Jaleábamos unidas por la cabeza y con los brazos enganchados a los hombros de las compañeras próximas. A voz de pronto nadie hubiera adivinado cuantas éramos. Unimos las manos todas a una y pronunciamos nuestro grito de guerra separándolas de golpe. Nos apartamos y miramos emocionadas, estábamos seguras que aquella tarde iba a ser inolvidable.
Me agaché a colocarme las medias y a atarme doble lazo en las botas. Giré la cabeza a la izquierda y encontré a Cristina haciendo lo mismo. Giré a la derecha y allí estaba Raquel en la misma tesitura. Nos echamos unas risas.
Tenía la maldita costumbre de saltar veinte veces en el sitio antes de salir al campo de juego, así que animada por las compañeras empecé el ritual.
_¡Vamos saltimbanqui! _escuché de una de ellas.
Sin más demora, aceleré los saltos y salí corriendo tras ellas para no llegar tarde. A Juan no le gustaban las remolonas.
Fui una de las once titulares. Defensa derecha. Cuando estaba colocada, golpeé el césped con la puntera de las botas repetidamente. La derecha me hacía daño y quise ajustarla.
¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! Empezó el partido.
No me había dado tiempo a colocármela cuando la tía más gansa de las contrarias se vino hacia mí. ¡Abrí los ojos como nunca! El entrecejo fruncido que portaba no me dio buena espina. Encogí los dedos como pude y salí corriendo a encontrarme con ella. Arrastré el culo por la hierba y de un patadón conseguí robarle la pelota. Al ponerme de pie volví a sentir presión en el pie. ¡Jodida bota! Seguí la trayectoria de la pelota y vi como llegaba hasta Raquel que a duras penas conseguía correr. Agudicé la vista y seguí su trayectoria, trastabilló muchas veces hasta que pasó la pelota. ¿Qué diablos la pasaba?
¡Gollllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllllll! ¡Mierda, ni me había dado cuenta que nos habían robado la pelota!
Regresamos todas a nuestras posiciones y volví a patear el campo. Tenía los dedos reventados. Miré hacia Raquel que sacudía el pie derecho y alcé las cejas a modo de pregunta. Levantó los hombros a modo de respuesta.
Me zafé de la preocupación y entré de lleno en el papel de defensa. Arrollé a todo bicho viviente que se acercó a la portería. ¡Eso sí! La pelota se coló un par de veces más.
¡Cero-tres! ¡Menuda paliza nos estaban metiendo! Llegó el descanso y Juan nos gritó como nunca. Encontré en su cuello ciento de venas que antes no habían existido, todas gordas y parpadeantes. Salimos de nuevo al campo algo cabizbajas. Habíamos entrenado duro durante todo el año para perder la liga en el último partido.
Me encontraba de nuevo delante de la portería cuando vi a Raquel clavar los dientes en la hierba. ¡Tremendo ostión! Se levantó sangrando y se llevó las manos a la boca. Un par de dientes desaparecidos y otro par en movimiento. Se paró el juego y buscamos las perlas blancas por el césped. Un médico asistente los encontró y a presión se los volvió a encajar.
_¡Al dentista urgente! _gritó el médico.
Desanimadas por todo lo acontecido, volvimos al partido. Tres goles más en nuestra portería y uno solo en la contraria, fue el penoso resultado.
Agotadas y tristes entramos en el vestuario. Allí estaba la ropa de Raquel tirada en un banco. Y las botas unidas por los cordones colgando de una percha. Presté atención a la diferencia que había de tamaño entre las dos y me miré los pies. ¡Diablos! Nos habíamos intercambiado la bota derecha en el vestuario sin darnos cuenta. Me arranqué la que llevaba suya y eché un vistazo a mis dedos. ¡No me quedaba una sola uña! Guardé su ropa junto a la mía en la mochila y fui a encontrarme con ella. Cuando le conté lo que había descubierto, no pudo evitar reírse a carcajadas a pesar de habérselo prohibido. Y cuando le enseñé el pie derecho, se volvió a reír tanto que los dientes se le volvieron a caer.
Unos días más tarde haciéndole una visita, le devolví la ropa y las botas. Esa vez cerciorándome que no me quedaba una de dos tallas más pequeñas.
