A la mañana siguiente, Connie se despertó muy pronto a causa de un agudosonido procedente de debajo de su ventana. Dormía en una pequeña habitación de labuhardilla con el techo inclinado y una ventana que daba al mar. Era el único lugarde la casa donde se sentía cómoda: su propio santuario. Apartó las sábanas y,descalza, avanzó de puntillas por los tablones barnizados para apartarcuidadosamente las cortinas. Allí estaba Evelyn, en el sendero de la parte delanterade la casa, vestida con su negra capa, dando vueltas como una peonza con los brazosestirados pegados al cuerpo y la cabeza gacha. Vista desde arriba, la capa searremolinaba trazando un círculo perfecto y el carmesí del pañuelo de su cabezaformaba una pupila roja en el centro de un ojo negro. La voz de Evelyn subía y bajaba en un aullido sollozante, como si llorara la muerte de un amigo querido, comosi la desesperación le impidiera recuperar la esperanza. El sonido se clavó en el corazón de la muchacha: quería meterse los dedos en los oídos y bloquear la extrañatristeza de su tía. ¿Qué había ocurrido para que actuara de aquel modo? Como si notuviera ya bastantes problemas ella misma. Francamente, se las habría apañado muybien sin tener que vivir con alguien tan poco ortodoxo. -¡Cállate! -gritó el señor Lucas desde el número cuatro, sacando la cabeza por laventana, rojo de ira-. ¡Los que tenemos un trabajo como Dios manda intentamosdormir! ¡Ve a practicar tus danzas a otro lado! El lamento cesó abruptamente y se oyó un portazo en la parte de atrás. Connie semetió rápidamente en la cama antes de que la pudieran acusar de espiar, pero su tíano subió a ver qué hacía. Connie se dio la vuelta e intentó volver a dormirse. Cayó enun inquieto sueño en el que un viento estrepitoso la arrastraba por los páramos, sinhogar, sin raíces, sin descanso. Su tía no hizo referencia a sus actividades de madrugada cuando Connie bajó a lacocina. Era como si lo del sendero no hubiera ocurrido nunca. Connie lanzó unamirada furtiva a Evelyn mientras se servía un poco de naranjada para comprobar siveía algún rastro del comportamiento neurótico que había presenciado, pero su tíaparecía tranquila y la observaba con expresión calculadora. Estar con Evelyn era como desayunar en la cima de un volcán activo: nunca sabías exactamente cuándoiba a entrar en erupción. -¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó Evelyn, estudiando a Connie por encima delborde de su taza de café. La luz del sol atravesaba el aire viciado y caliente de lacocina, pasando sobre el fregadero atestado de platos hasta un ramo de crisantemosde un rojo encendido que descansaba medio mustio en un jarrón, entre Connie y sutía. Cada centímetro de la cocina estaba cubierto de cosas que Evelyn recogía en suspaseos por la playa o por los páramos: nudos esqueléticos de maderas zarandeadaspor guijarros lisos, un móvil de plumas y fragmentos de cristal multicolor querepiqueteaba junto a la ventana. A Connie, aquella colección le resultabadesconcertante: la atraía con su brillo como a una urraca pero amenazaba a la vez conabrumarla bombardeando sus sentidos. -Pues... Lo de siempre, supongo -respondió Connie a la defensiva, toqueteandoun pétalo caído. No le gustaba que nadie interfiriera en su rutina de visitas a losanimales de los que se había hecho amiga, pero tampoco quería disgustar a su tía. -Bueno, pues quiero que cambies de planes -«Oh, no», pensó Connie-. Unaamiga mía, Lavinia Clamworthy, tiene un nieto que irá a tu misma clase en laescuela. Quiero que lo conozcas para que al menos tengas un amigo cuandoempieces, la semana que viene. Connie estaba sorprendida de que a su tía se le hubiera pasado aquella idea por lacabeza: era la primera vez que hacía algo que sugería que la consideraba algo másque una inquilina que comía y dormía bajo su techo. Pero ¿Evelyn y la abuela de unmuchacho al que no conocía de nada, y que seguramente ni siquiera querríaconocerla, habían elegido quién iba a ser su «amigo»? -No me importa esperar hasta el lunes -repuso Connie a la desesperada. -No, no. Este asunto lo dejaremos resuelto hoy -sentenció su tía, sin piedad-.He quedado con la señora Clamworthy y Colin en una cafetería esta mañana. Y túvendrás conmigo. Connie hizo una mueca mirándose las uñas mordidas y convirtió el pétalo enconfeti. Su destino ya estaba decidido y no merecía la pena resistirse. Con un suspiro,volvió a levantar la mirada y asintió levemente a su tía.
