—Anselmo —pronuncié con picardía.
Diego, quien se encontraba al otro lado del umbral, se rio por lo bajo y le echó un rápido vistazo al bicho emplumado que descansaba sobre su hombro derecho. Había llamado a mi puerta minutos después de que terminase de desayunar para hacerme esa visita rutinaria en la que se aseguraba de que estaba cumpliendo con el arresto.
—¿Por qué quiere ofender a mi amigo? —se quejó con diversión—. Qué nombre más feo.
—Eh, un poco de respeto —fingí molestia—. Que así se llama mi novio.
—¿Su novio se llama Anselmo?
—Sí. Anselmo Miguel —afirmé—. Alias: calabacita.
Parecía mentira, pero era anécdota. Aquí mi amigo tenía un nombre compuesto de esos típicos de su pueblo; le pusieron Anselmo por el padre de su padre y Miguel por el padre de su madre. Las pintas que tenía de buen chaval desaparecían por completo si alguien tenía el valor de llamarle por su primer nombre, se transformaba en un monstruito feo y con muy mala baba. Algo así como Gollum.
—Enséñeme la tobillera, anda —pidió entre risas.
El policía se agachó y yo puse el cachivache a su disposición levantando un poco la tela del pantalón para dejarlo a la vista. Mientras él lo toqueteaba para comprobar que todo estuviese en orden y que no había intentado quitármelo, yo estuve pendiente del pajarillo. Este estaba picoteándole lo pelillos de las orejas al hombre y no paró hasta que consiguió arrancarle uno, aunque eso no pareció importarle a su dueño.
Seguía pensando en cual podría ser su nombre, no me iba a rendir con facilidad. Necesitaba que el agente me diera ese día de libertad que me había prometido si lo adivinaba. ¿Cómo podía llamarse un Agaporni? No tenía imaginación para esas cosas...
—Dame una pista.
—Tiene nombre de comida —respondió.
—¿Eres vegano o vegetariano? —indagué.
—No.
—Listo. Alitas de pollo.
—Eh, un poco de respeto —fue su turno de regañarme.
Una vez que acabó de revisarme el localizador, se puso en pie con lentitud para no asustar al animalillo que llevaba consigo y me miró intentando poner su mejor pose de poli malo, de esos que tú los ves y sabes que es mejor no tocarle las pelotas porque acabarás pasando la noche en el calabozo; me habían tocado varios así a lo largo de mi vida y, como me gustaba mucho eso de vacilar a la gente, siempre la liaba. La cara de Diego ya de por sí transmitía eso, hasta que empezaba a vacilarte más de lo que tú eras capaz y te dabas cuenta de que era el poli bueno.
—Ha intentado quitárselo, ¿verdad? —Su voz sonó tan grave que me sentí amenazado por Hulk.
Me quedé petrificado. ¿Cómo había...? Hacía días que no me la quitaba, era imposible. Miré mi tobillo en busca de algún signo que me indicase si había dejado algún pegote de mantequilla en el cacharro que no había visto a la hora de limpiarlo, si tenía algún rasguño, cualquier cosa. Estaba impoluto.
—Era broma. —Sonrió con inocencia—. Vamos, vuelva a bombear sangre.
Intenté mostrarme divertido ante su guasa y le seguí el rollo. Su risilla de villano cesó en cuanto su teléfono móvil comenzó a sonar, lo que aproveché para llevarme la mano al pecho y coger una profunda bocanada de aire para recuperarme del susto; acabaría muerto de un infarto.
Él sacó el dispositivo de uno de los bolsillos de sus pantalones y lo descolgó con una gran sonrisa de oreja a oreja. Respondió con un «Hola, cariño» tan feliz que me dio algo de envidia; estaba seguro de que se trataba de alguien de su familia y pensar que yo la había pifiado con la mía y que nadie me iba a volver a llamar con un saludo de aquella índole, me deprimía.
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Tangente
RomanceEris sigue un método tangencial inquebrantable en sus relaciones hasta que el chico detrás de una de ellas despierta las mariposas que ella insiste en vomitar. * Para Eris, las historias amorosas son matemáticas. Líneas o curvas que se encuentran, q...