9. Bao

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Tigresa gruñó por lo bajo al esquivar un mandoble de una espada, saltó hacia atrás dando una vuelta sobre sí misma y cayó de pie. Concentró Chi en sus pies y al caer, le ordenó al suelo se licuase. La tierra bajo sus diez atacantes se hizo líquida, como un lago, y los diez enemigos se hundieron en ella; dieron brazadas para intentar nada, pero Tigresa de una patada al suelo, la solidificó.

Allí quedaron diez de al menos el centenar de enemigos que tenía.

Estaba rodeada, aunque eso no le significaba un problema. Estiró la pata a un lado y generó una lanza de roca, con punta de dolomita. Ese mineral era muy duro, lo suficiente para batallas largas. Recubrió su cuerpo de Chi, bañandose en gránulos de arena a modo de armadura; fina, pero que se moldearía según los ataques recibidos.

Giró, golpeó, barrió y esquivó como si no hubiera un mañana. Despachó a seis con estocadas y cortes al cuello, vientre o pecho. Sin embargo, el número seguía siendo muy grande. Por más agilidad y poder que tuviese, si seguía a ese ritmo la podrían tomar por sorpresa.

Giró la lanza en una abertura de tiempo que tuvo y colocó la punta hacia abajo, condensando una buena cantidad de Chi en la punta, tanto que despedía una fuerte luz. Los animales se replegaron por precaución, chance que ella aprovechó: clavó la lanza en el suelo, haciendo brillar toda la tierra como un segundo sol. Con un gesto fuerte, sacó la lanza apuntando hacia arriba, y una amplia columna de tierra se elevó del suelo, con ella en el centro; Tigresa arrojó la lanza al aire, saltó después y con una patada giratoria golpeó la base de la lanza.

Ésta se clavó en la columna de tierra y, arma y columna, se adentraron con fuerza en la tierra. Aquello generó una onda de presión que, conjunta con la orden mental de hacer maleable la tierra y rocas, causó una enorme ola de tierra que barrió con los enemigos, sacándolos del Valle.

Cayó al suelo, rodó para mitigar el impacto y se irguió; solidificando el piso. Aunque el cansancio por ello era medio, evitó respirar con fuerza para no hiperventilarse. Aquella maniobra le sirvió para sacar a los enemigos, pero a ellos les bastaba volver a cargar contra el Valle.

Un sonido de un gong, claro y armónico, resonó por todo el Valle. Delicado y limpio. Tigresa observó el lugar de donde provenía y notó una columna de Chi enorme, que se alzaba hacia el cielo, de un morado suave. La columna temblaba, costándole mantener la forma.

—Bao —susurró.

Con el corazón latiéndole sin control, hincó una rodilla en el suelo y cerró los ojos, acumulando toda la energía que su cuerpo podía antes de empezar a sentir dolor. La envió bajo tierra, uniéndola al núcleo de la misma tierra. Pudo sentirlo todo; darse cuenta de la inmensidad de China, de lo pequeña que era comparada con el mundo entero. Y pudo sentir un tirón en el pecho del mismo mundo; a la tierra no le gustaba estar líquida, sino ser una sola. Compactada.

—Pues hoy, amiga mía, vas a ceder —gruñó.

Se unió al suelo mediante su Chi y se irguió, radiante como una estrella en la noche. Con un grito furioso, alzó los brazos ceremonialmente mientras que al mismo tiempo le ordenaba a la tierra, líquida, que la imitara. Dos enormes olas de tierra, fango y roca se alzaron tan altas como las montañas lejos del Valle, golpeó sus patas en una palmada, y las dos olas de tierra se entrecocharon.

Repitió el proceso tres veces más, asegurándose de que todos los animales enemigos habían muerto. Con sangre emanando de sus oídos, nariz y boca, Tigresa rompió el enlace con la tierra misma, no sin antes estabilizarla y dejarla al mismo nivel que estaba. La única diferencia del antes y después es que el bosque que rodeaba el Valle de la Paz ya no existía; sólo era una inmensa explanada de hierba verde.

Equilibrio (Los Ocho Inmortales 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora