Eris.
Apretaba el volante con las manos y fruncía el ceño a cada kilómetro que avanzaba mientras le echaba rápidos vistazos a los dos sándwiches que le había comprado a Kenai en el asiento del copiloto. Me hervía la sangre de solo recordar cuando volví con el que no tenía nada de origen animal y lo único que me encontré en el banco fue lo primero que le saqué de la máquina dispensadora, de él no había ni rastro, se había volatilizado.
«Una intentando ser amable...».
Respiré hondo y probé a sacar a aquel muchacho de mis pensamientos para poder conducir con tranquilidad y sin ningún sobresalto por la molestia que me invadía. Pero ¿por qué narices se había marchado sin decir absolutamente nada? Me había jodido mucho. Él llevaba quejándose de mi antipatía e indiferencia desde el principio y cuando le mostré un poco de compasión por la situación que estaba viviendo, fue y se piró.
Volví a hacer una respiración profunda al comprobar que no estaba haciendo lo que me había propuesto: sacarle de mi mente, al menos, mientras estuviese al volante en plena carretera. Para ello, probé a verle el lado bueno a las cosas. Ya tenía cena y no me iba a ser necesario preparar algo al llegar a casa, me comería lo que le había comprado a él en un principio.
«Jódete, ahora esos sándwiches son míos».
Me puse recta y una amplia sonrisa se apoderó de mi rostro, haciéndole adquirir una expresión malévola, como si aquello fuese la peor venganza de todas. Sentía que era un buen castigo, pero la verdad era que se trataba más de un berrinche propio de una niña pequeña.
No tardé más de quince minutos en llegar al piso que compartía con Uxía, después de aparcar el coche, fui a paso rápido para llegar cuanto antes, poder ponerme cómoda y descansar. En el momento en el que abrí la puerta del piso y accedí al lugar, la voz de mi compañera, proveniente del salón, penetró en mis oídos.
—¿Cómo le ha ido el día a mi alguita marina favorita? —inquirió con alegría.
Caminé hacia donde se encontraba; la rubia estaba sentada en el sofá con el móvil en la mano y haciéndole caso nulo al programa que estaban echando en la televisión.
—Bien, ahora te cuento, dame un segundo —pedí antes de encaminarme hacia mi habitación, sándwiches en mano.
Al llegar, dejé todas mis pertenencias en la cama y me dispuse a abrir la ventana para poder echarle una buena reprimenda al vecino que me había dejado plantada; quizás yo no era la indicada para echarle en cara algo como eso, pues yo le dejé tirado la primera vez que nos vimos en aquel hotel. Aunque esto era muy diferente.
—¡Eh, tú! ¡Sinvergüenza! —Alcé la voz—. ¡Sal aquí!
Esperé unos instantes con las manos sobre el alfeizar y el pecho levemente inclinado hacia adelante para poder ver al ricitos cuando se asomara. Mi cejo estaba arrugado y mi estómago ardía del enfado. Kenai no emitió respuesta de ningún tipo y ya estaba a punto de pegarle un grito aún más fuerte; no me iría de allí hasta que descargarse todo mi descontento en él. No obstante, antes de que pudiera siquiera hacer nacer mi voz, su ventana se corrió y su cabellera rizada apareció en mi campo de visión.
Ver su rostro decaído me preocupó un poco, hasta el punto de que mi expresión facial se relajó considerablemente. No parecía tener ganas para absolutamente nada, no sabía qué era lo que había ocurrido, pero se me habían disipado las ganas de reprenderle por su actitud. Balbuceé al no saber cómo retroceder. Una leve y sincera sonrisa creció desde una de las comisuras de sus labios, como si estuviese contemplando algo agradable para sus bonitos ojos aceitunas; la boca se me secó y sentí como el calor se subió a mis pómulos.
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Tangente
RomansEris sigue un método tangencial inquebrantable en sus relaciones hasta que el chico detrás de una de ellas despierta las mariposas que ella insiste en vomitar. * Para Eris, las historias amorosas son matemáticas. Líneas o curvas que se encuentran, q...