Levanté el polvo del camino con el arrastrar de las deportivas, miré hacia atrás y vi el surco marcado en el terreno y luego miré hacia los pies para intentar distinguirlos de entre la nube. Sonreí en ese preciso momento al recordar a mi mamá con gesto enfurecido por llegar a casa con ellas irreconocibles. Seguí el sendero, aquel que me llevaría al edén que tanto soñaba. Había planeado aquel paseo por meses. Tantos como el año tiene.
Cientos de flores silvestres, cada una con su color y belleza singular, adornaban el campo a mi pasar. Paré a oler muchas de ellas a la vez que me pinchaba con los cardos que las acompañaban. Sí, allí estaban en ellas, rodeadas de guerreros silenciosos que las aguardaban de descabelladas muchachas capaces de arrancarlas. Y allí fui yo, dispuesta a hacer un ramo repleto de colores solo por el placer de llevarlas. Corté la primera, una amapola roja preciosa de tallo largo, después la segunda, otra, pero en esta ocasión blanca impoluta que solo manchaba las semillas pintadas en el centro de su corazón. Alargué la mano y arranqué la tercera, una margarita enorme, la más grande del lugar. Con pétalos rectos y cargada de polen aromático. Seguí recolectando flores hasta formar un enorme ramo que apenas podía sujetar. Orgullosa de la hazaña, desafié a los pinchos y regresé al sendero atravesándolos e incluso a veces pisándolos. Miré hacía atrás y pensé que había dejado un ligero camino fácil de seguir. A continuación, miré mis piernas que lucían carreras de gotas rojas, algunas campeonas, otras frustradas. Reseteé el escozor y continúe.
Caminé durante largas horas, tantas que fui incapaz de contabilizar. Cuando miraba hacia atrás, la vista ya no alcanzaba a vislumbrar la ciudad. Estaba en camino acertado.
Aflojé la mano, el sudor me empezaba a molestar. Cambié las flores a la otra para estirar los huesecillos entumecidos por el apretar y las vi. Alicaídas, flojas, con los pétalos lacios... Me quedé asombrada. Busqué alrededor algún sitio para sentarme y descansar. En una enorme roca unos metros más adelante deposité las flores y las intenté recomponer. Ya no eran preciosas ni firmes. Eran marchitas y tristes. Preguntándome el por qué, encontré una minúscula mariquita posada en una de ellas. Puse el dedo índice cerca y esperé paciente a que anduviera por él. Me acerqué el dedo a la cara esperando poder verla mejor. Al hacerlo, batió sus alas y voló. La seguí con la mirada hasta ver como paraba en un flamante diente de León. Perfecto, regio e inquebrantable. Incapaz de controlarme llegué hasta él y lo arranqué, se había adueñado de mi mariquita y ahora me pertenecía. El tirón armó revuelo. Todas y cada una de las rosetas se desprendieron y comenzaron un bello baile. Eran elegantes. Dibujaban círculos en el aire. Ensimismada dejé que se posaran todas y cada una de ellas en un nuevo lugar, dando cabida a una nueva vida y sin pesar. Miré mis manos vacías y lloré. Había destruido vidas por el mero hecho de hacer.
Regresé siguiendo los surcos que había dejado, puesto que la luz del día se había acabado, y eliminé el caminito que había marcado, pensando en algún ser desalmado.
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