Capítulo V parte 1

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La mañana del lunes que siguió a su primer día de caza, Stephen se despertó con una especie de opresión en el pecho. No tardó ni dos minutos en saber qué la causaba: iba a tomar el té con Antrim. Sus relaciones con los otros niños de su edad eran peculiares; eso pensaba ella y eso mismo pensaban, aun sin poder definirlo, los otros niños. El fogoso ímpetu del temperamento de Stephen hubiera debido suscitar gran simpatía y sin embargo no era así, hecho que ella adivinaba y la hacía sentirse incómoda con sus compañeros de juego, los cuales, a su vez, no se encontraban a gusto con ella. Tenía el convencimiento de que los niños cuchicheaban a sus espaldas y que aun sin darles motivo se reían de ella, y aunque tal situación se produjo efectivamente en una ocasión, no siempre ocurría así. Ella, de todos modos, se lo figuraba y a causa de esa hipersensibilidad sufría lo indecible.

Entre todos los niños que Stephen detestaba, destacaban Violet y Roger Antrim, en especial Roger, que a sus diez años desbordaba ya de arrogancia masculina y que por el hecho de haber ingresado aquel invierno en Eton pecaba de un soberbio inaguantable. Roger Antrim tenía los redondos ojos pardos de su madre y una nariz recta y escueta que con el tiempo podría ser hermosa; era rollizo, mofletudo y tenía unas nalgas prominentes que si ya parecían excesivas bajo la corta americana del colegio, se tornaban enormes cuando metía las manos en los bolsillos y se pavoneaba, cosa que hacía con mucha frecuencia.

Roger era un déspota. Tiranizaba a su hermana y le hubiera encantando acogotar a Stephen, sólo que ésta le podía; tenía tal fuerza en los brazos que era imposible retorcérselos como hacía con la boba de Violet. Por más que la matase a pellizcos o la emprendiese contra el lazo que llevaba en el cabello, no conseguía que Stephen llorase ni manifestase el menor síntoma de emoción; además, en el deporte Stephen le ganaba, humillación que provocaba en el bandido un  rencor inagotable. Stephen, en efecto, lanzaba las bolas de cricket con mucha más puntería y trepaba a los árboles con una rapidez y una pericia inigualables, y aunque a veces al encaramarse de desgarrarse el vestido, ya por el solo hecho de trepar siendo una niña demostraba un coraje respetable. Violet jamas se subía a un árbol; se quedaba en el suelo admirando la valentía de Roger, quien empezó a tomar inquina a Stephen con el odio que se siente contra un único rival, un intruso que tiene la osadía de traspasar los limites de un coto privado. Y no albergaba más afán que bajarle los humos a esa estúpida y darle una lección de las que se recuerdan, pero como no era precisamente una lumbrera, cometía el error de elegir mal sus métodos; provocar a Stephen no servía de nada; ésta respondía con premura al desafío y, en general, salía vencedora. Stephen por su parte le aborrecía, consciente de que su aborrecimiento se veía incrementando por una muy humíllate y honda dosis de envidia. Y era la pura verdad. A pesar de las torpezas del chiquillo, envidiaba a Roger porque podía llevas recias botas de cuero, el pelo corto y el uniforme de Eton; le envidiaba por la escuela a que asistía y por los discípulos masculinos de cuya compañía gozaba y a los cuales, dándose importancia, aludía constantemente llamándoles «mis compañeros»; le envidiaba por tener derecho a trepar a los árboles y jugar a cricket y a fútbol, y porque tal derecho no fuese adquirido sino simplemente natural; pero sobre todo le envidiaba por la espléndida convicción de que ser hombre constituía un privilegio en la vida, y aunque comprendía perfectamente el orgullo de aquella convicción, ello no servía sino para aumentar su envidia.

A Violet Stephen la encontraba absolutamente tonta. Era una niña que lloraba con igual desespero cuando se daba un coscorrón que cuando Roger la sometía a sus más refinados tormentos; pero lo que más irritaba a Stephen era la sospecha de que Violet casi disfrutaba al oficiar de víctima de tales tormentos.

-¡Mi hermano tiene tanta fuerza! -le había confiado a Stephen en cierta ocasión con un deje de orgullo en la voz.

A Stephen le entraron ganas de abofetearla.

-¡Yo soy capaz de pellizcar con tanta fuerza como él! -exclamó amenazante-. ¡No creas que tiene más fuerza que yo! ¡Ven aquí y te lo demuestro! -al oír  lo cual la muy cobarde se escapó chillando.

Violet era un ser saturado de feminidad; le encantaban las muñecas, aunque en el fondo no tanto como pretendía.

-Fijaos en Violet -decía la gente-, parece una madrecita. Resulta conmovedor ver tanto instinto en una niña. 

Y Violet procuraba mostrarse todavía más conmovedora. Pero cuando estaban solas, arrojaba sus muñecas a Stephen obligándola a ella a desnudarlas y meterlas en la cama.

-Ahora tú eres la niñera, Stephen, y yo soy la madre de Gertrudis; bueno, esta vez, si quieres, te dejo ser la madre...¡Cuidado, la vas a romper! ¡Mira, ya le has arrancado un botón! ¡Tendrías que hacer las cosas con más delicadeza, como yo! 

Además, Violet hacía punto de media, o decía que hacía media, porque lo único que Stephen le había visto hacer eran nudos y guiñapos.

-¿No sabes hacer media? -decía mirando a Stephen con desprecio-. Yo sí. El otro día mamá me dijo que parecía una amita de mi casa.

Entonces Stephen perdía la paciencia y en un arrebato de mal genio gritaba:

-¿Sabes lo que eres? ¡Una idiota! ¡Eso es lo que eres!

Y durante horas se veía obligada a jugar a muñecas con la tonta de Violet, porque a Roger no le daba la gana de salir al jardín a jugar a lo que ella consideraba juegos de verdad. Ya sabía que todo era porque Roger detestaba perder, pero ella ¿cómo podía remediarlo? ¿cómo podía evitar tener mejor puntería que Roger?

Esos niños no tenían entre sí nada en común, pero los Antrim eran vecinos y hasta el propio sir Philip, que era la encarnación de la indulgencia, insistía en que Stephen se relacionase con otros niños de su edad, y en diversas ocasiones en que Stephen había suplicado que no la obligasen a salir, que por Dios le permitiesen quedarse en casa, su padre se había mostrado muy severo. Tan severo como aquel mismo día, a la hora del almuerzo, cuando desde la cabecera de la mesa le había ordenado:

-Basta de tonterías, Stephen. Termina ahora mismo el postre. En esta casa no se dejan restos en el plato. Y que no te oiga refunfuñar por culpa de los Antrim, porque no lo voy a tolerar. ¿Entendido?

Y Stephen engulló el postre y escapó escalera arriba para arreglarse.


El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora