7. Tigre Blanco

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El sonido del gong en la Aldea de los Músicos despertó a Bao. Los ecos le taladraban la cabeza y el gruñido de dolor no se hizo esperar; había dormido poco, como para que le despertasen con un ruido tan fuerte. Su Chi latió, impaciente, y Bao presionó para suprimirlo.

Observó el techo de madera con una gran pereza, inspirando con fuerza para contener el bostezo que le sobrevino. Se estiró bajo la fina manta, pensando en si levantarse o no. Los parpados le pesaron, aunque el dolor en el vientre fue más acuciante. Tenía que ir al baño.

Se irguió en el catre donde estaba durmiendo, la manta cayó hasta su cintura, y la templada brisa mañanera que entró por la ventana cerca al techo le hizo estremecerse el frío. Odiaba estar con el pelaje tan expuesto; su pecho era muy sensible. Se giró y puso los pies en el suelo.

Al ponerse de pie, gruñó por lo bajo, por el frío cruel. Con pasos perezosos fue hasta el armario, buscando con necesidad su conjunto de ropa para cubrir su desnudez. Apartó con cuidado las hachas de doble filo de Jiziang, para no cortarse y se vistió.

—¿Bao? —murmuró Jiziang a su espalda.

Él ladeó el rostro, observándola en la cama por encima de su hombro. Estaba adormilada, con un ojo abierto y una sonrisa traviesa. La manta estaba parcialmente en el suelo, del lado de Bao, por lo que gran parte del cuerpo de Jiziang estaba visible. Pudo ver su estómago relleno, sus senos redondeados, su cuello grueso. Y Bao sintió una presión en el estómago, un deseo casi visceral por ella, pero no aquel aleteo en el cuello y cosquilleo en todo el cuerpo como con Lei-Lei.

Sonrió.

—Hola.

—¿A dónde vas? —preguntó ella, jugando con la sábana.

—Al baño —dijo, terminando de colocarse los pantalones. Se giró hacia la puerta—. Vuelvo al rato.

Jiziang se levantó, bostezó y fue hasta él. Bao la observó con detenimiento. Una buena figura marrón como las hojas más secas de otoño, quizá no caminando con lujuria como anoche, pero una osa muy hermosa. Con curvas, pero no tantas; bella y fuerte. Le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso fugaz en la punta de la nariz.

—No tardes —le pidió—, es muy temprano. Recién está saliendo el sol.

«¿Que estoy haciendo? —pensó—. Sus ojos casi despiden luz cuando me mira y yo la estoy usando para desahogarme». Bao mantuvo la sonrisa, con esfuerzo, tanto por fingir como por el sueño en sí. Jiziang le tomó una de las patas que mantenía a ambos lados y la colocó sobre su cintura, deslizándosela hacia los glúteos de ella.

—Me gusta estar contigo —murmuró, reposando su mejilla en el hombro de él—. Sabes que te amo, ¿cierto?

—Sí —susurró, quedo. Su Chi latió y le despidió una fuerte corriente de dolor por todo el cuerpo. Casi que podía oír lo que le transmitía: dile que la amas, miéntele, rómpele el corazón. Era una amenaza: hazlo y tu cuerpo y mente serán míos. Bao le apretó un glúteo con una pata y le tomó el mentón con la otra, besándola con fuerza—. Sí —jadeó al separarse—, lo sé.

Un latido de energía, un golpe de dolor que él soportó con una inspiración. Jiziang debió interpretarlo como un gesto de deseo, porque se dio media vuelta y caminó despacio hasta el catre fortificado, donde se tumbó boca abajo, flexionando las piernas. Bao le observó la curva de la espalda, la pequeña colita, los glúteos y las piernas.

Otro latido de energía. Se dio media vuelta como si le hubieran abofeteado y salió de la habitación, acelerado. Gimió camino al baño común, apretándose el pecho. Cayó de rodillas en la puerta corrediza, jadeando y sudando.

Equilibrio (Los Ocho Inmortales 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora