🦋 Capítulo 1

1.7K 187 132
                                    

Eris.

Un año después.

Abroché el enganche de mi sujetador y me levanté cuidadosamente de la cama para no despertar al chico que dormía desnudo en el lado contrario. Me enfundé los pantalones vaqueros al mismo tiempo que me fijaba en la hora que era en el despertador que descansaba sobre la mesilla de noche que había junto al cabecero: eran las seis de la mañana.

Era lunes y, aunque no me había contado nada de su vida, podía darse el caso de que estudiase o trabajase, así que debía marcharme antes de que se despertase.

Terminé de ponerme la camisa y amarré los botones más bajos. Acto seguido me eché el bolso al hombro, cogí la chaqueta que estaba esparcida por el suelo junto con mis calcetines. Lo único que me faltaba eran las zapatillas, pero el problema era que solo había encontrado una de ellas. ¿Dónde carajos estaba la otra?

Me tumbé y miré debajo de la cama, lo que provocó que mis ojos se abrieran de par en par y la respiración se me quedase atascada en la tráquea.

«Mierda», maldije.

El San Bernardo que tenía el tipo como mascota estaba ahí abajo mordisqueando y babeando la punta de mis preciadas zapatillas de tela, lo estaba disfrutando y lo peor era que me miraba mientras lo hacía.

—Suelta... eso —ordené en un susurro.

No me hizo ni puñetero caso y mi cara era un cuadro, mantenía los labios apretados en una línea fina, los orificios nasales abiertos y mi dedo índice y pulgar juntos como gesto de poca paciencia. Cogí una bocanada de aire y la expulsé con tranquilidad, me guardé los calcetines en uno de los bolsillos traseros de mis pantalones y me arrastré cual serpiente sigilosa hacia el perro con el brazo extendido, lista para arrebatarle lo que por derecho me pertenecía.

—Devuélveme mi zapa, saco de pulgas —murmuré y enganché el calzado.

Aquello no le hizo ni pizca de gracia y comenzó a gruñir a la par que me mostraba sus blancos dientes. El hocico fruncido le quitaba la inocencia del rostro y le daba un aire de bestia despiadada.

—A mí no me gruñas. ¡Suelta!

El sabueso reforzó el agarre y fue arrastrándose hacia atrás hasta que logró que mi mano se desenganchara de su nuevo juguete. Estaba a nada de escabullirse por el otro lado, pero yo no estaba por la labor de rendirme tan fácilmente y me levanté para ponerme a cuatro patas e ir tras él con mayor rapidez, no obstante, mi perspectiva del espacio que tenía falló y me di un buen golpetazo en la cabeza con la estructura de hierro de la cama.

—Su pu... madre —dije apretándome la zona afectada con las manos.

Me mantuve unos instantes tirada en el suelo, agarrándome la cabeza, párpados y dientes apretados, y un dolor que iba disminuyendo latiéndome en la coronilla. Abrí los ojos y mi expresión facial debía de asemejarse mucho a la de una psicópata al borde de pasar por un brote psicótico.

«Respira, calma. Tú respira».

Me relamí los labios y salí de debajo de la cama. Una vez fuera, me incorporé hasta quedar de rodillas y me asomé por el borde del colchón para asegurarme de que el chico seguía plácidamente dormido. Y así era, estaba roque, su pecho desnudo subía y bajaba en completa armonía. Fui analizando su fuerte complexión, detallando sus músculos con la mirada hasta llegar a su pelvis ligeramente cubierta por las sábanas y...

«La zapatilla».

—La zapatilla, sí.

Salí de mi ensoñación, me puse en pie y salí de la habitación de puntillas en busca del perro gigantesco que había decidido tocarme los ovarios desde bien temprano. Cuando estuve en el pasillo, vi al San Bernardo de pie justo enfrente de la entrada con aquello que tanto deseaba recuperar en la boca; era como si me estuviese desafiando el muy perro, nunca mejor dicho.

TangenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora