Capítulo I parte 1

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No lejos de Upton-on-Serven, entre ese pueblo y las colinas de Malvern, se alza el solar de los Gordon de Bramley, heredad rica en bosques y braceros, de cercas bien cuidadas y abundante agua, pues posee a ese respecto un arroyo que se bifurca exactamente en el lugar adecuado para alimentar dos tanques situados en el parque.

La casa propiamente dicha, de estilo georgiano, es de ladrillo rojo y tiene unas bonitas ventanas circulares cerca del tejado, Rezuma dignidad y orgullo sin ostentación, seguridad sin arrogancia, reposo sin inercia y una benévola reserva que para todos cuanto conocen su espíritu no hace si no incrementar la calidad que posee como hogar. Es como ciertas mujeres hermosas que, actualmente ya ancianas, pertenecen a una generación  pasada, mujeres que en su juventud fueron apasionadas pero decorosas, capaces de satisfacer todo deseo y desempeñar cumplidamente cualquier tarea. Empiezan desaparecer pero sus mansiones perdurar; una morada así es Morton.

A Morton Hall llegó lady Anna Gordon tras desposarse apenas cumplidos los veintes años. Era hermosa como sólo lo puede ser una Irlandesa, con un algo en su porte que revelaba una callada altivez, con un algo en los ojos que presagiaba un gran anhelo, con un algo en su cuerpo que anunciaba felices promesas y que hacían de ella al arquetipo de la mujer perfecta, de la que el Dios creador se siente satisfecho. Sir Philip la conoció lejos, en el condado Irlandés de Clare. Se llamaba entonces Anna Molloy y era una virgen esbelta, toda modestia, en cuyo pecho se refugió la fatiga del varón cual pájaro exhausto se refugia en el nido; como hizo efectivamente cierto pájaro, según ella le contó, que una vez, huyendo  del fragor de una tormenta, se cobijó entre sus brazos.

Sir Philip era alto y extremadamente apuesto, pero su encanto procedía no tanto de la corrección de sus facciones como de una expresión abierta y tolerante, que casi podría llamarse noble, y de una mirada triste y a la vez gallarda que iluminaba sus hundidos ojos castaños. Tenia la barbilla, que era firme, levemente hendida, la frente inteligente y el cabello castaño, veteado de caoba. Las aletas levantada de la nariz denotaban a un hombre de mal genio, pero los labios bien dibujados, sensibles y ardientes, lo caracterizaban como amante y soñador.

Tenia veintinueve años cuando se casaron y pese a que en su mocedad había andado no poco de picos pardos, el certero instinto de Anna le hizo confiar en él completamente. El tutor de la joven le tomó tanta antipatía que se opuso abiertamente al compromiso matrimonial, aunque ella, finalmente, logró salirse con la suya; y el tiempo demostró que aquel empeño había conducido a una feliz decisión, pues rara vez se vio a dos seres amarse más que ellos. Se amaban con un ardor que en el que el paso de los años no hacia mella; al contrario, al madurar su amor maduraba con ellos.

Nunca supo Sir Philip cuánto anhelaba tener un hijo hasta que, al cabo de unos diez años de matrimonio, su esposa concibió; comprendió entonces que aquello significaba la plenitud que ambos sin saberlo habían aguardado. Cuando ella le comunicó la notica, no logro hallar palabras para expresar sus sentimiento y sólo pudo apoyarse en el hombro de sus esposa y dar rienda suelta a su emoción. Ni por un momento le pasó por la mente la idea de que Anna pudiera darle una hija; sólo la veía como madre de varones y las ocasionales advertencias de que bien pudiera darse lo contrario en nada perturbaron su inalterable convicción. Y bautizó al niño no nacido aún con el nombre de Stephen, porque admiraba el coraje de ese santo. Siendo por vocación un intelectual, no era hombre de instintos religiosos, pero leía la Biblia por su valor literario y la historia de Esteban había cautivado su imaginación. Y con frecuencia hablaba del futuro de su hijo diciendo:

-Creo que inscribiré a Stephen en Harrow- o bien-: Me gustaría que Stephen completara su formación en el extranjero. Amplía los horizontes de la actitud que se toma ante la Vida.

Y, escuchándoles, También Anna acabó por convencerse; la absoluta certeza de su marido fue disipando sus vagas aprensiones y se veía jugando con el pequeño Stephen en el cuarto de los niños, en el jardín, en las olorosas praderas de la finca.

-¡Qué preciosidad de chiquillo! -decía recordando la dulce habla de sus campesinos irlandeses  -. ¡tendrá la luz de las estrellas en los ojos y la valentía de un león en su corazón!

Y cuando la criatura se movía en sus entrañas, pensaba que la fuerza de sus movimientos se debía a que llevaba en su seno a un gallardo varón y se le ensanchaba el alma al pensar con redoblada energía que iba a dar a luz a un niño. Y deleitándose con esos pensamientos, dejaba caer la labor sobre las rodillas y dirigía la mirada a la apaisada hilera de colinas que se dibujaban al otro lado del valle del Severn. Y desde su banco favorito, situado bajo un viejo cedro del parque, contemplaba las colinas de Malvern en todo su esplendor y sus redondeadas laderas adquirían un nuevo significado. Le parecían mujeres embarazadas ataviadas de verde, mujeres de pechos llenos, valerosas futuras madres de una raza de hijos espléndidos. Y a lo largo de todo aquel verano contempló las colinas acompañada de sir Philip, que se sentaba a su lado y la cogía de la mano. Y porque se sentía repleta de ilusión y gratitud, aumentó sus donativos a los necesitados, y sir Philip, por su parte, empezó a ir a la iglesia, cosa que no tenia por costumbre, e invitaron a almorzar al vicario, y cuando se acercaba el final del embarazo, muchas mujeres del pueblo acudieron a visitar a Anna a fin de prodigar buenos consejos y recomendaciones.

Pero el hombre propone y Dios dispone, Y así sucedió que el día de nochebuena Anna Gordon dio a luz a una hija, una criatura de hombros anchos y caderas estrechas que parecía un renacuajo y que durante tres horas lloró sin cesar, como indignada de verse así arrojada a la vida.



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