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La Copper Kettle era una cafetería rancia, muy del gusto de los más ancianos deHescombe. Estaba repleta de volantes de cretona y cortinas de encaje con puntillas;había bandejas de tartas caseras primorosamente expuestas sobre tapetesdecorativos; sin música de fondo. Evelyn Lionheart destacaba notablemente entre losdemás adultos, como un cisne negro entre los patos: tenía cuarenta años menos que todos los demás clientes y llevaba una chaqueta vaquera negra, unas Martens rojas yel pelo recogido con un pañuelo carmesí. La niña no entendía por qué su tía habíaescogido aquel lugar como punto de encuentro. Connie permaneció sentada construyendo una torre de terrones de azúcar yamasando una creciente sensación de desastre. Con absoluto pesimismo ya se habíaimaginado la escena: alguien que accedía a acompañar a su abuela a un lugar comoaquél tenía que ser un pobre cretino y su compañía le supondría un inconvenientesocial desde el principio. Estaba destinada a pasarse sus primeras semanas en laescuela primaria de Hescombe rondando por la sala de informática con él y con loscretinos de sus amigos, haciendo ver que le importaban las ventajas relativas de laPlayStation 2 frente a la XBox. Eso si dejaban entrar chicas en su mediocre club, cosaque dudaba. -Hola, Evelyn -dijo una voz que cayó como una suave lluvia sobre el silenciosoambiente. Connie levantó la cabeza. Era la anciana a la que había arrollado el díaanterior. A su lado había un muchacho con unas gafas de sol envolventes. Por suaspecto informal y su modo de vestir, Connie lo clasificó de inmediato como alguiencon el gancho que a ella siempre le había faltado; el tipo de chico con el que ellanormalmente no intercambiaría ni dos palabras. Tenía que haber algún error. -Hoy tienes muy buen aspecto -añadió la mujer-. ¿Has visitado a tusamistades? Evelyn dedicó a la señora Clamworthy la clase de sonrisa que a Connie le hubieraencantado de su tía: cálida y a la vez cariñosa. Hizo que pareciera otra persona; lapersona con la que a Connie le hubiera gustado vivir. -Gracias, Lavinia. Sí, he ido a verlas. ¿Cómo lo sabes? -No se llega a mi edad sin saber unas cuantas cosas, cielo -dijo la señoraClamworthy, dando una palmadita sobre la muñeca de Evelyn-. No me sorprende.Y ésta debe de ser Connie, ¿no? ¿No nos tropezamos ayer en High Street? Connie sonrió y asintió tímidamente. -Espero que te guste mi rincón favorito. Evelyn es demasiado educada paradecirme que lo detesta, pero esperaba poder convencerte a ti. La señora Clamworthy se acomodó al lado de Connie, inundando de dulce esenciade lavanda el aire mientras se colocaba la bufanda de seda sobre los hombros. Surostro redondo y agradable estaba rodeado de una nube de pelo blanco, como el halode la luna vista a través de la niebla. -Y no hay que ser un lince para saber que éste es mi nieto Colin, aunque, segúnparece, ahora prefiere que le llamen Col. También irá a la clase del señor Johnson,¿sabes? -continuó, asintiendo alentadoramente a Connie. Cómodo, incluso en aquel entorno, el muchacho se dejó caer en una silla frente aConnie y se quitó las gafas, que dejó en la mesa. Se pasó ambas manos por el pelo castaño y corto, bostezando abiertamente. Connie levantó la vista para mirarlo a losojos. Para su sorpresa, se encontró con que tenía uno verde y otro marrón. No pudoreprimirse: -¡Dios mío! Los tienes como... -Dejó la frase a medias. Algo raro sucedía. Encuanto los cuatro estuvieron sentados a la mesa, empezó a notar un cosquilleo deenergía, una sensación que normalmente sólo experimentaba cuando jugaba con susamigos animales. Se sentía atraída por los Clamworthy (incluso por su tía, tal comopercibió con un sobresalto) con tanta fuerza como se había sentido atraída por elgrupo al que había arrollado el día anterior. Col se rió. -Entre los dos reunimos dos pares de ojos normales -volvió la cabeza hacia suabuela. Connie se sorprendió: los suyos eran los movimientos rápidos y nerviosos deun petirrojo-. Es culpa de la señora: lo heredé de sus genes. ¿Y tú? Echando un rápido vistazo a su vecina, Connie vio que la señora Clamworthytambién tenía los ojos de distinto color, pero en su caso la variación era menosexagerada: uno gris y otro azul. -¿Disculpa? -dijo Connie, bastante desconcertada por la pregunta. -¿De dónde has sacado esos ojos? ¿De mamá o de papá? -De ninguno de los dos, que yo sepa. -De su tía abuela -intervino Evelyn, sirviéndose el té, como si nada-. Y antes,de su tatarabuela. Connie se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró rápidamente. -Y el pelo también -añadió Evelyn, como si antes se le hubiera olvidado. Completamente superada por aquella inesperada lluvia de información, Conniedejó que los demás llevaran el peso de la conversación mientras ella reordenaba lasideas. ¿Por qué no le habían dicho todo eso antes? Y puestos a pensar, ¿quéprobabilidades había de encontrar a alguien con los mismos ojos? Le dolía el cerebrosólo de imaginar las operaciones necesarias para resolver el enigma. -Una entre diez millones, creo -dijo Col. -¿Qué? -preguntó Connie, arrancada abruptamente de su ensimismamiento. -La probabilidad de encontrar a alguien con los ojos tan raros como yo. -¿Cómo sabías que estaba pensando en eso? -No lo sabía -dijo él, verdaderamente sorprendido-. Lo estaba pensando yo -hizo una pausa-. ¿Sabes una cosa, Connie? Me parece que compartimos un montónde cosas... -¿Como qué? -Como apellidos estúpidos, para empezar. Connie se rió. Sí, llamarse Colin Clamworthy era incluso más embarazoso quellamarse Connie Lionheart1. A lo mejor en la escuela no le iría tan mal.
