A veces Kian pensaba que el tiempo lo odiaba.
A las 3:30 de la mañana estaba saliendo del Nightmare, el club nocturno donde trabajaba, y a las 4:03 su cabeza por fin caía en la almohada.
Un minuto después de haber cerrado los ojos, la alarma de su teléfono le pateó la conciencia, diciéndole que ya eran las 6:40. Kian gruñó, girándose sobre la cama para alcanzar el aparato y desactivar la alarma.
Pestañeando para ahuyentar la pesadez del sueño, miró al techo, y durante dos minutos se debatió el tema de faltar a la escuela. Estaba demasiado hecho trizas como para ir, y de todas formas, el primer día de clases nunca se hacía algo importante.
«Más te vale que te presentes desde el día uno, Kian Gastrell, porque metí las manos al fuego por ti», recordó las palabras del entrenador Gellar, antes de las vacaciones. Su profunda y autoritaria voz fue la que le puso fin al debate, haciéndolo gruñir otra vez mientras se restregaba la cara con las manos.
Era ahora o nunca.
Se levantó, desnudándose en el camino hasta la silla, de donde tomó la toalla que colgaba del respaldo, y se encerró en el baño, abriendo la ducha. El agua fría logró despertarlo, pero no fue suficiente para llevarse el cansancio por el desagüe.
Cuando estuvo aseado y vestido, dirigió la vista hacia el rincón de la habitación donde había arrojado su mochila desde que empezaron las vacaciones, hace un mes.
Pero no estaba ahí.
El ceño de Kian se frunció. Estaba seguro de que no la había tocado para nada en todo ese tiempo, sin embargo, no la encontraba.
Alguien tocó la puerta con los nudillos y, sin esperar a que Kian respondiera, la abrió.
—¿A qué hora llegaste anoche? —La inconfundible voz de Jennifer, su madre, invadió la habitación cuando se recargó contra el marco de la puerta, observando la forma en la que su hijo se movía de un lado a otro y abría las puertas del clóset, buscando algo.
—A las cuatro —respondió él distraídamente, sin voltearla a ver, a pesar de que sabía que ella estaba perfectamente enterada de la respuesta.
Jennifer caminó dentro de la habitación. Kian seguía sin mirarla, pero lo supo por el sonido de las cuentas que le colgaban del kimono que se ponía para cubrir su diminuto piyama.
—Amorcito, sabes que no me gusta que trabajes, y menos en ese horrible lugar. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no tienes ninguna necesidad? Dane te da todo lo que necesitas —le dijo ella, con voz almibarada.
Kian no se iba a detener a discutir ese tema. Dane, su padrastro, les había abierto la puerta de su casa donde había todo, sí. Pero era Jennifer quien le extraía hasta el alma a Dane.
Al no recibir una respuesta de su hijo, se cruzó de brazos, enfurruñada.
—Kian, ¿me estás escuchando? No quiero que regreses a ese lugar —ordenó, pateando el pie contra el suelo, y observando con disgusto el desorden que se acumulaba en el piso mientras él sacaba cosas del clóset.
—Sí, te escuché, y la respuesta es no. No voy a dejar de trabajar.
Jennifer se llevó una mano a la garganta, soltando un quebrado quejido.
—No te importa, ¿verdad? No te importa que por fin podemos pasar tiempo juntos en una casa maravillosa, sin que nos falte nada, y tú solo quieres estar afuera, dejándome sola. Tanto te quejabas de que yo era una mala madre, pero ya que me preocupo por ti, me das la espalda. Ahora eres tú el mal hijo.
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Tinieblas
RomanceReservado, misterioso, exótico..., y lleno de problemas. Kian Gastrell tiene la combinación perfecta para el desastre. Pero su mundo lleno de oscuridad y grises comienza a fisurarse cuando conoce a Livy Gellar, la chica más llamativa y colorida del...