Volar

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Aquella mañana hizo un tiempo de ensueño, ni calor ni frio, ideal para correr. Dejó a su pequeña en el colegio y de forma distraída llegó al gimnasio donde solía entrenar de tres a cuatro días en semana. Saludó amigablemente a la recepcionista y cruzó por la puerta electrónica que requería del carnet de socia. Un gracioso toque de cadera hizo girar a aquellas barras brillantes que formaban un remolino metálico. Con un peculiar andar llegó hasta los vestuarios y se cambió de ropa. Mallas cortas negras, camiseta negra estrecha, top deportivo blanco y deportivas negras. Todo Nike. Se colocó una pequeña riñonera negra en la cintura y metió la llave de la taquilla y un mp3.

Volvió a atravesar las barras metálicas para salir a la calle. Una vez fuera, miró al cielo para contemplar las escasas nubes que manchaban el azul intenso. Inició el paso hasta la acera más cercana, para ello tuvo que bajar una escalera de peldaños enormes que separaban el edificio de la carretera.

Movió en círculos ambos tobillos, parada en un árbol. Apoyó una mano en el tronco percatándose de la rudeza del mismo y estabilizó el equilibrio durante el tiempo que duró el calentamiento. Preparada para trotar, se colocó un casco en un oído y encendió el dispositivo. Comenzó de forma suave, apenas le quedaban unos metros para llegar al paso de peatones. Echó la vista atrás y vislumbró un coche bastante lejos. La confianza en el ser humano la hizo pensar que aminoraría el paso y pararía.

Se la vio volar por los aires. Y segundos más tarde, estamparse contra el asfalto. Cayó de boca, dejando trozos de huesos y dientes en el cemento. Las rodillas también sufrieron maltrato. Y no vamos a hablar de su espalda. Los huesos de la escápula izquierda se hicieron añicos del tremendo impacto. Los músculos que la revestían se machacaron de por vida y los tendones que la sujetaban se estiraron hasta desajustarse.

Se volteó sola quedando boca arriba. Justo en ese momento, cuando el dolor la entumecía, sujetó el hombro izquierdo con su mano derecha y explicó con el gesto de la cara el sufrimiento que tenía.

Desorbitó los ojos al darse cuenta de donde estaba. Hasta ese mismo instante, todavía no había digerido lo ocurrido. Consciente en todo momento, se dirigió al hombre que la observaba atónito y le dijo que llamara a una ambulancia. Ya habíamos llamado nosotros. Los espectadores accidentales. Tres vecinos del barrio pasábamos justo en ese preciso momento por los alrededores. Tan cerca que pudimos contemplar todas las muecas que gastó en el proceso.

Aquel individuo salió fumando como si nada y se dirigió a ella como si de un pequeño empujón se tratara. Casi había acabado con su vida y estaba tan campante defendiendo su inocencia.

_¡Se me ha echado encima! _dijo el desalmado.

Menos mal que todos los que pasábamos por allí, contemplamos atónitos su despropósito. La ambulancia acudió enseguida y la policía local se personó en dos minutos más. No sé muy bien si la conciencia o la vergüenza, pero confesó no haberla visto e ir distraído. Las pruebas fueron contundentes y aclararon la velocidad que llevaba y la fechoría cometida.

Dos años más tarde, siguen pendiente de juicio. Después de mucho luchar y trabajar, la vida continúa. Sí, quizás con muchas secuelas, pero continúa. 

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