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Al lunes siguiente, Connie se dio cuenta de que estaba deseando volver a ver aCol. El único problema fue que Evelyn (cumpliendo órdenes del padre de Connie porsi a su hija se le ocurría armar algún desastre, como en la última escuela) insistió enacompañarla hasta la puerta e incluso hasta el interior del aula. La escuela se había construido alrededor de un edificio Victoriano con entradasdiferentes para NIÑOS y NIÑAS. Las aulas modernas se agolpaban alrededor de susausteras predecesoras, con los espacios acristalados haciendo un guiño descarado alas antiguas ventanas altas al sol de la mañana. Evelyn llevó a Connie a uno de losedificios más recientes. -¿Señor Johnson? -llamó su tía a un hombre bajito de cintura y estatura de ponique escribía la fecha en la pizarra. -¡Evelyn! Me alegro de verte. No me parece que haga tanto que te tuve en clase-dijo el señor Johnson, frotándose los dedos para limpiarse el rotulador mientras seacercaba a saludarlas. Evelyn le dedicó una sonrisa generosa y bajó la guardia enpresencia de alguien a quien conocía y admiraba. Connie conectó inmediatamentecon el profesor, influida por el efecto que había producido en su tía-. Me gustaríadecirte que no has cambiado nada, pero te mentiría. Antes no eras más alta que yo:habré encogido a medida que tú crecías. »Y tú debes de ser Connie. Bienvenida a Hescombe. Hay una percha con tunombre en el armario y tu cajón es aquél. No tenemos un sitio concreto porque nosmovemos mucho durante la clase, pero ¿por qué no empiezas en esta mesa de aquí,cerca del rincón de las mascotas? Creo recordar que a tu tía le gustaba especialmenteeste pupitre. -¿Es buena idea? -murmuró Connie a Evelyn. Su pánico era como la espuma deuna gaseosa removida. -Por supuesto. Cuando llamé al señor Johnson, le conté todos tus problemas enlas otras escuelas. Puedes estar segura de que él no se escandalizará de que les gustesa los animales -dijo su tía, avanzando hacia la puerta-. Conmigo no lo hizo. 1 Clamworthy significa «digno de almeja», mientras que Lionheart significa «corazón de león».
De momento no había animales en el rincón de las mascotas, así que Connie sesentó y esperó a que empezara a llegar la fauna humana. Tenía un nudo en elestómago: el temor de volver a fracasar. Le costó mucho responder a las preguntasdel señor Johnson sobre sus asignaturas favoritas mientras el hombre avanzaba entrelas mesas distribuyendo impolutas libretas de ejercicios. En aquel momento, Connieno podía pensar en nada que le gustara del colegio. El aula se empezó a llenar. Entraron tres chicas y miraron con curiosidad lanueva alumna. Una le dedicó una sonrisa tímida, pero ninguna se aventuró asentarse a su lado. Connie notaba cómo su frágil confianza se evaporaba. Sería comotodos los demás primeros días: pronto estaría sola y aislada y todo el mundopensaría que era rara. Justo en aquel momento vio a una niña morena vestida con unsari turquesa ir hacia el rincón de las mascotas tambaleándose bajo el peso de unajaula de jerbos. Connie, que estaba justo en su camino, no pudo evitar levantarse aayudarla. -Gracias -dijo la chica, dejándose caer con una dramática fioritura en la silla deal lado de Connie. Cuando se apartó el pelo negro de los ojos, los brazaletes que lucíaen el brazo tintinearon alegremente-. ¿Eres la nueva? -Sí, Connie. Connie Lionheart -contestó, sin demasiada confianza. Su compañera asimiló el nombre sin el menor indicio de que le hubiera parecidogracioso. -Yo soy Anneena Nuruddin. El hindú de High Street es de mi familia. ¿Loconoces? -abanicándose la cara con su fina mano morena, Anneena miró conatención a Connie por primera vez-. Eh, ¿sabes que tienes los ojos igual que ColClamworthy? ¿Sois parientes? -Connie sacudió la cabeza-. Caray, lasprobabilidades de que dos personas así acaben en la misma clase deben de ser... -Infinitesimales. Ni te molestes en calcularlas -Connie se sintió satisfechaviendo que había arrancado una sonrisa a Anneena. Al fin entró Col en clase y se abalanzó hacia la mesa de Connie. -Veo que has