Ya hacía tiempo que no apretaba los ojos hasta doler. Recuerdo como cada noche, durante los primeros años de infancia, dormía agazapada debajo de una tela que solo me abstraía de mi realidad. Parece mentira como millones de hilos de delicado algodón podían convertirse en un fuerte indestructible. Aquellos ruidos fantasmales que me asustaban, eran tan solo el ir y venir del viento que intentaba colarse por los agujeros de las ventanas. Solía sentarme en el porche de la entrada, apoyada en una viga de madera que crujía cada vez que lo hacía. Allí, permanecía horas y horas a la espera de vislumbrar una extraña silueta que asomaba cada día por una ventana. Cuando aparecía, movía mi mano en forma de saludo y curvaba mi boca, mostrando mi felicidad. Siempre lo esperaba allí, porque dentro del granero nunca lo vi. Me encantaba aquella casa ruinosa. Tenía un pequeño ascensor para objetos que iba de la planta sótano hasta la última. Nos servía para mandar cosas de una a otra sin tener que subir y bajar escaleras y también para desaparecer de pronto cuando algo no iba bien. Conseguí esconderme allí, hasta que cumplí once primaveras. Aquel verano mi cuerpo sufrió cambios. Durante años, encontré una flor en aquel cubículo muchas mañanas. Una vez recuerdo que era una lila, un día que acudí llorando, la única vez, las otras solían ser margaritas del campo o amapolas blancas. Nunca supe de donde salieron. También disponíamos de una biblioteca enorme. Era algo tenebrosa. Al entrar tenía que fruncir el ceño y agudizar la vista para acostumbrarme a su luz. Me encantaba seguir con la mirada el hilo de polvo que bailaba en el único rayo de sol que se colaba por una brecha de la pared. Había cientos de libros. Todos colocados por orden alfabético y en estanterías separadas por temáticas. La que más me gustaba era la dedicada al suspense. Podía consumir hasta quince libros al mes. Me gustaba acudir los domingos a leer, no porque fuera domingo, sino porque cada vez que lo hacía, encontraba un libro abierto encima del cojín enorme que solía coger para sentarme. Las primeras veces cerré el libro sin entender que pretendía, más tarde comprendí que debía leer la página por la que estaba abierto. Todas y cada una de ellas me dejó un mensaje que con el tiempo descifré. Me acostumbré pronto a aquella rutina y me costaba un triunfo no acudir cuando no podía hacerlo. En la adolescencia, dejé de encontrar flores y libros abiertos. Pero no tardé mucho en superarlo ya que ocupaba mi tiempo en un romance que mantuve con un chico nuevo que llegó al pueblo. Con él solía ir al pequeño lago que había cerca de mi casa, dentro de la limitación de mi tierra. Nos bañábamos desnudos. Y algunas veces rondábamos el amanecer. En un par de ocasiones en las que la velada se alargó, al salir del agua notamos algo extraño. Mi ropa seguía intacta tal y como la había colocado, y la suya... ni rastro. Hoy, al traspasar el umbral de nuevo, he sentido como cada uno de los poros de mi piel se erizaban dejando relieve en ella. Han pasado quince años desde que me fui a vivir a la ciudad. Y quince años desde que faltan mis padres. Quince largos años. He entrado despacio, llorando, observando cada rincón y cada detalle, inhalando el aroma rancio de siempre que se había agudizado. He llegado hasta el ascensor y al abrir la trampilla he encontrado una lila. He vuelto a sentir como se me erizaba la piel de nuevo. A continuación, he salido corriendo hacia la biblioteca y he encontrado un libro abierto encima del cojín. Esta vez no estaba abierto por la mitad de un texto, solo había una palabra que leer; "Bienvenida", se llamaba el primer capítulo del libro.
