Subía al autobús cada mañana y me sentaba justo detrás él. Su aroma era inconfundible. Yo, sin embargo, era invisible. Los años en la escuela de primaria pasaron sin pena ni gloria, y los del instituto, igual. No conseguí cruzar una sola palabra con él. También me sentaba detrás suya en las clases. En todas. ¡Con lo bien que olía no entendía cómo podía estar libre aquel pupitre! En la hora del almuerzo, solía ir a la fuente. Era un lugar tranquilo, donde podía sentarme a leer mientras escuchaba el ruido del agua al caer. Mis amigas, todas super activas, se turnaban para hacerme compañía y llevarme de vuelta a clase. Me dejaban en la puerta, justo en el marco donde emprendía un camino que nunca tuvo obstáculos. Acariciaba cada mesa y silla que rebasaba, con infinita paciencia, hasta que llegaba a la suya y me recreaba con la excusa de ser el punto de referencia. Allí, curvaba la palma de la mano para posar cada una de las yemas de los dedos y releer su nombre tallado en la madera. Algunas veces me llevaba sorpresas y descubría una nueva letra o figura. Recuerdo muy bien el día que encontré la inicial de su nombre y la del mío dentro de un corazón que llevaba años esculpido. Creo que desde segundo de infantil. Debí de sobresaltarme en exceso al palparlo. Escuché como enmudecía, estando ya en silencio, y contenía la respiración para pasar desapercibido. Supe siempre que estaba allí. Siempre estaba cuando yo llegaba, aunque no me hablara. Aquel incidente no pasó de ahí. Nunca me atreví a soñar con aquellas letras.
Llegó el temido fin de curso; con excitantes desafíos, sugerentes retos y nuevas etapas que superar. Mis amigas disfrutaron de lo lindo, bueno... yo también, pero de distinta manera. Cierto fue que me hicieron el camino llano, todos mis compañeros se ocuparon de mí de alguna manera. Hasta él. Sorprendentemente se ofreció a acompañarme siempre que mis amigas hicieran algo que yo no pudiese hacer. Nunca me dijo nada, se sentaba a mi lado, bastante cerca, por cierto, y esperaba paciente a que acabara su turno de nana. Tampoco le hablé. Me bastaba con tenerlo a mi lado.
Por desgracia el fin de curso llegó a su fin, y con él mi acercamiento máximo a David. Después llegó el verano y por supuesto la sequía social. Todas mis amigas veraneaban lejos y cuando estaban en la ciudad tenían planes a los que no me podía adaptar.
Llegué a la universidad con una infinidad de cambios, empezando porque ya no tenía un lugar. La única que compartió carrera conmigo fue María, ambas decidimos estudiar psicología. María conducía desde el verano y me recogió la primera mañana en la puerta de casa. ¡Eché de menos el autobús sobremanera! Al llegar a clase, me situó en el marco para que aprendiera el camino al pupitre que ocuparía. Caminé por la clase despacio memorizando cada paso. Cuando llegué a él, alguien se adelantó y se sentó de golpe antes de que yo lo pudiera hacer.
_¡Quedan libres los de atrás! _escuché decir a una voz sensual que olía como David.
_He llegado yo antes. _dije malhumorada.
_Espera, dame dos minutos. _contestó. Esperé a no se qué, mientras escuchaba un rechinar molesto y cuando dejó de sonar, sentí una mano acercarse a la mía. Noté como titubeó hasta que la agarró y la llevó hasta la mesa.
Curvé la palma de la mano, apoyé las yemas de los dedos y palpé claramente un corazón que envolvía su inicial y la mía.
