Capítulo V parte 3

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La señora Antrim esperaba a Stephen en el salón. Siempre la esperaba en el salón para atraparla, o al menos eso le parecía a Stephen. El salón era una estancia sobrecargada de mobiliario, repleta de inútiles mesitas y pesados butacones dispuestos sin más objeto que el hacer tropezar a las visitas, cuando éstas eran Stephen. Había además una trampa mortal, imposible de evitar, una inmensa piel de oso polar que, emergiendo en un ángulo de lo más inoportuno sólo servía para que quien entraba acabase por dar un trompicón por culpa de aquel monstruo. Stephen fiel a la tradición trastabilló con el oso y se magulló el dedo gordo mientras saludaba azarada a la señora Antrim. 

-¡Madre mía! -exclamó la anfitriona-. ¡Qué alta estás! ¡Debes tener los pies el doble de grandes que los de Violet Ven aquí; deja que te los mire.- Y se echó a reír como si alguna cosa le hiciera mucha gracia.

Stephen tenía ganas de frotarse el dedo gordo, pero lo pensó mejor y decidió aguantar en silencio.

-¡Niños! -llamó la señora Antrim-. ¡Ha llegado Stephen! ¡Seguro que viene hambrienta como un cazador!

Violet llevaba un vestido de seda azul celeste; a los siete años era ya sumamente presumida, tanto que había llorado sin cesar hasta conseguir que le permitieran engalanarse con aquella prenda reservada generalmente para las fiestas. Iba peinada con muchos tirabuzones, sujetos por una ancha cinta de raso azul que destacaba sobre el tono castaño del cabello. La señora Antrim lanzó una rápida mirada de Stephen a Violet y no pudo disimular en la mirada un fugaz centelleo de orgullo maternal.

Embutido en el uniforme de Eton, Roger estaba reventón; tenía los mofletes hinchados, colorados y agresivos. Desde la opresión de un inmaculado cuello blanco recién almidonado, contempló a Stephen con absoluta frialdad. Al subir por la escalera, pellizcó a Stephen en un muslo, pellizco al que ella contestó con un raudo puntapié, limpio y certero.

-¡No sabes dar patadas! -gruñó Roger sintiendo en la espinilla un dolor atroz-. ¡Tienes menos fuerza que una pulga! ¡Ni lo he notado, para que te enteres!

A petición de Violet, tomarían el té los niños solos; le gustaba hacerse la señora y la presencia de su madre lo impedía. Hubo, pues, que rebuscar una tetera pequeña a fin de que Violet pudiera levantarla.

-¿Azúcar? -preguntó con las pinzas en el aire-. Y leche, ¿verdad? -añadió imitando a su madre, que siempre hacía esa pregunta con retintín, como deseando avergonzar por su voracidad a quien respondiese afirmativamente.

-¡No seas pelma! -rezongó Roger, que aún sentía la espinilla dolorida-. Sabes de sobra que quiero leche y cuatro terrones de azúcar.

El labio inferior de Violet se echó a temblar, pero con insólita firmeza aguantó sin dejarse avasallar.

-¿Un poquito más de leche, Stephen querida? ¿O lo prefieres sin leche? ¿Quizá solo con limón?

-¡Limón no hay, tonta del bote! -gritó Roger-. ¡O me das el té o te arrugo la cinta que llevas en el pelo! -Y agarró la taza que Violet le pasaba con una brusquedad que por poco la vuelca.

-Oh, oh! -chilló Violet-. ¡Mi vestido!

Por fin se sentaron  a merendar, sin paz, ya que Stephen observó que Roger la vigilaba; cada vez que se llevaba algo a la boca, notaba fijo en ella los ojos maliciosos del chiquillo. Y empezó a sentirse cohibida; tenía apetito, pues había comido poco en el almuerzo, pero no podía disfrutar del bizcocho. Roger, que devoraba como un lobo, no le quitaba los ojos de encima. Y de pronto, aquel cretino por poco se atraganta con la emoción de una repentina inspiración.

El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora