Eris.
El agua caliente resbalaba por mi piel y las manos del ricitos enjabonaban mi cuerpo con ternura. No podía evitar estremecerme cada vez que sus caricias se desviaban hacia mis partes más sensibles, rozando mis pezones y la intimidad entre mis muslos.
Me derretía.
Me derretía por él.
Era como estar en pleno verano.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentía querida y sin la necesidad de salir corriendo. Estaba acojonada, pero esta vez era diferente. Porque ya no me daban miedo las mariposas que recorrían mi estómago, me daba miedo perderlas.
El chico con nombre de cerveza extranjera me dio la vuelta y me susurró al oído: «me toca». Me echó jabón en las manos y me acorraló contra la pared, dejando todo su cuerpo a mi disposición. Recorrí su pecho y abdomen muy despacio, disfrutando de la musculatura que se tensaba bajo mi toque, del tacto de sus pezones duros y del metal frío de su piercing. Una sonrisa ladina se abrió paso en sus labios cuando llegué a su culo y le apreté las nalgas.
—Te estás recreando, canija.
—Sí —admití—. ¿Algún problema?
—No, por favor, continúa —ronroneó con cierta gracia—. No te cortes.
Sin apartar la mirada de sus ojos aceitunas, saqué a la luz a la sinvergüenza que llevaba dentro y le manoseé con picardía lo que le colgaba entre las piernas. Una carcajada le raspó en la garganta y me hizo cosquillas en la punta de la lengua cuando me besó con cariño.
Las yemas de mis dedos acariciaron la perfilada V de su abdomen hacia arriba y danzaron en círculos sobre sus caderas antes de ascender de nuevo por su torso. Tenía la piel de gallina y la respiración agitada. Me gustaba ver todo lo que podía provocar en él. Me gustaba tocarle y sentirle estremecerse bajo mis manos. No podía —ni quería— parar porque temía que se desvaneciese como el humo.
Pero era real.
Era amor y era real.
Mis brazos pasaron sobre sus hombros y mis dedos juguetearon con los rizos rebeldes que luchaban contra el peso del agua. Adoraba su cabello, era tan suave...
—¿Puedo lavarte el pelo? —pregunté casi en un susurro.
—Eris, cariño, creo que después de haberme enjabonado las pelotas no necesitas pedirme permiso para lavarme el pelo.
—Imbécil.
Le di un golpecito en el pectoral e intenté no reírme, pero fue imposible. Alcancé el bote de champú que descansaba sobre un pequeño estante y me eché un poco en la palma mientras el ricitos se arrodillaba para facilitarme la tarea. Sus manos se amoldaron a mis piernas y me atrajeron a sus labios, los cuales rozaron mi vientre con un tímido beso.
Masajeé su cabeza con suavidad a la vez que me besaba el ombligo y la espuma empezaba a teñir de blanco el marrón de su pelo. Tenía los ojos cerrados y juraría haber escuchado algún gemido enredarse en sus cuerdas vocales.
En cuanto terminé, le incliné la cabeza hacia el chorro de agua y mientras le protegía la carita con las manos para que ninguna gota de jabón le hiciese daño durante el aclarado, me di cuenta de dos cosas:
Él no era Kenai.
Y yo no era Eris.
Kenai era un ser vacío que intentó llenarse a polvos con una desconocida. Pero el muchacho que me había ofrecido una ducha después de follar y me había limpiado el sudor entre caricias y besos, era la más pura definición de amor.
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Tangente
Roman d'amourEris sigue un método tangencial inquebrantable en sus relaciones hasta que el chico detrás de una de ellas despierta las mariposas que ella insiste en vomitar. * Para Eris, las historias amorosas son matemáticas. Líneas o curvas que se encuentran, q...