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Recordaba haber colocado la brújula en el centro del manubrio de aquella bicicleta verde que su padre le compró para su noveno cumpleaños.

La permanencia de aquel objeto en un lugar especial para Agustín únicamente tuvo una durabilidad de noventa y cinco días. En ese lapso, Gusy aprendió la prioridad del amor maternal sobre un cariño infantil.

Sin embargo, antes de deshacerse de la brújula y el sentimiento, compartió con Eloísa Marzak breves momentos que quedaron en pausa por varios años.

Si algo describía a Eloísa eran su insistencia inacabable, su carácter hostigoso incesante y esa sonrisa tímida. Probablemente por eso Agustín Hessler cedió a sus saludos matutinos, a sus palabras afables y sus perspectivas optimistas.

No obstante, debió estar sumamente idiotizado por esa niñita de vestidos vetustos, antejos redondos y ojos celestes como para permitirle subir a su vehículo infantil personal.

En su defensa siempre utilizaría el argumento de que ya era muy tarde aquella mañana, que el cielo amenazaba con una lluvia y que nada le costaba llevar a Eloísa con él después de que Hassan la hubiera empujado en la acera para evitar tener que hacerle compañía.

— ¿Tu hermano siempre te trata así? —Le cuestionó Agustín al detener su bicicleta frente a ella.

Eloísa seguía sentada sobre el césped mal cortado de su hogar tras perder el equilibrio por el empujón que Hassan le proporcionó.

La ventisca era fresca y probablemente las medias que usaba no la protegieran del clima, además de que estaban ligeramente rotas.

Agustín intentó no mirarla porque la vergüenza es un sentimiento que nunca es agradable mostrar, así que le dio a Eloísa el tiempo y la privacidad para responder.

— Él es bastante agradable en ocasiones y me quiere, a su manera, pero me quiere —le respondió ella y fue imposible intentar rebatir esa afirmación cuando le dedicaba una sonrisa risueña y una mirada rebosante de ilusión—. Me disculpo por no haberte dado un obsequio, pero...

— No siempre tienes que dar un obsequio —la interrumpió—, a veces basta con palabras —aseguró al darle su mano para ayudarla a levantarse—. Se te hará tarde —murmuró cuando Eloísa comenzó a caminar y él la siguió.

— Lo sé, pero ya que le puedo hacer.

¿Hizo lo correcto al decirle que subiera a su bicicleta? ¿Su motivación era la compasión o el hecho de que quería hablar con ella, pero no sabía cómo? ¿Cuál era el nombre preciso de aquella sensación que lo poseyó cuando Eloísa Marzak se sujetó de sus hombros durante el trayecto a la escuela?

Aquella decisión desencadenó que cada día escolar ambos se marcharan juntos.

A su madre le hizo sonreír el gesto de Agustín y, ¿a su padre?

Él raramente opinaba sobre la convivencia de su hijo y Eloísa, aunque tampoco se oponía. Simplemente le pasaba desapercibida.

— Tu peinado es lindo —le susurró Agustín una mañana de febrero.

Ella llevaba dos moños altos y un flequillo que cubría levemente sus ojos celestes. Él, en cambio, se había cortado el cabello recientemente y llevaba una gorra que le protegiera del frío.

— Gracias, Gusy —dijo, sin un sonrojo, sin pena y sin una demostración de que sintiera afecto por él—. Tú también te ves guapo hoy.

Él sí sintió vergüenza.

Las niñas no piropeaban, sólo sonreían. Ellas no eran generadoras de sentimientos extraños, únicamente eran molestas hasta el cansancio.

Los niños y las niñas no podían ser amigos, sino que estaban destinados a ser rivales hasta la eternidad. Al menos eso se aseguraba Agustín Hessler cada ocasión que sentía una mezcolanza interior y exterior por culpa de Eloísa Marzak.

— Eres el único amigo que tengo que no se avergüenza de hablarme por mi familia —manifestó Eloísa una mañana mientras iban a la escuela caminando debido a la nevada anterior.

Agustín sintió la manera incesante en que sus manos producían sudor, lo cual no era posible porque el clima era fresco.

— Tú eres la única amiga que me hace compañía al ir a la escuela —musitó en un intento de mantener la conversación viva.

Eloísa rio.

— Es porque soy tu vecina —ironizó al detenerse para cruzar la calle.

Pero había algo más.

Agustín quiso hacérselo saber, pero sólo pudo sonreír débilmente y asegurarse que su mente estaba equivocada, pues los niños no se enamoran. 

El lado equivocado del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora