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Su padre le pidió dormir antes de marcharse, pero Agustín Hessler se mantuvo despierto y esperó hasta la medianoche para recolectar información que su progenitor pudiese ocultarle. Aunque estaba solo en la casa, veía la precaución como elemento importante para lograr su cometido sin que su padre se enterara.

Incluso, con la soledad y el silencio nocturno que lo envolvía, se sentía como un niño pequeño a punto de realizar un acto prohibido y la sensación se expandía desde su nuca por toda la espina dorsal.

No encendió la luz, pues seguramente la patrulla de vigilancia notaría ese movimiento. En su lugar, utilizó una lámpara de mano que encontró en uno de sus cajones y se dispuso a revisar los lugares donde su padre podía guardar documentos importantes.

Agustín revisó sobre el estante que había en la habitación, pero únicamente halló recetas médicas que ya habían expirado hace mucho. Intentó averiguar lo que guardaba en los cajones y removió, con mucho cuidado, las prendas que en él yacían para revisar que no hubiera nada debajo de ellas. También trató con la cama. Sin embargo, debido a que sólo su brazo inútil podía ayudarlo, terminó empleando las piernas para poder mover el colchón de su base. Ese movimiento fue el más tardado de todos.

Cuando al fin pudo mover el colchón, éste provocó la revelación de varios papeles cubiertos. Algunos cambiaron de color, eran viejos, mientras que otros aún conservaban el tono blanco característico de los documentos formales.

Agustín sujetó un puñado de éstos y acomodó la lámpara en el hueco que habitaba entre el cabestrillo y su mano, para poder iluminar las palabras que se plasmaron en ellos.

— El alcoholismo en su sangre sobrepasaba los límites establecidos —leyó en voz baja con la ayuda de la tenue luz que le iluminaba—. El sujeto, Osías Marzak, conducía a ciento cincuenta kilómetros por hora en una avenida con límite de noventa kilómetros —prosiguió a la vez que un incontrolable sentimiento de nostalgia se apoderó de su ser.

Agustín volvió a sentirse como un infante de nueve años que regresa de la escuela cansado, hambriento y emocionado, pero que, en lugar de ser recibido por la afable sonrisa maternal obtuvo la mirada desorientada de su padre y las palabras solemnes de un par de oficiales de policía.

Ahora podía recordarlo con exactitud.

Al rostro alegre de su madre, sus ojos grises briosos y la sonrisa que siempre le esperaba, se unió el conocimiento de su muerte.

Fue un cinco de marzo del dos mil nueve, lo tenía tatuado en su cuerpo desde hacía tres años y en su mente desde los nueve años, Agustín venía de la escuela en su bicicleta; había sido su regalo de cumpleaños. Él creía que la rapidez que ese vehículo le proporcionaba lo convertía en el ser más veloz del vecindario, pero aquel día hubiera preferido tomar el autobús como el resto de los niños y llegar después de que la policía se marchara de su hogar.

Agustín se quedó con su padre observando la manera seria en que los hombres se subían a su patrulla y se alejaban de la acera de su hogar.

— ¿Dónde está mi mamá? —Cuestionó de manera inocua.

Ella siempre le recibía cuando llegaba del colegio, le sonreía y le cuestionaba cómo había ido su día.

— Agustín...

Su padre no podía ni pronunciar su nombre y Agustín no entendió con rapidez el cambio emocional que su padre presentaba.

No fue hasta que se sentó para comer que el infante logró hilvanar la ausencia de su madre y la presencia policiaca que tuvo lugar en su casa.

— Mamá... ¿Mi mamá está en prisión?

Ojalá la respuesta hubiera sido que sí.

No obstante, la realidad era distinta.

Su madre no volvería tras cumplir una condena que algún juez le dictó, sino que ella ya no volvería a sonreírle ni a mirarlo con amor.

Su madre estaba muerta.

Su madre había sido asesinada.

— Fue un accidente —había murmurado el hombre que estaba en una celda. Su rostro compungido parecía sincero. Incluso en sus ojos marrones había un sentimiento de culpabilidad con el que luchaba—. Agustín, Sean, lo lamento. Yo no tuve la culpa, yo sólo estaba...

— Estabas ebrio, Osías —lo interrumpió su padre y Agustín nunca había visto a su progenitor tan execrable por ningún otro asunto—. ¡Ebrio a las diez de la mañana!

Agustín recordaba la manera en que un oficial lo sacó del lugar porque su padre se había levantado molesto para empujar al hombre que había puesto un fin anticipado a la vida de su madre.

— No quiero que te involucres con sus hijos —le advirtió el hombre que parecía una copia del que fuera su padre cuando regresaron del funeral de su madre—. Te vi hablando con Hassan. No lo quiero en mi casa, así que apartarte de ese niño.

Agustín se había quedado en silencio observando por la ventana de su habitación mientras su padre le daba a conocer su nuevo estatus social.

— Pero ellos no hicieron nada —susurró al contemplar la llegada de alguien a la estancia que se hallaba al cruzar la barda que dividía los terrenos de ambos hogares.

— Son sus hijos —alegó su progenitor—. Heredaron la malicia del padre —explicó al bajar las cortinas que adornaban su ventana—. Si te veo charlando con alguno de los niños Marzak, te irá muy mal, Agustín.

El niño azorado por la falta de su madre se quedó contemplando por la ventana, intentando que su capacidad visual pudiera filtrar los hilos que conformaban la tela de la cortina azul que colgaba.

¿Por qué su versión infantil tenía que pagar las consecuencias del odio que suscitaban los adultos? ¿Pudo eso interferir con el asesinato que cometió?


El lado equivocado del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora