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Eloísa Marzak era fanática de la danza. Agustín la había visto practicar en la escuela y también por las noches cuando mantenías las cortinas abiertas y la luz encendida.

Además de una patética bailarina, también era retraída, insegura y temerosa. Ella generaba emociones muy contradictorias a las que su hermano mayor suscitaba. La gran mayoría le tenía estima y algunos simplemente sentían compasión por ella.

Agustín Hessler era la excepción. Él no sentía absolutamente nada por ella.

La primera vez que entablaron conversación había sido un día de principios de noviembre, cuando las rosas rojas que habitaban en el jardín comenzaban a marchitarse. El día era gélido y el cielo amenazaba con una tormenta.

— Son de tu mamá, ¿verdad? —Había inquirido la niña con muchísima inseguridad.

¿Tanto miedo sentía de Agustín o sus emociones eran igual de inestables que el clima?

— ¿Qué quieres?

Quizá su respuesta no era lo que Eloísa Marzak esperaba, pero la niña le sonrió.

¿Cómo debes responder a una sonrisa?

Agustín sólo mostro indiferencia.

— ¿Puedo comprarte una flor? —El titubeo había desaparecido, la sonrisa se mantuvo y en sus ojos apareció un brillo extraño—. Tengo dos dólares —le aseguró al mostrarle el dinero.

¿Quién compraría flores marchitas en el preludio del invierno?

Agustín le dijo que se marchara, pero la niña regresó al día siguiente y al siguiente de ese hasta que al fin obtuvo la rosa que tanto quería, pues su madre sí le entregó la rosa sin pedirle nada a cambio.

Al menos Eloísa tenía persistencia. Quizás esa cualidad suya la mantuvo cuerda durante toda su vida y la auxilió cuando más lo necesitó. Probablemente su perseverancia la ayudaba cada ocasión que su padre llegaba ebrio a casa.

En la escuela, Agustín solía pasar de ella. Eloísa no era la mejor la alumna, pero tampoco era tan tonta como su hermano. La aspirante a bailarina por lo menos se esforzaba en sus estudios y mantenía un comportamiento adecuado en relación con las normas de conducta establecidas por los adultos.

Sin embargo, Agustín raramente le hablaba, la veía o mostraba interés en la insoportable niñita boba que cada noche ensayaba pasos de baile que erraba constantemente. Ni siquiera se molestaba en saludarla cuando sus amigos intercambiaban palabras con ella.

Incluso la ignoraba todas las mañanas durante el recorrido a la escuela. Agustín no volteaba verla, no le hablaba. Simplemente omitía su existencia.

No obstante, las noches eran diferentes.

La penumbra nocturna cubría sus espionajes detrás del cristal de sus ventanas. Desde su escondite, Agustín contemplaba la manera en que los pasos titubeantes de Eloísa Marzak se transformaban en movimientos suaves, seguros y transmisores de emociones que Agustín no comprendía.

En la danza, Eloísa se convertía en alguien distinto. Dejaba de ser la niña insegura y aparentaba ser una persona tenaz.

— ¿Tan mal te cae, Gusy? —Le cuestionó su madre una mañana que vio el comportamiento álgido que mostró con la pequeña—. Eloísa quiere ser tu amiga.

— Yo no quiero que sea mi amiga —declaró Agustín como si hubiera sido víctima de una gran afrenta.

— Entonces, ¿qué quieres que sea? —Preguntó su madre con una extraña sonrisa adornando su rostro.

— Nada. No quiero que sea nada —afirmó Agustín Hessler, dando inicio a una falacia que incrementaría con los años—. Tampoco quiero que la invites a la cena de acción de gracias.

Desafortunadamente, su madre hizo caso omiso a su petición y llevó a los niños Marzak a cenar a su hogar.


El lado equivocado del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora