Capítulo II parte 3

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Tras el incidente de la bursitis, Collins se tornó mas afectuosa, no podía si no experimentar un nuevo interés hacia la niña a quien ella y la cocinera calificaban ahora de «rara», y Stephen gozó de muchos mimos subrepticios y su amor hacia Collins aumentaba día a día.

Era primavera, la estación de las dulces emociones, y Stephen por primera vez fue consciente de la florida estación. De manera callada e infantil percibía su fragancia; tener que quedarse en casa la irritaba y añoraba las praderas, las colinas blancas de flores de espino. Si con la actividad de la juventud su cuerpo estaba perpetuo movimiento, su mente permanecía inmersa en una especie de vaporosa neblina, sensación para la que no hallaba palabras por más que intentaba explicársela a Collins. Porque todo estaba relacionado con Collins aunque ésta directamente no interviniese; no era algo que tuviera que ver con la risueña sonrisa de Collins, ni con sus manos enrojecidas, ni siquiera con sus ojos, que eran azules y muy atractivos. Y, sin embargo, al mismo tiempo, todo cuanto era Collins, la Collins de Stephen, formaba parte de aquellos días largos y cálidos, de aquellos crepúsculos que duraban hasta mucho después de que a Stephen se le ordenase acostarse; formaban parte, aunque Stephen lo ignorase, del despertar infantil de sus percepciones. Aquella primavera, por primera vez, se estremeció al oír el canto del cuclillo, canto que escuchaba callada, con la cabeza ladeada, para no perder ni una nota de aquella lejana llamada, destinada durante toda la vida de Stephen a conservar íntegro su poder de seducción,

Había momentos en que deseaba alejarse de Collins y otros en los que ansiaba con indecible intensidad hallarse a su lado, anhelando forzar la respuesta que su amor solicitaba y que rara vez, por fortuna, obtenía.

Pues constantemente le decía:

-Te quiero mucho, Collins, muchísimo. Te quiero tanto que tengo ganas de llorar. 

Y Collins le contestaba:

-No digas bobadas, señorita Stephen -cosa irritante, tan irritante que a veces Stephen, enrabiada, le propinaba un empujón al tiempo que le declaraba:

-Eres odiosa, Collins. Te detesto.

Fue entonces cuando Stephen adoptó la costumbre de permanecer despierta por las noches con el fin de deleitarse construyendo fantasías, imágenes de ella y Collins compartiendo toda suerte de placenteras situaciones. A veces se veía paseando con Collins por el jardín, cogidas ambas de la mano, o deteniéndose en la ladera de una colina a escuchar el canto del cuclillo; otras veces navegaban por la anchura de un mar intensamente azul en una extraña barquita dotada de una vela triangular como la que ilustraba uno de sus cuentos. En ocasiones imaginaba que vivían solas en una humilde casita, un molino con techumbre de paja -como el que había a corta distancia de Upton-, acodado a orillas de un riachuelo cuyas impetuosas aguas resonaban con unos gorgoteos que parecían hablar; otras veces flotaban hojas secas en la corriente. Esta última imagen era muy acogedora y aparecía cuajada de detalles, hasta el punto de que veía la pareja de perros de loza roja que adornaban los dos extremos de la repisa de la chimenea y oía el tictac del reloj de pared, que resonaba en toda la habitación. Collins estaba sentada junto al fuego; se había quitado los zapatos y exclamaba: «¡Qué hinchados tengo los pies! ¡Cuánto me duelen!» Y entonces Stephen se dirigía a la cocina y cortaba un par de rebanadas de pan que untaba con mantequilla -rebanadas como las que se servían en el salón, finas y con mucha mantequilla- y preparaba el té para Collins, que lo prefería fuerte de sabor y muy caliente, hirviendo casi, por lo que para beberlo, una vez llena la taza, vertía un poco de té en el plato. En esa imagen era Collins quien hablaba de amor y Stephen la que con dulzura preñada de firmeza la reprendía: «Vamos, vamos, Collins, no seas tonta. Dices unas cosas raras». Y sin embargo, mientras pronunciaba esas palabras, anhelaba decirle lo maravilloso que le parecía todo, tanto que sólo podía compararlo al perfume de la madreselva, tan dulce, o al olor del heno recién segado en un campo bañado de sol. Y quizá llegaba a decírselo, ya muy al final, justo antes de que se desvaneciera la visión.



El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora