Epílogo

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Fuzu se irguió en el catre, suspirando, siendo impulsada por la energía de Odio. El Chi morado le fluía por las venas, imperándole su uso, casi obligándola a moverse, a estar alerta. La loba se levantó, palpándose el vientre donde la panda Constelación de Dragón Azul casi la mató; la piel estaba lisa, tersa, sana.

Salió de la pequeña cabaña en medio de la nada y se dio cuenta de que era media noche por la altura de la luna, en todo el cenit.

Abre un portal, Fuzu, le ordenó Odio.

Fuzu no se sorprendió, sino que obedeció. Muy pocos animales tenían un vínculo con la diosa de la ira, la diosa de las pasiones, pero ella era una de las privilegiadas. Tenía la Cadencia de la Progresión, lo que le había ayudado a llegar a tal edad. Ciento dos años y aún se sentía como una joven de treinta.

El portal se abrió con rareza, no como una fractura en el aire, similar a un lago congelado quebrándose, sino como un círculo en el aire que giraba nebuloso expandiéndose hasta parecer un estanque frente a ella.

—¿Esto es la Fricción?

, dijo Odio en su cabeza. Te estoy dando temporalmente el acceso a la Potencia Pura, pero la estoy restringiendo al mismo tiempo. No me conviene llamar la atención de Equilibrio. No ahora, al menos.

—Comprendo, mi señora.

No, no lo haces. Sintió su cuerpo arder y contuvo un gemido de dolor. Maldito Equilibrio, me ha dejado sin una pieza.

—Mi señora, ¿Yuga no consiguió sobrevivir?

La salvé apenas en el último instante. Y no me refiero a ella, sino al Hijo de las Sombras. El portador de muerte silenciosa.

—¿El panda?

Su pasión era admirable. Tanto dolor, tanta fortaleza, tanto sufrimiento dentro. Si tan sólo lo hubiera podido tener.

Dentro de ella empezó a retumbar un ritmo, uno acelerado y corto, cuando el portal empezó a titilar.

Una pata tomó el borde, como si fuera físico, y Yuga salió. Fuzu nunca la había conocido, pero sabía que ella casi controlaba a la pequeña ilusa de Khang. Su cuerpo era musculado, casi quitándole el aspecto femenino, pero la curva de su cintura y los senos dejaban claro que lo era. Sus ojos eran vacíos, rotos, y con un fuego morado intenso.

Sonrió y Fuzu, pese a poder hacerle frente por ser una loba, dio un paso atrás. Una sonrisa de un asesino trastornado.

—No se preocupe, mi señora —dijo Yuga—. Todos pueden caer al precipicio. Todos se rompen. Ya llegará otro que pueda darle su dolor, que le sirva para siempre.

Cierto, cierto. Odio parecía divertida. Aunque para asegurarme, te necesitaré en activo. Fuzu, la chica.

La loba asintió, sin apartar la mirada de Yuga, aunque sea apenas de reojo. Se dirigió hacia la pequeña casa, donde en una silla estaba una leona que no pasaría los veinte años, atada, amordazada y con la ropa llena de sangre, pasando la mirada con furia de Fuzu hacia Yuga.

—Oh, está rota también —denotó Yuga—. Puede verme.

—Mi señora así lo quiso —respondió Fuzu, estirando una pata a un lado y abriendo uno de sus portales normales, los que se fracturaban, y sacó la jabalina de jade con la que mató a la Constelación de Tigre Blanco y capturó el poder de la Astilla. El arma de jade veteado de morado palpitaba—, pero no he conseguido que se rompiera por completo, lo he intentado todo.

—¿Enserio?

—Tortura, abuso físico, abuso sexual, le he matado el hermano al frente de ella, le he arrancado las garras de los pies y nada. Es dura.

Equilibrio (Los Ocho Inmortales 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora