_¡Chicas! Tarde de tortitas. _dije atrayendo la atención de mis hijas. Me paré en el cerco de la puerta y me recosté sobre mi brazo izquierdo.Las dos se miraron y sonrieron, después me miraron a mí. Noté mi corazón vibrar y la felicidad llegar. Estaban deseando hacer algo distinto a todos los demás días. Vi como sus ojos se iluminaban y cobraban vida. Vi cómo se cogían de la mano para sentirse unidas. Una de ellas más callada, otra más alocada. Una más serena, otra más inquieta. Se levantaron de un salto de sus camas y se lanzaron sobre mí para abrazarme. Era lo mejor de lo mejor; un abrazo colectivo, un roce, un contacto, un beso, una caricia... Había preparado sus delantales de cuando eran más pequeñas, porque seguían siéndolo, aunque no tanto, y sus gorros hechos a mano en un cumpleaños temático. A mi hija mayor, que tenía trece años, el delantal no le llegaba para hacer una lazada, se lo tuvo que intercambiar con la pequeña, de nueve, que tenía uno más grande. Los gorros fueron un show, la mayor, seria de serie, no consintió que se lo pusiera, y la pequeña, payasa por naturaleza, ni corta ni perezosa se colocó los dos. Hacía poco que tenía la cocina impoluta, el tiempo concedido a la fuerza, era un suministrador nato de trabajo. No me importó, llenamos la cocina de harina y sonrisas. Volaron palillos y utensilios mientras nos comíamos la masa cruda. Cantamos y bailamos las canciones del momento y las de no tan momento. Y compartimos el tiempo. Sí, compartimos el tiempo, ese que meses atrás habíamos ignorado, ese que semanas atrás no habíamos valorado, ese que días atrás habíamos ansiado.Así eran nuestros días encerradas, prendidas del ingenio para mitigar el confinamiento. Unos días cocinando, otros jugando, otros leyendo, otros hablando, otros esperando. Pero siempre juntas. El mejor tiempo del mundo. Un tiempo que no volverá y que el curso de la vida nos robará. Recuperamos el tiempo perdido, ese que se nos escapa si haber querido.Y mientras la vorágine de una muerte silenciosa acosando en cada umbral. El olor a lejía impregnando el aire. El silencio sepulcral de las calles vacías. Las noticias prendidas con personas en cifras. El dolor del anhelo a tus seres queridos. Las sonrisas heridas. Las palmas de impotencia. El agradecimiento insensato. El pavor, el miedo, la ira.Recuerdo llorar con congoja, y sufrir una angustia poderosa. Algo inmenso que crecía por dentro. Un dolor traumático que arrancaba mi pecho. Recuerdo las llamadas telefónicas, los chats y los videos. Recuerdo el dolor, la incertidumbre, el conocimiento, el dolor, la perturbación, la ignorancia, el dolor, el agradecimiento, la insensibilidad, el dolor. Recuerdo el dolor.Y sin darme cuenta amé aquel tiempo en el que tenía a mis hijas cautivas, en el que el mundo nos cautivó. Guardo recuerdos preciosos; de largas noches charlando, de mañanas perezosas, tardes enteras jugando, días cansados, días tranquilos, días alicaídos. Y odio el motivo de amarlo. Las muertes incontables, las lágrimas, las penas... Odio el motivo de amarlo.
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