Capítulo VII parte 1

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Poco después de la partida de mademoiselle Duphot se produjeron en Morton dos importantes innovaciones. La primera fue que para tomar posesión de la sala de estudio llegó la señorita Puddleton y la segunda que sir Philip se compró un automóvil. Se trataba de un Panhard, y causó gran excitación en la aldea de Upton-on-Severn. Los habitantes de los Midlands, con-servadores y reacios a toda novedad, se habían abstenido de adquirir aquellos artefactos, y por increíble que hoy parezca, a sir Philip se le consideró como una especie de pionero por haber acometido esa proeza. El Panhard era un monstruo de hombros altos y morro chato que poseía no sólo una voz de una estridencia rayana en la grosería sino un temperamento sujeto a bruscos cambios de humor. Sufría frecuentes accesos de aerofagia provocados por una bujía delicada de salud; sus asientos eran el colmo de la incomodidad y sus primitivas marchas, ruidosas y poco manejables, pero a pesar de todo lograba alcanzar una velocidad de unas quince millas por hora, siempre y cuando por la gracia de Dios y la del chófer no se hallase sumido en un inoportuno ataque de indigestión.

Anna tenía sus dudas respecto de la nueva adquisición. Era una de esas mujeres que, traspasado el umbral de la cuarentena, se hubiera contentado con seguir trasladándose plácidamente en carruaje y en verano en uno de aquellos encantadores cabriolés. Detestaba el aspecto que ofrecía tras aquellas enormes gafas que era preciso utilizar, detestaba verse obligada a atarse el sombrero, detestaba el pesado y masculino guarda polvo de grueso cheviot que sir Philip se empeñaba en que llevase cuando la invitaba a dar un paseo en automóvil. Aquellas cosas no eran para ella; ofendían su sentido de la estética, su preferencia por las prendas suaves y ceñidas, su instinto hacia los movimientos quedos, lentos y pacíficos, y su amor hacia lo femenino y favorecedor. Pues a los cuarenta y cuatro años Anna era todavía una mujer esbelta, su cabello oscuro no aparecía aún matizado de gris y sus ojos azules seguían conservando la transparencia y el candor que poseían cuando llegó de novia a Morton. Seguía siendo hermosa, y este hecho la alegraba en secreto a causa de su esposo. Ello no quiere decir que Anna ignorase su madurez; al contrario, la aceptaba con valentía y la llevaba con dignidad, por eso sus vestidos eran ahora de colores apagados, sus movimientos algo más comedidos y su mente más severa, disciplinada y precavida, excesivamente precavida tal vez; a medida que sus intereses se reducían, se estaba tornando cada día menos tolerante. Y el automóvil, objeto en sí mismo carente de importancia, sirvió para que cristalizase en Anna una cierta tendencia retrógrada así como un instintivo desagrado hacia lo insólito y un arraigado temor hacia lo desconocido.

El viejo Williams se mostraba abiertamente disgustado y hostil; consideraba que el automóvil representaba un ultraje hacia sus establos, aquellos inmaculados establos con sus caballerizas espaciosas, sus anchas trenzas de paja entretejidas con cinta roja y azul de talabartero y su hermoso patio barrido a todas horas del día. Llegó el Panhard y con él charcos de aceite en las losas, un aceite oscuro y apestoso que ni fregándolo a mano se quitaba; y un sinfín de extrañas herramientas invadieron la cochera, tan grasientas todas ellas que sólo de tocarlas se ponía uno las manos perdidas; y unas latas grandes de una sustancia que parecía vaselina negra; y neumáticos de recambio para los que había habido que clavar sabría Dios cuántos clavos en los preciosos travesaños de madera; y un banco con un torno para reparar las entrañas del motor, que con frecuencia tenían que ser examinadas en la sala de disección. Y de esa cochera había habido que expulsar a la tartana, que había sido arrinconada al lado del faetón, y todo para hacer sitio a aquel llamativo intruso y a su joven servidor. El joven servidor respondía al título de chófer, había llegado de Londres y vestía uniforme de cuero, Hablaba con acento de chulo londinense y esculpía ante Williams en el suelo de la cochera y luego restregaba el escupitajo con el pie.

-¡Nada de expectoraciones aquí, en mi cochera! -rugía Williams a punto de sufrir una apoplejía.

-No exagere, abuelo, que no estamos en la iglesia -respondía con desfachatez el recién llegado.

Había una guerra sin cuartel entre Williams y Burton; Burton, que manifestaba un inmenso desdén hacia los caballos.-Sus tiempos tocan a su fin, abuelo -comentaba constantemente-. Los caballos ya no sirven de nada; más le valdría hacerse chófer.

-¡Para que te enteres: antes prefiero morir que degradarme de ese modo! —gritaba el enfurecido Williams, que cogía tales enfados que se le atravesaba la comida y se encontraba mal, hasta tal punto que su esposa comenzó a preocuparse.

-No te obsesiones tanto, Arthur -le suplicaba-; nosotros ya somos viejos y el mundo progresa.

-¡Progresar! ¡Al infierno se está yendo! —replicaba Williams frotándose el estómago.

Por si fuera poco, la conducta de sir Philip era la de un colegial con un juguete nuevo; tanto era así que el viejo caballerizo más de una vez le había atrapado tumbado en el suelo de la cochera, con los pies emergiendo de debajo del capó del automóvil; y cuando de allí salía, tenía las mejillas, el cabello y hasta la punta de la nariz tiznados de hollín. Su aspecto era espantoso y como le decía luego Williams a su mujer:

—Era terrible verle tan manchado. El, un caballero siempre tan aseado, vestido con una asquerosa chaqueta de cuero de ese Burton, que me miraba y se reía en silencio del señor, porque éste no le veía, y el señor diciéndole a Burton en un tono la mar de familiar: «¡Me parece que hay algo que no funciona con el tubo de escape!» Y Burton contradiciéndole: «Es el pistón». con un descaro que para qué.

Stephen no se mostraba menos excitada con el automóvil que su padre. Stephen trabó amistad con el execrable Burton y Burton, que ansiaba obtener aliados, pronto empezó a enseñarle el funcionamiento de las distintas piezas del motor; también le enseñó a conducir, con autorización de sir Philip, y salían los tres juntos, dejando atrás a Willians, que echaba chispas al ver desaparecer al automóvil.

—¡Y tan buena amazona como es! -gemía, frotándose desconsolado la barbilla. 

No es exageración afirmar que Williams se sentía destrozado; era como un niño viejo, infeliz y desdichado, presa de infantiles arranques de mal genio, rabietas y amenazas que profería entre un rechinar de encías desdentadas. Y todo por nada pues sir Philip y su hija tenían en los huesos la pasión por los caballos, y además estaba Raftery, y Raftery, amaba a Stephen, y ésta amaba a Raftery.

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⏰ Última actualización: Apr 22 ⏰

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