Nuestra segunda cita.
Tenía que admitir que, después de aquella desastrosa primera cita, no creía posible una segunda. Sobre todo porque iba muy dispuesta a ponerle fin al algo tan bonito que Kenai y yo empezábamos a tener solo por el caos que arrasó mi corazón aquella noche.
Algo.
Kenai y yo teníamos un algo.
Una ola de calor azotó mi cuerpo y me hizo jadear. Mis mejillas ardían y mi estómago se retorcía ante la idea de estar en una casi relación con él. Esa fase sin nombre era solo el principio de algo mucho más grande que daría comienzo si ninguno de los dos retrocedía. Me daba miedo. Me daba miedo tener miedo porque sabía que, en cuanto lo sintiese correr por mis venas, la que daría ese paso atrás iba a ser yo.
No quería pensar mucho más en ello, así que meneé la cabeza para deshacerme de esos pensamientos y me concentré en el espejo que había adherido a la puerta interna de mi armario. Mi reflejo me mostraba con un vestido corto, por encima de las rodillas y con una pequeña abertura en el muslo, de tirantes finos, escote acabado en pico y tela lisa, coloreada de un rojo intenso que iba a juego con el carmín mate de mis labios.
A Kenai no le supondría ningún esfuerzo quitármelo luego, ni siquiera llevaba sujetador que le entorpeciese las caricias que quisiera regalarme en la espalda a lo largo de la noche. Me preguntaba si él también llevaría ropa fácil de quitar.
—Eres la alguita más bonita que he visto. —La voz de Uxía hizo acto de presencia desde la puerta de mi habitación—. Si me tocases un pinrel en el mar no saldría corriendo del asco, te lo aseguro.
Una carcajada se apoderó de mi garganta.
—Gracias, pastelito.
Cerré la puerta del armario y me senté en el borde de la cama para calzarme. En lugar de los tacones que me había recomendado mi amiga, opté por unas deportivas blancas. Quizás fuese hecha una pintillas, pero al menos iría cómoda y con la seguridad de no perder ningún diente por el camino.
Recordaba lo que pasó la última vez que llevé tacones saliendo de fiesta y la verdad era que no quería volver a pasar por algo así. Me torcí el tobillo de una forma muy fea cuando era más alcohol que persona y estuve varias semanas sin poder caminar hasta que se me curó el esguince del todo. Por no mencionar que caí de boca, no me partí los piños de milagro.
Aunque también tenía buenos recuerdos. El mejor de todos fue con el ricitos la madrugada que empezamos a desnudarnos en nuestra habitación de hotel. Mengüé cerca de diez centímetros y eso nos hizo especial gracia a los dos. Tal vez, si hubiese estado sobria, le hubiese atizado con el zapato. Aun así, nunca me había reído tanto como aquella noche.
—Por cierto... —canturreó Uxía mientras se acercaba a mí—. ¿Sabes lo que es también muy bonito?
—¿El qué?
—El nombre de Kenai.
Mis ojos taladraron los suyos en busca de cualquier gesto que me indicase que me estaba tomando el pelo. Mostraba su dentadura en una amplia sonrisa cargada de pillería y su mirada no rehuía la mía. Fue ahí cuando mi corazón dio un vuelco. No bromeaba. Decía la verdad.
«Fuck».
—¿Cómo lo sabes? —cuestioné en un hilillo de voz.
—Él me lo dijo.
—Dime que estás de coña.
—Nop —negó—, no lo estoy.
—Fuera.
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Tangente
RomanceEris sigue un método tangencial inquebrantable en sus relaciones hasta que el chico detrás de una de ellas despierta las mariposas que ella insiste en vomitar. * Para Eris, las historias amorosas son matemáticas. Líneas o curvas que se encuentran, q...