De sabor amargo

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Era un día aterrador, hacía un frio extremo, el sol no consiguió asomarse por más que se esforzó y el viento azotó con rabia. Entre medias de un caos sin antecedentes resaltó el nacimiento de un pequeño sin techo. Su madre, hija de la calle, llevaba días con dolores intensos. Un mendigo forajido la había violado repetidamente durante los últimos dos años. Acostumbrada a lidiar con la vida, alumbró a su bastardo entre hiervas y harapos. Lo arropó entre sus brazos para intentar que se calmara, el frio amenazaba y el crio casi no se amamantaba. Seca por dentro, dejó de dar leche. Cansada de lidiar a tan solo tres días de su nacimiento, lo llevó hasta la puerta de una ermita para intentar darle fin a su incesante llanto. No supo más de él.Era un hospicio de renombre. Con muchas idas y venidas que arrancaban tantas sonrisas como lágrimas. Don Críspalo, como le habían castigado al nombrarlo, llevaba casi toda la vida entregado a los niños abandonados; a conseguirles un hogar o una familia que les sacara de aquellas paredes rancias y apáticas. Por más que se esforzó en darle al lugar otro sabor, el único que resaltaba era el del amargor. Se casó con la cocinera, una muchacha que desde moza se había fijado en él y lo cuidaba porque lo amaba. Él cayó a sus pies en el mismo momento que le cocinó día tras día y mes tras mes. Tuvieron ocho hijos, a todos los educó de igual manera. Cinco chicas y tres chicos. De mayor a menor; una ingeniera, una doctora, un bombero, un sacerdote, una tendera, una cocinera, una enfermera y un sin techo. Así le gustaba decirle. No hablaba mal de él. Nunca. Entendía que su camino era aquel; ser hijo de la calle. Igual que había sido su madre. Se esforzó al máximo para hacerle atractiva la otra vida, la que no había elegido, pero fracasó en su papel. A los noventa y seis años de edad, enviudó. El peor golpe de su vida. Su compañera de viaje lo dejaba a la deriva.Era un día primaveral, el sol radiaba en lo alto y el viento apenas soplaba. Los hermanos se arremolinaban alrededor del féretro. Veintiocho nietos y bisnietos le lloraron. Había acabado su vida a la edad de los ciento dos años. Más de un siglo de sacrificio.Era tiempo de recuerdos. De dar gracias por la vida. De tener acercamientos.Acostumbrados a ser siete, se molestaron por ser ocho, pero el legado de su padre les había afectado. La doctrina fue la misma, y la huella definitiva. Todos distintos e iguales a la vez. Personas y animales, algunas veces racionales otras irracionales.Llegaron al hospicio, para conmemorar su nombre. Acababan de colocar una placa en su honor por los años de enseñanza y dedicación.Después de representarla, marcharon cada uno a su casa, pero el pequeño de la familia se interesó por la vivienda de su tío, también el más pequeño._¿Dónde vives tío? ¿Por qué nunca he ido a tu casa? _El pequeño alzó la voz para hacerse escuchar y tiró de la pernera del pantalón mientras estiraba las piernas para agrandarse._Siempre has estado en ella. _contestó sonriendo sin ocultar una boca vacía de dientes._¿De verdad? _preguntó el pequeño cargado de inocencia._Siempre, soy hijo de la calle, decía mi padre.

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