Capítulo I parte 2

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Anna Gordon amamantó a su hija, pero cada vez que le daba el pecho se afligía por causa de su marido, que tanto había deseado un hijo varón. Y al ver la congoja de su esposa, sir Philip disimulaba su desilusión y acariciaba a la recién nacida y examinaba con interés sus deditos.

-¡Qué manita!- exclamaba-. ¡Fíjate qué uñas tan perfectas, pequeñitas y rosadas!

Y Anna se enjugaba las lágrimas y cubría de besos la mano de su hija.

Sir Philip insistió en llamar a la niña Stephen; no sólo eso sino que se empeñó en bautizarla con ese nombre.

Anna expresó ciertas reservas, pero su marido se mantuvo obstinado, como solía hacer cuando reprobaba algún capricho. El vicario manifestó sin ambages que la elección le parecía un tanto insólita, de modo que para aplacarlo tuvieron que añadir carios nombres de mujer. La niña fue, pues, bautizada con los nombres de Stephen Mary Olivia Gertrude, y se desarrolló con rapidez, y al crecerle el pelo se vio que lo tenía caoba como el de sir Philip. Tenía también una diminuta hendidura en la barbilla, tan imperceptible que al principio parecía meramente una sombra, y al cabo de algunos meses, cuando sus ojos perdieron el azul que es propio de cachorros y otros retoños, Anna vio que iba a tenerlos castaños y le pareció advertir que la expresión era idéntica a la de su padre. En conjunto, era una niña tranquila, debido, sin duda alguna, a la robustez de su constitución. Después de aquella primera y enérgica protesta proferida en el momento de nacer, lloraba en muy contada ocasiones.

Era una felicidad tener una criatura en Morton y la vieja casona pareció dulcificarse a medida que la niña, que crecía día a día y aprendía ya a caminar, gateaba, se tambaleaba o tropezaba sobre aquellos suelos que tantas veces habían resonado con pasos de niños. Sir Philip llegaba de cazar embarrado hasta las cejas y sin quitarse siquiera las botas corría hacia el cuarto de jugar y allí se ponía a gatas para que Stephen se montase a sus espaldas. Y entonces, fingiendo que poseía una hermosa cornamenta, empezaba a encabritarse y a saltar de tal manera que Stephen no tenía más remedio que agarrársele al cabello o al cuello de la camisa y acababa golpeándole con la arrogancia de sus diminutos puños. Y atraída por aquella estrafalaria algarabía, Anna los encontraba de esa guisa y señalando las manchas de barro que salpicaban la alfombra, exclamaba:

 -¡Philip, Stephen, basta ya! Es hora de tomar el té -como si ambos fueran niños.

Y al oírla, sir Philip se levantaba y se desprendía de Stephen, después de lo cual besaba a la madre de Stephen.

El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora