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Incandescente y esporádica.

Dos palabras que describían una memoria que volvía a diminutos lapsos de tiempo para azorar a quien poseía la desgracia de haber sobrevivido a su propio crimen.

Agustín Hessler no lograba evocar sus razones para haber asesinado a veinte de sus compañeros y tres profesores durante una presentación de música en el colegio. Aunque recordaba emanar un sentimiento de animadversión hacia ellos, no lograba encontrar la motivación que desembocó en su pérdida de memoria, su arresto domiciliario y la herida de bala que lo obligaba a usar un cabestrillo para inmovilizar su brazo derecho.

— Intenta recordar, Gusy —le pidió su padre el día que lo trasladaron del hospital a su casa—. Nada de la situación está a tu favor, sólo estás tú.

¿Cómo se supone que se iba a defender, si lo encontraron delirante sobre un charco de sangre compuesto por la suya y la de otros?

Inmediatamente lo declararon culpable sin detenerse a esperar por una respuesta de Agustín o de algunos testigos. Ante la comunidad local, Agustín Hessler era un psicópata que no merecía obtener el perdón. Sin embargo, en medio de todo es tumulto de gente que lo condenaba, se encontraba su padre. Él parecía creer en su inocencia. Él le otorgaba la oportunidad de probar que el mundo estaba equivocado.

No obstante, un par de letras llamativas que conformaban un cartel ubicado al otro lado de su ventana, captaron toda su atención. En él lo llamaban asesino y le suplicaban volver a ser el niño adorable que era cuando fueron amigos.

¿Acaso Agustín conocía a la persona que vivía en ese lugar? ¿Acaso tuvieron una amistad que culminó en algún momento que no podía recordar? ¿Acaso también lo había asesinado a él?

Las interrogantes eran muchas y las respuestas simplemente no existían.

El único contacto que podía tener era con su padre y este, por obvias razones, no le dijo la identidad de sus víctimas. Sin embargo, tras dos días de incertidumbre, los nombres de quienes pudieron perecer por su mano comenzaron a rondar nimiamente sus pensamientos.

La música era otro elemento que le disgustaba.

No tenía permitido establecer contacto con nadie, por lo que su método contra el hastío de la vacía soledad consistía en escuchar música. Agustín admitía que poseía un buen gusto al escuchar a Pink Floyd, pero se cuestionaba la razón por la que existía una lista titulada "errónea ubicación" entre su música favorita. Además, ¿por qué mataría a los asistentes a una presentación de música? ¿Por qué necesariamente a veinte compañeros y no a toda la comunidad estudiantil?

Agustín Hessler se cuestionaba a sí mismo su capacidad de razonamiento, pues, según lo que había alcanzado a escuchar fugazmente mientras estaba en el hospital, él no había intentado suicidarse como hacían todos los perpetradores de asesinatos estudiantiles. Probablemente por eso le otorgaron un trato distinto.

De todas formas, Agustín se colocaba los auriculares por la noche y le permitía a la extraña combinación musical llenar sus pensamientos, bifurcar sus ideas y tergiversar su realidad.

La lista de reproducción, el cartel y la nota de caligrafía bonita suscitaban, más que erradicar, dudas importantes en torno al hueco obsoleto que habitaba en su mente.

No obstante, mientras luchaba por esclarecer su culpabilidad debía admirar la letra cuidadosamente plasmada sobre un viejo póster de una banda de rock, donde le apodaban "sociópata depresivo".

— Tomará un tiempo debido a la inflamación en la corteza prefrontal, que es lugar donde se almacenan los recuerdos que nuestra memoria a corto plazo genera —les dijo la doctora que le dio la última revisión antes de salir del hospital—. Tus lóbulos temporales también resultaron dañados, así que necesitarás de paciencia para poder recordar lo sucedido ese día.

— ¿Qué día? —Indagó, pero cuando la doctora movió los labios y gesticuló su respuesta, Agustín no la escuchó a ella, sino a la voz pueril que comenzó a rondar su mente.

— Te lo he dicho ya, Gusy —se quejó alguien sin rostro, aunque con tono irritante—. En dos semanas —añadía la voz que se desaparecía a pesar de que no había terminado de hablar.

Era un recuerdo muy difuso.

— El dieciocho de octubre —fue la respuesta que escuchó de la doctora—. Dentro de dos días, habrá pasado un mes. Estuviste inconsciente por tres días, tu operación se complicó, después reaccionaste y volviste a caer en la inconsciencia. Me sorprendió que siguieras vivo tras el traumatismo que sufriste.

Al menos ella se preocupó por su salud y no por su culpabilidad. El resto, en cambio, pidió un castigo severo para él, aunque no se conozca el verdadero contexto en que se sucedieron los hechos.

No obstante, para Agustín Hessler no existía peor castigo que saberse asesino de personas que no recordaba, además, la entremezcla de sensaciones que desprendía al intentar resolver ese enigma de odio oculto en su cerebro era atosigante al comprender que no tenía mucho tiempo para hacerlo.

Era veinte de noviembre y en diez días cumpliría dieciocho años.


El lado equivocado del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora