6

37 5 5
                                    


El reporte de la muerte de su madre y de la condena a la que se sometió Osías Marzak quedó nuevamente oculto tras los otros documentos que su padre almacenaba como resultado de un sentimiento de odio que seguía reteniendo en su corazón.

Ahora Agustín podía enlazar el nombre de Hassan y Osías, pero seguía faltando la muchacha de ojos celestes y rizos castaños. Ella permanecía como un enigma sin interpretación.

Todo lo que Agustín Hessler podía recordar de ella era su voz infantil, sus rizos castaños y sus ojos celestes que se ocultaban tras unas gafas anticuadas. Además de que probablemente era bailarina por las cosas de baile sobre las que hablaban en sus recuerdos. Lo que podía ponerla en la escena del crimen que Agustín pudo suscitar.

— Lo siento, no puedo hablar contigo —recordó haberle dicho a alguien mientras se subía a su bicicleta para ir al colegio.

Tal vez debió decirle que no era cosa suya, sino de su padre. No obstante, se mantuvo en silencio.

— Pero somos amigos, Gusy, los amigos se hacen reír cuando están tristes —le dijo alguien cuando se alejó.

A Agustín le hubiera gustado quedarse con aquel no que no recordaba con claridad en lugar de marcharse con su melancolía, pero su padre se lo advirtió. No debía establecer contacto con ninguno de los niños Marzak.

«Los niños no son malos —pensó mientras intentaba acomodar el colchón nuevamente—. Son personas incomprendidas».

Fue ese pensamiento el que propició otro recuerdo.

— La infancia es una ilusión. Nada en esa etapa es real. Todo es un cuento mágico que se termina cuando llegas a la adolescencia. Ahí las cosas empeoran y jamás mejoran —expresó la muchacha que tenía delante de él—. A veces soy tan aburrida —le dijo con una sonrisa que le mostró por primera vez los aparatos dentales que llevaba en los dientes.

Ese ambiente era distinto. No existían bosques o armas de cacería. Tampoco intervenía una cama y caricias precoces. Solo eran dos jóvenes parados en la azotea de su recinto escolar a altas horas de la noche.

— La vida es aburrida —comentó él con la brisa nocturna cobijándolos.

— Aburrida. Fugaz. Abstracta. Sin tiempo para despedidas —enumeró la muchacha, que poco a poco adquiría una forma en sus pensamientos, al perder la sonrisa, pero conservando la mirada cándida y celeste—. Hassan me está esperando y tengo que irme.

Agustín únicamente la observó dar los pasos que conducían a la escalera que usaron para llegar a la azotea y que los llevaría a los pasillos del instituto nuevamente. No estaba seguro de que ese fuera el método que usaron para llegar a ese sitio, pero sí sabía que era la manera en que se marcharían.

— Hassan debe estar ebrio —le advirtió Agustín ligeramente nervioso en aquel instante—. Yo puedo llevarte.

La muchacha castaña rio y sus rizos se agitaron ligeramente sobre su pecho.

¿Era bonita o su recuerdo la hacía lucir bonita? ¿Qué tan bonita puede ser una muchacha con peinados anticuados, anteojos vetustos y aparatos dentales de colores chillantes?

A los ojos de Agustín Hessler, ella era hermosa. Eso no cambiaba ni siquiera por no recordarla de manera perfecta.

— ¿No le molestará a tu novia? —Le cuestionó al cruzarse de brazos. ¿Acaso él tenía una novia que no fuera ella? Eso no era posible, Agustín sólo estaba interesado en ese fantasma que no recordaba—. He escuchado que Philipa es ligeramente atemorizante.

¿Philipa? ¿Quién carajos era Philipa?

El único nombre que le interesaba era el de ella.

Agustín Hessler habría estado satisfecho de averiguar si realmente pudo llevar a esa muchacha a donde sea que se dirigía o si simplemente se quedó en aquella azotea por el temor a que su novia actuara en contra de quien realmente quería.

Pero ¿qué relación tenía Hassan con ellos?

Agustín comprendió que no podía hablar con él porque Hassan era hijo de Osías Marzak. Sin embargo, mantenía la incógnita respecto a la joven castaña.

La falta de sueño no era un elemento provechoso en aquel momento. Faltaba poco para el amanecer y la mente de Agustín tenía que tomarse un descanso. Así que terminó de acomodar el colchón en espera de que su padre no sospechara de su presencia y se marchó a su habitación.

Recostado sobre su propia cama, Agustín se cuestionó sobre aquello conocía y también sobre lo que desconocía. El viento otoñal golpeó su ventana y su mirada recayó una vez más en aquel cartel y en lo que le pedían:

«Deja de asesinar inocentes». 


El lado equivocado del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora