Capítulo II parte 5

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Cuando la lozanía de la primavera enfiló el camino del verano, Stephen advirtió que Collins estaba cambiando. Al principio el cambio fue apenas perceptible, pero el instinto de los niños no yerra. Y llegó un día en que Collins la apartó de su lado con un estallido de mal humor y no justificó esta actitud haciendo referencia a su rodilla.

-¡Siempre pegada a mis faldas! ¡Deje ya de seguirme por toda la casa y no se me quede mirando así, señorita Stephen! ¡Lo que más rabia me da es que me miren fijamente! ¡Ande, suba corriendo al cuarto a jugar; el sótano no es lugar para señoritas! -después de lo cual tales reprimendas se tornaron frecuentes si Stephen tenía la ocurrencia de acercársele.

Amargo enigma. La mente de Stephen intentaba descifrarlo con la ceguera de un topo sumido en la oscuridad. Desconcertada, creciendo su amor con mayor fuerza debido a tan cruel poda, procuraba recuperar el favor de Collins ofreciéndole caramelos y grageas de chocolate, que la doncella aceptaba por que le gustaban los confites. No es que Collins fuese tan censurable como parecía; ella, a su vez, también era una pobre marioneta en manos de sus propias emociones. El nuevo lacayo, alto y extremadamente apuesto, se había fijado en Collins con ojos de aprobación y le había dicho:

-Dile a esa cría que deje de perseguirte. Acabará por descubrir lo nuestro y se irá de la lengua.

Y Stephen conoció la más absoluta desolación, porque no tenía a nadie en quien  confiar. No se atrevía a decírselo ni siquiera a su padre; no lo entendería, seguramente sonreiría, quizás hasta bromease, y en ese caso, por cariñosas que fuesen sus bromas, Stephen sabía que no podría contener las lágrimas. Hasta Nelson se había tornado de repente inconsistente y remoto. ¿De qué servía tratar de ser Nelson? ¿De qué servía disfrazarse? ¿Y de qué servía fingir? Perdió el apetito, perdió el color y en vista de que día a día aumentaba su languidez, Anna resolvió llamar al médico, el cual, tras visitar a la paciente y no hallar motivo de alarma, se limitó a recetar un reconstituyente, repulsivo brebaje que Stephen ingería sin un murmullo, casi como si le agradase el sabor.

El desenlace se produjo repentinamente, como así suele ocurrir, y tuvo lugar un día en que Stephen se encontraba sola en el jardín, reflexionando amargamente sobre la actitud de Collins, que llevaba varios días evitándola. Stephen se había dirigido a un destartalado cobertizo usado para guardar macetas, al abrigo del cual descubrió nada menos que a Collins y al lacayo; tan absortos de hallaban en su conversación que no oyeron llegar a la niña. Y entonces sobrevino una catástrofe, pues Henry agarró a Collins por las muñecas, la atrajo hacia si con pocos miramientos y con igual brusquedad la besó en los labios. Ofuscada, ardiéndole la cara, Stephen sintió que la invadía una rabia disparatada y ciega; quiso gritar, pero le falló la voz y no pudo sino emitir un balbuceo. Sin saber cómo, agarró un tiesto medio roto y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el lacayo. Le alcanzó la cara, produciéndole un corte en la mejilla del que empezó a manar un lento hilo de sangre. Aturdido, el lacayo se enjugaba mansamente la herida mientras Collins miraba muda a Stephen. Ninguno de los dos dijo una sola palabra, tal era su sensación de culpa y asombro.

Stephen dio media vuelta y echó a correr. Sólo quería  correr y correr, alejarse como fuese, para no verlos. Corría sollozando, cubriéndose los ojos con las manos, desgarrándose el vestido en los arbustos, rompiéndose las medias en las ramas, arañándose las piernas con los obstáculos que entorpecían su huida. De pronto, unos brazos vigorosos apresaron a la niña, que escondió el rostro en el pecho de su padre, y sir Philip la llevó en brazos a la casa y por el ancho pasillo la condujo hasta su estudio. Absteniéndose de hacer preguntas, la sentó en sus rodillas; y al principio permaneció allí, acurrucada y muda como un animalito herido. Pero su corazón, demasiado joven para contener aquella angustia y soportar la opresión de aquella carga, acabó desahogando su peso en el hombro de sir Philip.

El la escuchaba muy serio, limitándose a acariciarle el cabello.

-Sí... sí... -decía con dulzura, para luego añadir-: Continúa, Stephen.

Y cuando ella terminó de hablar, permaneció en silencio unos instantes sin dejar de acariciarle el cabello.

-Creo que te comprendo, Stephen-dijo luego-. Lo que te ha ocurrido es la peor de todas las experiencias que has vivido, pero verás como pasa y acabas por olvidarla. Tienes que creerme, Stephen. Mira, voy a tratarte como a un chico, y ya sabes que los chicos siempre son valientes, recuérdalo bien. No voy a fingir que te creo cobarde; sería absurdo, porque de sobra sé que eres muy valiente. Escúchame con atención: voy a despedir a Collins; se marchará mañana, ¿lo entiendes bien, Stephen? La voy a despedir. No seré cruel con ella, pero mañana se irá de esta casa; mientras tanto, no quiero que vuelvas a verla. Al principio la echarás de menos, es natural, pero con el tiempo descubrirás que la olvidas y este episodio te parecerá insignificante. Créeme, hija mía, porque te estoy diciendo la verdad. Te lo juro. Ya sabes que si me necesitas, estoy siempre a tu lado; siempre que quieras, puedes venir a mi estudio. Cuando estés triste y necesites a alguien con quien hablar, ven a verme y charlaremos. -Aquí hizo una pausa y concluyó, recomendando con bastante aspereza-: Y, sobre todo, no inquietes a tu madre. Cuando quieras hablar, habla conmigo Stephen.

Y Stephen, que todavía contenía la respiración, le miró a los ojos y asintió con un gesto de cabeza. Sir Philip contempló con tristeza la carita manchada de lágrimas de su hija y la vio apretar los labios con firmeza, con una decisión que acentuó la hendidura del pequeño mentón.

E inclinándose, la besó en absoluto silencio, con un beso que parecía sellar un doloroso pacto.

El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora