A la noche siguiente invité a Miguel a cenar en "mi casa", no había vuelto a tener noticias de mi desaborida vecina desde que la espanté con un falso ataque de tos el día anterior. Ni siquiera le había escuchado pasar por su habitación, llevaba en buen rato tirado en la cama con el móvil haciendo tiempo hasta que la calabacita decidiese aparecer y ni un solo ruido procedente de su cuarto penetró en mis oídos; me estaba volviendo a evitar.
Solté un gruñido de frustración y dejé caer mi teléfono a un lado del colchón, ¿quién diablos podría entender a Eris? Yo, desde luego, no.
Crucé mis manos detrás de mi cabeza y respiré en profundidad para sacarla de mi mente, esto no tardó en suceder en el instante en el que miré hacia la entrada de mi habitación. Pensé en Rafael y lo único que quería era que apareciera por esa puerta como cada día y viniera a contarme algo. Me fue imposible no recordar un momento en concreto, ese en el que entró con una ilusión que le chispeaba en los ojos y le iluminaba la cara; una inconsciente sonrisa se dibujó en mis labios al imaginarme la escena.
Venía escuchando su voz pronunciando mi nombre desde que había entrado en nuestro hogar, gritaba tanto que lo había podido oír por encima de la música que los auriculares emitían. Me incorporé de la cama y me los quité con el cejo fruncido al mismo tiempo que le sentía acercarse muy apresuradamente hacia donde me encontraba.
—¡Oli! —exclamó al asomarse—. Tengo una idea cojonuda.
Arqueé una ceja y le observé detenidamente. Su pecho subía y bajaba debido a su respiración agitada, seguro que por la carrera que se había pegado hasta llegar aquí para comentarme sobre lo que se le había ocurrido. Tenía una radiante sonrisa que curvaba sus labios y le formaban unos hoyuelos cerca de las comisuras que le hacían ver como un niño inocente a pesar de sus pintas de macarra.
—¿Cuál?
—Agárrate —pidió y se acercó a mí.
—¿Qué?
—¡Qué te agarres!
Cogió mis manos y las aprisionó contra el borde de mi colchón mientras que se sentaba en él. Arrugué el entrecejo, reí sin entender absolutamente nada y me soltó.
—No me voy a caer de la cama —murmuré.
—¿Seguro?
—Eh..., sí.
—Bueno, ¿estás preparado? —inquirió dando una sonora palmada y yo asentí—. Bien. ¡Tengamos nuestro propio taller! Eh, ¿qué dices? ¡Eh, eh!
—Rafa..., no tenemos ni un puto duro.
—¡Por eso hay que ahorrar!
Se levantó de golpe y se encaminó hacia mi escritorio. Allí cogió un frasco de cristal que usaba para guardar lapiceros y bolígrafos, en su mayoría inservibles, lo vació y regresó con él entre sus dedos. Antes de decir nada, se sacó la cartera de uno de los bolsillos delanteros de sus pantalones y se las ingenió para sacar una moneda y meterla en el tarro.
—Yo pongo el primer euro —dijo con alegría—. Solo imagínalo, Oli. Tú, yo y nuestro taller, trabajando codo con codo. Se acabó el no llegar a fin de mes, las deudas, todo. Seríamos nuestros propios jefes. Yo solo veo ventajas.
—¿Y has pensado en el nombre que tendrá nuestro taller?
—Por supuestísimo.
Rafa me entregó el tarro y volvió a aproximarse a mi escritorio, buscó por los alrededores algo con la mirada y, al no encontrarlo, se sacó uno de los papelillos de su tabaco de liar del bolsillo restante y comenzó a probar suerte con cada bolígrafo para ver si alguno pintaba. No obstante, como ya había mencionado, todos eran inservibles.
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Tangente
RomanceEris sigue un método tangencial inquebrantable en sus relaciones hasta que el chico detrás de una de ellas despierta las mariposas que ella insiste en vomitar. * Para Eris, las historias amorosas son matemáticas. Líneas o curvas que se encuentran, q...