Capítulo VI parte 4

17 1 1
                                    

Fueron aquéllos unos días felices y espléndidos, cuajados de logros infantiles, que, por desgracia, transcurrieron veloces, dando paso a las estaciones y con ellas al invierno en que Stephen cumplió catorce años.

Una tarde de enero inundada de sol, mademoiselle Duphot se hallaba en la sala de estudio enjugándose los ojos; lloraba por tener que separarse de su amada Stévenne, por tener que ceder su puesto a una rival capaz de enseñar latín y griego... Volvería a París, la pobre mademoiselle Duphot, a cuidar de su anciana Maman.

Entretanto Stephen, jovencita larguirucha y de facciones angulares, se hallaba en el estudio ante su padre. Estaba de pie, inmóvil a excepción de la mirada, que constantemente se dirigía a la ventana, hacia el sol que parecía invitarla a salir al exterior. Vestía pantalones y botas de montar y sus pensamientos se hallaban con Raftery.—Siéntate -le dijo sir Philip con tal seriedad en la voz que los pensamientos de Stephen regresaron de Golpe-. Hemos de hablar de este tema, Stephen.

-¿De qué tema, papá? —balbuceó ella sentándose con brusquedad.

-De tu holgazanería, hija mía. Ha llegado el momento de tomar una determinación, tanto juego y tan poco estudio harán de ti una inútil.

Stephen colocó sus manos, grandes y bien proporcionadas, en las rodillas y se inclinó hacia adelante para escrutar el rostro de su padre, en cuyos ojos y labios percibió una resuelta firmeza. Y de pronto se inquietó, como un potro que se niega a que le pongan la brida.

—Hablo francés —replicó-, lo hablo como una nativa, y sé leerlo y escribirlo tan bien como mademoiselle.

—Y aparte de eso sabes muy poca cosa —declaró su padre-. No es suficiente, créeme, Stephen.

Y se produjo un largo silencio, durante el cual ella se golpeaba las pantorrillas con la fusta y él reflexionaba sobre su hija. Y entonces el padre dijo con gran dulzura en la voz:

—He meditado mucho sobre este tema, he pensado mucho en tu educación, Stephen, y quiero que poseas la misma formación y las mismas ventajas que le daría a mi hijo... en la medidade lo posible, claro está -añadió, apartando la mirada de Stephen.

-Pero yo no soy tu hijo, papá -repuso ella con mucha lentitud,  y al decir estas palabras notó que el corazón se le encogía y experimentó una tristeza que no había sentido desde que erauna niña.

Al oír estas palabras, su padre la miró con mucho amor en los ojos, con amor y un algo más que parecía compasión, y las miradas de ambos se entrecruzaron, permanecieron unidas uninstante y aunque ninguno de los dos pronunció palabra, bastaron para trasmitir sus sentimientos. Los ojos de Stephen se nublaron y por temor a las lágrimas que pudieran derramar los mantuvo bajos, absortos en la contemplación de sus botas. Y, advirtiéndolo, su padre continuó hablando, como deseoso de disimular la turbación de su hija.

—Tú eres todo lo que tengo. Tú eres el hijo que tengo. Tú eres mi única descendiente -le dijo-. Ya sé que eres fuerte y valiente, pero además quiero que seas instruida; es por tu propio bien, Stephen, porque la vida, aun cuando vayas a tenerla muy holgada, exige una gran formación. Quiero que aprendas a gozar de la amistad de los libros; quizá los necesites algún día, puesto que... -aquí vaciló-, puesto que tal vez la vida no te resulte fácil. Vivir no es fácil para nadie y los libros ayudan, son buenos amigos. No pretendo que dejes la esgrima, la gimnasia ni la equitación, pero sí quiero que te entregues a esas actividades con mayor moderación. Hasta ahora has desarrollado tu cuerpo: ahora te toca desarrollar la mente. Deja que tu mente ytus músculos en lugar de estorbarse se ayuden. Es factible, Stephen; yo lo he hecho y en muchos aspectos tú eres muy parecida a mí. Ya ves que te he educado de manera muy distinta a la mayoría de las niñas; sólo tienes que pensar en Violet Antrim. Reconozco haberme mostrado indulgente, pero no creo haberte criado entre algodones. Si no te he mimado, es porque tengo en ti una confianza absoluta y en lo que a ti respecta también confío a ciegas en mi propio juicio. Pero ahora tienes que demostrarme que mi juicio ha sido certero, mejor dicho, tenemos quedemostrarlo ambos, a nosotros mismos y a tu madre, que ha hecho gala de una paciencia de santa con lo insólito de mis métodos. Pero ahora ella va a ser juez de mi actuación y para salirairoso voy a necesitar de toda tu ayuda. Ayúdame, Stephen, porque si fracasas tú, fracaso yo y nos hundimos juntos. Pero sé que no fracasaremos; sé que cuando llegue la nueva institutriz, trabajarás en serio para ser de mayor una mujer instruida y formada. Tienes que hacerlo, querida mía; te quiero tanto que no puedes decepcionarme. -Le tembló un poco la voz y extendiendo la mano ordenó-: Ven aquí, Stephen. Mírame a los ojos y contéstame: ¿Qué es el honor, hija mía?

Y ella, contemplando aquellos ojos preocupados e interrogativos respondió con toda sencillez:

—El honor eres tú.

El Pozo De La SoledadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora