Aquel sábado, el clima estaba como casi nunca en Londres: inusualmente soleado y tan caluroso que Kian tuvo que sacarse la chaqueta del trabajo y atársela a la cintura.
Su día en el puerto de Londres había iniciado a las seis de la mañana, y para el medio día ya había transportado en el montacargas casi todas las cajas y mercancías que le habían asignado para ese turno.
El ruido de las máquinas y el pitido de las grúas industriales acaparaban el ambiente que competía también con el olor gasolina, pescado y agua estancada del Tamesis, cuya superficie fría y gris por fin brillaba por el sol.
Kian encontró una zona despejada donde apagó el motor del montacargas y se apeó de un salto hasta el suelo, secándose el sudor de la frente con el antebrazo. Hacía un calor espantoso y tenía la camiseta empapada. Pero su razón para detenerse en ese momento no era que quisiera refrescarse, sino que no había tenido tiempo de comprobar algo que llevaba consigo en el bolsillo del pantalón cargo.
Esa misma mañana, el cielo apenas estaba deshaciéndose de sus penumbras cuando Kian salió de su habitación. La alocada fiesta había parado en algún punto de la madrugada, así que resultaba extraño escuchar la casa en ese punzante silencio.
Al bajar por las escaleras se encontró con todo el movimiento de los empleados que trabajaban en calladamente para limpiar el desastre. A juzgar por lo despejado que se veía el lugar y cantidad de bolsas de basura que estaban a reventar contra una esquina, llevaban trabajando en ello desde mucho más temprano. Todos sabían que si Jennifer se levantaba y veía el desastre, las cosas se pondrían feas.
Kian iba tan distraído ajustándose el cinturón a la cadera, que casi chocó con uno de los empleados que entraba por la puerta del jardín, empujando un carrito de servicio.
—Lo siento mucho, joven, no fue mi intención —se apresuró a decir el empleado, apenado e incapaz de alzar la mirada. A Kian le incomodaba que ese era un hábito humillante que les había dejado su madre.
—No te preocupes, yo no estaba mirando —le dijo conciliadoramente, pero de inmediato su vista fue atraída hacia las cosas que el hombre llevaba en el carrito.
Había de todo. Desde una pelota de playa, hasta prendas de ropa, sandalias sin par, llaves, algunas credenciales y accesorios de todo tipo que se amontonaban sobre una bandeja plateada. Aretes, pulseras y un par de anillos.
—¿Qué es eso? —preguntó, apuntando con la cabeza mientras se abrochaba los puños de la chaqueta.
—Oh, cosas que sacamos del fondo de la piscina. Las limpiaremos y clasificaremos para mostrárselas a la señora y al joven Ben más tarde —Le explicó, pero al levantar la vista con disimulo y notar el interés de Kian, añadió—: ¿Reconoce alguno de los objetos?
Él pestañeó, negando con la cabeza.
Posó una mano en el hombro del empleado a modo de despedida, y este le devolvió el gesto con una leve y ceremoniosa inclinación de cabeza. Siguió con su camino, empujando el carrito por delante. En ese instante, el primer rayo de sol entró débil a través de las ventanas más altas, haciendo destellar la bandeja plateada con el movimiento.
Pero había algo más brillando con intensidad ahí. Algo que él había visto de reojo y sentido una fugaz sensación de reconocimiento.
Debía estar imaginando cosas, pero sus pies lo detuvieron como si intentaran retenerlo por algo que estaba más allá de su entendimiento. Miró sobre su hombro la espalda del empleado que ya estaba por desaparecer en el pasillo del servicio, y antes de que pudiera pensar abrió la boca y se escuchó decir:
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Tinieblas
RomanceReservado, misterioso, exótico..., y lleno de problemas. Kian Gastrell tiene la combinación perfecta para el desastre. Pero su mundo lleno de oscuridad y grises comienza a fisurarse cuando conoce a Livy Gellar, la chica más llamativa y colorida del...