La llevé de la mano hasta el bosque, no había parado de recordármelo durante toda la semana. La expresión de sus ojos se abría al mundo cada vez que lo pisábamos, sus pies pequeñitos iban trazando caminos paralelos al sendero, sus botas arrastraban el barro suficiente como para tapar una madriguera. Así, bailando en vez de caminando, recorrimos el trayecto hasta llegar a su lugar preferido.
_¿Ves? ¡Te lo dije mamá! Sigue aquí, me está esperando.
_Sí, ya lo veo mi amor.
Miré su cara de nuevo, la alegría se había instaurado en ella, sus ojos competían con los rayos del sol y su sonrisa permanecía anclada en su rostro, perenne.
_¡Te cantaré la canción, vendré todas las semanas a cantarte la canción!
_¿Crees que se asomará?
_En cuanto me oiga, lo hará.
Su voz sonó por todos los rincones acariciando cada milímetro del bosque. Era dulce y embriagadora, y nacía del corazón.
Admiraba su capacidad para soñar, me alejé para observarla sin más. La imagen era espectacular, una preciosa niña sentada en una oscura roca rodeada de hongos blancos, cerré los ojos, y con la imagen grabada en mi retina, escuché.
_¡Caracol, col, col!