creí que existiera. Era raro, pero de alguna manera, cuando estaba con él, el mundo parecía un lugar menos hostil. Cada momento que pasábamos juntos me ofrecía un consuelo que no encontraba en ningún otro lado. Me resultaba casi irónico, ¿cómo era posible que él, de todos, se convirtiera en mi roca, en el único que realmente sabía todo lo que estaba ocurriendo en mi vida? Aunque a veces dudaba, la realidad era clara: él era mi gran apoyo, mi refugio en medio de la tormenta, aunque, claro, admitirlo era otra cosa.

MÁS QUE ENEMIGOS ©  [Reescribiendo]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora