Capítulo II parte 2

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A partir de aquel momento, Stephen penetró en un mundo completamente nuevo que giraba sobre un eje llamado Collins.

Un mundo repleto de constantes y emocionantes aventuras, un mundo henchido de júbilo, de alegría, de indecible tristeza, un lugar muy hermoso en el que revolotear como una polilla que corteja a la llama de una vela. Los días subían y bajaban, semejantes a un trapecio que se remota hacia las copas de los árboles para descender hasta rozar el suelo, rara vez deteniéndose a mitad de camino. Y con ellos viajaban Stephen, agarrada al columpio, despertándose por las mañanas con un estremecimiento de emoción, esa clase de emoción que por norma correspondía exclusivamente a los días de cumpleaños, a la mañana de Navidad y al acontecimiento de asistir a la función de pantomima que se celebraba en Malvern. Abría los ojos y saltaba de la cama, demasiado soñolienta todavía para recordar por qué estaba tan contenta; y entonces se materializaba el recuerdo y sabía que era porque ese día iba a ver a Collins. La sola idea la hacía zambullirse en la bañera y arrancarse con las primas los botones del camisón y limpiarse las uñas con tanto vigor que se las despellejaba.

Empezó a prestar poca atención a las lecciones, a mordisquear el lápiz a mirar por la ventana o, cosa mucho peor, a no escuchar nada que no fuesen los pasos de Collins. La señora Bingham le propinaba palmetazos en los dedos, la enviaba a un rincón, la privaba de confitura, todo sin resultado; Stephen sonreía y ocultaba con más fuerza su secreto: merecía la pena ser castigada por causa de Collins.

Comenzó a mostrarse nerviosa y no había forma de lograr que permaneciera sentada y quiera, ni siquiera cuando la niñera le leía en alta voz. Antes le gustaba que le leyeran cuentos, sobre todo los de algunos libros que narraban las hazañas de ciertos héroes, pero ahora esas historias espoleaban de tal modo su ambición que ansiaba protagonizarlas. Ella, Stephen, anhelaba se Guillermo Tell, o Nelson, o todo el escuadrón que llevó a cabo la Carga de Balaclava, y ello conducía a un desaforado saqueo de baúl de los disfraces del cuarto de jugar, a un rebuscar de prendas antaño empleadas en charadas, a mucho alborotar, a largos contoneos, poses y pavoneos ensayados interminablemente ante el espejo. A eso seguía un intervalo de caos general, durante el cual el cuarto de jugar parecía haber sufrido la devastación de un terremoto, con todas las sillas y el suelo cubiertos de prendas sueltas que Stephen había desenterrado para luego descartar. Una vez disfrazada, se alejaba caminando majestuosa, haciendo perentoriamente a un lado a la niñera, para dirigirse, como siempre en busca de Collins, lo cual la obligaba a veces hasta bajar el sótano.

-¡Pero qué guapísima está! -exclamaba. Y luego llamaba a la cocinera-: ¡Venga aquí, señora Wilson! ¿No encuentra usted que la señorita Stephen parece ser extremadamente un chico? ¡Un chico tiene que ser, con esos hombros y esas piernas larguiruchas que tiene!

-Pues claro que soy un chico -replicaba Stephen muy seria-. Soy Nelson cuando era joven y me pregunto: «¿Qué es el miedo?» ¿Sabes una cosa, Collins? Debo ser un chico porque siento lo mismo que un chico, siento igual que el joven Nelson del cuadro que hay arriba.

Collins se echaba a reír y también se reía la señora Wilson. Y cuando Stephen se marchaba, se ponía ambas a charlar y Collins comentaba:

-Que niña tan extraña. Siempre disfrazándose y haciendo ver lo que no es. Qué rara.

Pero la señora Wilson no ocultaba su desaprobación.

-Tonterías, eso es lo que hace, tonterías impropias de una señorita. La señorita Stephen es distinta de las demás niñas. No tiene finura ni delicadeza. Qué lástima.

En otras ocasiones, sin embargo, Collins se mostraba malhumorada y ya podía Stephen disfrazarse del Nelson pues no había nada que hacer.

-Mire, no me moleste, señorita, tengo que atender a mi trabajo -decía, o bien-: Váyase con la niñera; sí, ya sé que es un chico, pero ahora tengo mucho quehacer. Corra, márchese.

El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora