Capítulo VI parte 5

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Cuando Stephen se despidió con un beso de mademoiselle Duphot, lloró, convencida de que decía adiós a la despreocupación de la infancia, la cual partía para nunca más volver. Partía,como mademoiselle Duphot, la bondadosa mademoiselle Duphot, tan necia y tan cariñosa, tan fácil de coaccionar, tan contenta de que la persuadieran, tan ansiosa de creer en el esfuerzoaun ante la más evidente desidia. La amable mademoiselle Duphot que sonreía cuando no debía, que se echaba a reír cuando era inoportuno y que ahora lloraba con el sentimiento que sólo puede mostrar un latino, derramando ríos de lágrimas y sollozando a todo sollozar.

-Chérie, mon bébé, petit chou! «¡Cariño, cariño mío, cariño!»-suspiraba abrazada a la grandullona de Stephen. 

Las lágrimas rodaban hasta la esclavina de mademoiselle y mojaban aquellas pobres pieles, que ya secas estaban raídas, apelmazando y ennegreciendo el pelaje, de modo que mademoiselle intentaba frotarlo con el pañuelo; pero cuanto más restregaba, más lo mojaba, pues el pañuelo estaba tan húmedo que no servía sino para aumentar la dificultad; y lo peor era que el pañuelo de Stephen tampoco estaba muy seco, cosa que descubrió cuando procedió a ayudarla.

La desvencijada calesa enviada desde la estación de Malvern enfiló el sendero, se detuvo ante la entrada y el lacayo agarró el equipaje de mademoiselle. Era tan reducido que rechazó la ayuda del cochero y colocó el baúl en el coche con una sola mano. Entonces mademoiselle Duphot se puso a hablar en inglés, sabría Dios por qué razón, tal vez a causa de la emoción.

—No es una despedida, no será para siempre -sollozaba-.Irás a París, lo presiento. Volveremos a encontrarnos, Stévenne, mi niña; cuando seas mayor, volveremos a vernos.

Y Stephen, a pesar de lo alta que era para su edad, anheló volver a ser pequeña sólo para complacer a mademoiselle. Pero como los franceses, aun en los momentos de más intensa emoción, son un pueblo práctico, mademoiselle abrió su bolso y tras rebuscar en sus profundidades sacó de él media cuartilla de papel.

-La dirección de mi hermana en París —musitó moqueando-; la dirección de mi hermana, que confecciona bolsos de noche... Si sabes de alguien, Stévenne... de alguna dama que quiera comprar un bolso de vestir...

—Si, sí, lo recordaré -murmuró Stephen entre dientes.

Al fin se marchó; la calesa enfiló el sendero y desapareció tras la curva del camino. Hasta el último momento asomó por la ventana un rostro lloroso y un pañuelo húmedo se despidióblandamente de Stephen. La lluvia debió mezclarse con las lágrimas de mademoiselle, pues el cielo se había cubierto y ahora llovía. Era un día penoso para partir, con la niebla cerniéndosesobre el valle del Severn y lamiendo ya las laderas de las colinas...

Stephen se dirigió a la sala de estudio. Estaba vacía y al mismo tiempo repleta del rastro de desorden que dejan algunas personas y que mademoiselle Duphot siempre había dejado trasde sí. En las sillas, que estaban fuera de sitio, yacían toda suerte de objetos desprovistos de significado: papeles arrugados, una herradura rota, un guante marrón ya muy usado que había perdido a su pareja así como dos de sus botones. En la mesa había un deteriorado secante de color rosa, al que Stephen había arrancado las esquinas sin recibir por ello la más ligera reprimenda; aparecía cruzado y recruzado de elegante caligrafía francesa, hasta tal punto que su sonrosada cara, cubierta de cicatrices, se había tornado violeta. Y cerca estaba también elfrasquito de tinta violeta, medio vacío y bordeado de goterones resecos de un verde tornasolado; y una pluma con la plumilla despuntada, rasposa y desgarrante como un alfiler, que al escribir laceraba el papel. Al lado del tintero aparecía una pequeña estampa de san José que evidentemente había resbalado del misal de mademoiselle; san José tenía un rostro bondadoso y respetable y se parecía mucho al pescatero de Great Malvern. Stephen cogió la estampa y se quedó contemplando a san José; en una esquina, al sesgo, había algo escrito; se aproximó y en la menuda letra de mademoiselle leyó: «Priez pour ma petite Stévenne.» «Orad por mi pequeño Stévenne.»

Tomó la estampa y la guardó en su pupitre; el tintero y el secante los depositó en el armario, junto con la plumilla que al escribir rasgaba el papel. Colocó luego las sillas en su sitio y tiróla basura, después de lo cual salió en busca de un trapo de polvo; uno a uno limpió los pocos volúmenes que quedaban en la estantería, incluida la Bibliothèque Rose. Amontonó con cui-dado sus cuadernos de dictado junto con otros escritos con menos interés: cuadernos de sumas distraídas, plagadas de cruces rojas, cuadernos de historia de Inglaterra, en uno de loscuales Stephen había empezado a redactar la historia de su caballo..., cuadernos de geografía con comentarios de mademoiselle en gruesos trazos violeta: «Grande manque d'attention.» «Gran falta de atención.» Por último recogió sus libros de texto que yacían en cualquier parte y de cualquier manera: abiertos, cerrados, panza arriba, de lado, cabeza abajo, metidos en los cajones, escondidos en armarios, muy rara vez ordenados en la estantería, la cual albergaba una abigarrada y fortuita colección de muy diversos objetos: pesas de hierro y de madera de varios tamaños; varias mazas de gimnasia, una de ellas con el mango roto; cordones de algodón para las zapatillas de deporte; el cinturón de un traje de esgrima. Y unido a ello, toda suerte de recuerdos de los establos, entre los que destacaban una venda utilizada por Raftery en cierta ocasión especial; una diminuta herradura lanzada a los aires por Collins; una mordisqueada zanahoria, ahora ya reseca y enmohecida, y un par de fustas que habían perdido ambas el látigo y esperaban que alguien se acordase de llevarlas al guarnicionero.

Stephen reflexionó frotándose la barbilla, costumbre que se había convertido en automática, y decidió que los cajones inferiores del baúl eran el receptáculo más apropiado para todos aquellos enseres. Sólo quedó la zanahoria, que mantuvo largo rato apretada en la mano, sintiéndose inquieta y desdichada; ese barrido de cubierta previo a la adopción de una enérgica acción mental era ciertamente de lo más deprimente. Pero al fin arrojó la maltratada hortaliza al fuego, en cuyo seno cayó, retorciéndose angustiada entre crepitaciones y siseos. Luego se sentó y se quedó contemplando con tristeza las llamas que devoraban la primera zanahoria  de Raftery.

El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora