🦋 Capítulo 46

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Las llaves tintineaban en la cerradura.

«No vales para que te quieran».

Mis ojos ardían.

«Solo vales para follar».

Y mi corazón moría a cada latido.

«Acéptalo, Mar. Estas cursilerías no van contigo».

Apreté los párpados y dejé de respirar, intentando callar la martirizante voz de mi cabeza que no paraba de repetirme esas palabras que tanto daño me habían hecho. Me dolían las sienes de aguantarme las ganas de llorar, me palpitaba el cerebro y sentía que me estallaría en cualquier momento.

Kenai abrió la puerta de su casa y los músculos de mi rostro se relajaron de golpe, aparentando serenidad cuando por dentro seguía desangrándome. Ambos entramos y nos quedamos de pie en la entrada, él de espaldas a mí y yo mirando cómo cerraba la puerta. Se mantuvo en esa posición durante unos segundos antes de darse la vuelta y enfrentarme con su mirada apagada.

Estaba destrozado.

Estábamos destrozados.

Él no tenía ni idea de lo que me había pasado a mí y yo no tenía ni idea de lo que le había pasado a él, pero esa noche nos había matado a los dos de un modo u otro. Tratamos de ahogar nuestro dolor en alcohol durante las dos horas siguientes hasta emborracharnos, en silencio.

—Tengo que hablar contigo —susurró haciendo que mi corazón se embalara—. Y tiene que ser ahora.

—No.

Es lo único que dije antes de unir mi boca a la suya con una desesperación que él correspondió, como si fuésemos conscientes de que lo nuestro terminaría esa misma madrugada. Y así sería, lo sabía. Kenai confirmaría las palabras de Minerva y todo acabaría.

—Eris...

—Cállate —ordené besándole de nuevo.

No quería hablar.

No quería perderle aún.

Sus manos se aferraron con suavidad a mi rostro y me atrajeron hacia a él para profundizar el beso. Su lengua buscó la mía y la rozó, provocando que una corriente eléctrica me recorriese la punta hasta hacerme soltar un gemido ansioso. Antes de separarse mordió mi labio inferior.

—Luego no querré decírtelo —jadeó.

—Y yo no querré escucharlo.

Kenai suspiró y dejó caer su frente contra la mía.

—Me da miedo, Eris.

—¿El qué?

—Que me odies.

—No podría odiarte —negué.

—¿Me lo prometes? —La voz se le rompió.

—Te lo prometo.

Él asintió y respiró hondo a la vez que me regalaba caricias con los pulgares; le veía mucho más relajado que hacía algunos minutos atrás, la tensión que arrastraba desde que salimos del bar se desvaneció por completo.

Era ridículo. Jamás podría odiar a alguien que amaba comerse los yogures caducados cuando nadie más los quería. Kenai era todo lo que estaba bien, en cambio, yo era todo lo que estaba mal. Él era demasiado para mí. Y yo no era suficiente para él.

Tomé sus manos y las aparté de mis mejillas para conducirlas lentamente hacia abajo, pasándolas por mi cuello, clavículas... mientras que sus ojos curiosos taladraban los míos, brillosos. En el momento en el que sus palmas quedaron sobre mis pechos, sus pupilas se dilataron; destilaban deseo.

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