🦋 Capítulo 31

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Kenai.

El sudor mantenía su piel completamente adherida a la mía y no pude evitar abrazarla para sentirla mucho más cerca. Sentía su respiración presionar mi abdomen cuando inhalaba en profundidad y sus piernas vibrar contra mis muslos, acompañando los pequeños espasmos que de vez en cuando me sacudían.

La calma que precedía al caos era tan placentera, que no me atrevía a perturbarla. Me gustaba tener su cuerpo caliente y húmedo sobre el mío, daba igual lo mucho que me estuviera asando, no me movería ni un centímetro. Podría quedarme así toda una eternidad si solo me lo pidiera; desnudos, en mi cama, enlazados el uno al otro, rompiendo con las formas y dando pie a una guerra sin tregua.

Joder, Eris había hecho honor a su nombre y yo había tenido el privilegio de ser testigo de ello. Lo que acababa de pasar ahí, en mi habitación, entre nosotros, había sido caóticamente perfecto e hipnótico, tanto como ella. ¿Cómo podía existir alguien así? Parecía una ilusión y mentiría si dijera que no tenía miedo de que se desvaneciese.

—Mírame —pedí.

Se incorporó un poco para obedecer mi petición, haciendo que el roce de sus pezones erectos sobre los míos me robara un suspiro. Cuando se acomodó, me fue imposible no quedarme embobado viendo cómo sus pechos se presionaban con suavidad contra mí. Tuve que tragar saliva y obligarme a mirarla a los ojos; era preciosa.

El tiempo se ralentizó y yo entré en trance admirando aquella mirada felina que tanto me gustaba; parpadeaba lento y me observaba con una tranquilidad y una fijeza que lograron imponerme. Era intensa como ella sola, no hacía falta que me tocase para alborotarme por dentro, con solo clavar su pupila rasgada en mí, ya me tenía. Podía hacer conmigo lo que le diese la real gana que no me iba a quejar.

No era normal todo lo que conseguía provocar en mi interior con su sola presencia, con su mirada. La resaca emocional que iba a tener después de aquello iba a ser peor que cualquier otra que hubiese tenido de borrachera. No tenía ni punto de comparación con lo que me pasaría en cuanto Eris se marchase a casa.

Es que, mierda, lo quería todo con ella. Quería follar guarro, darnos los mimos inocentes de después, dormir juntos y despertar a su lado. Quería que me dejara conocerla, que se atreviese a conocerme, hablar con ella hasta las tantas de la madrugada y compartir una buena bolsa de besitos de fresa. ¿Qué cojones me había hecho? La quería a ella y tenía que decírselo.

Acerqué mi mano a su rostro y le aparté un mechón de pelo que quedó pegado a su mejilla por el sudor, pasándoselo por detrás de la oreja y aprovechando para acariciarle el pómulo con el pulgar; tragué saliva, aterrado por como pudiese reaccionar.

—Te quiero —confesé.

Soltó un jadeo y dejó de respirar, lo que provocó que el tiempo recuperase lo perdido de golpe y todo comenzase a ir más rápido. Ella estaba atemorizada y yo nervioso. Me iba a pegar la hostia de mi vida y no estaba preparado para recibirla. ¿Por qué mierda no me podía estar callado?

—Retíralo.

Su voz salió en un susurro afónico que terminó por quebrarse, todo su cuerpo temblaba sin parar y sus ojos comenzaron a aguarse. Se había quedado paralizada y estaba muy tensa, la piel se le había vuelto pálida y el aire parecía no llegarle a los pulmones.

Eris se incorporó ayudándose de la posición de sus manos sobre mi pecho y mantuvo sus inundadas pupilas fijas en las mías, esperando a que hiciera aquello que me había pedido: retirar ese «te quiero» que tanto miedo me había dado confesar.

—¿Qué?

Despegué la espalda del cochón hasta quedar sentado y cerca de la chica que continuaba sobre mi regazo; su mirada tenía a mi organismo sumido en un completo descontrol, pues sabía a la perfección de qué manera íbamos a acabar y no había tenido tiempo suficiente para prepararse, solo le quedaba soportar el impacto. Sus dedos sujetaron mi rostro y lo atrajeron al de ella.

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