conocido a Anneena. Pues todo arreglado. Anneena conoce a todoel mundo y lo sabe todo sobre la escuela -comentó Col. Durante un efímerosegundo, Connie deseó que Col se sentara a su otro lado. ¿Volvería a sentir la extrañaenergía que había notado en la cafetería si él se quedaba cerca? Pero Col se volvió yse sentó en otra mesa con unos muchachos mientras el profesor empezaba a pasarlista. Viéndolo alejarse, Connie pensó que había sido una tonta al pensar que alguiencomo él iba a sentarse a su lado. -Col tiene un poni y una barca -anunció Anneena, siguiéndolo con ojosintrigados-. Bueno, para el caso, la barca es de su abuela. -¿Y qué hay de su padre y de su madre? ¿No vive con ellos? -preguntó Conniemientras Col compartía una broma con un muchacho grandote de pelo rubio,haciendo que toda la mesa se echara a reír. -Cálmate un poco, Col -le pidió el señor Johnson, sin ni siquiera levantar lacabeza para comprobar el origen del alboroto. -No suelen pasar mucho tiempo aquí -le susurró Anneena-. Vive con suabuela y es muy popular. Y gracias a Dios que así era, porque los ojos y el apellido raro del muchachohabían hecho que los suyos pasaran desapercibidos. Teniendo a alguien como Col enclase, nadie se fijaría en ella. La tensión que había sentido desde que había llegado aHescombe se relajó un poco. Por primera vez en su vida, Connie se aventuró apensar que podría encajar. Durante el recreo Anneena le enseñó la escuela, que hervía de actividad tras elregreso de los niños después de las vacaciones: colas en la ventanilla de secretaría,disputas territoriales en el patio, grupitos cuchicheando en los baños de las chicas...Acabaron en el rincón de las mascotas, porque Anneena quería cambiar el agua a losjerbos. -Los he cuidado todo el verano -le dijo-. Es que los jerbos me encantan,¿sabes? Pero mi madre siempre ha dicho que son un engorro. Sabía que no leimportaría que me llevara los de la clase y me parece que he conseguido que cambiede opinión y me deje tener los míos propios. ¿Y tú? -¿Yo? -¿A ti, te gustan? Connie nunca había prestado demasiada atención a los jerbos. Como tenía tantosamigos animales... Se arrodilló al lado de la jaula para verlos más de cerca,respirando suavemente el olor a aserrín y descubriendo los secretos tesoros desemillas de las criaturas. Los jerbos corrieron inmediatamente hacia ella y empezarona moverse por la jaula en lo que Connie identificó como su danza de bienvenida. -¡Eh, nunca los había visto hacer eso! -exclamó Anneena. -¿No? Me parece que sólo están diciendo hola -repuso Connie, balanceándoselevemente para responder a la danza de los jerbos y darles las gracias por sus buenosdeseos. Anneena la miró con extrañeza, algo nerviosa por aquel comportamientoinesperado. -¿Qué haces? -También les digo hola -y al decir esto, Connie notó un nudo en el estómago.¿Era ése el fin de su corta amistad con Anneena? Mantuvo los ojos clavados en losinteligentes rostros de los jerbos, temerosa de alzar la vista. Pero Anneena se puso aimitarla. -Es divertido -dijo Anneena encantada mientras los jerbos corrían hacia su ladode la jaula y empezaban a bailar ante ella-. Tienes un don con los animales, ¿sabes? Manteniendo la mirada de admiración de su nueva amiga, Connie se encogió dehombros y sonrió.
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Aquella tarde, Connie salió de la escuela bastante satisfecha del día. Ella yAnneena se habían llevado bien incluso después del incidente con los jerbos.Anneena había contado a toda la clase, casi sin respirar, el trato que Connie habíadado a las mascotas de la clase. Hasta Col había parecido impresionado. Después,Anneena le había presentado a su grupo de amigas durante la comida. Conniealbergaba esperanzas de que alguna de ellas se convirtiera también en amiga suya.Le cayó especialmente bien Jane Benedict, alta y tímida, una de las más brillantes dela clase. La única decepción de Connie fue que Col hubiera mantenido las distancias.Creía que se habían hecho amigos en la cafetería, pero no parecía seguir esa tónica enla escuela. Mientras empujaba la cancela del número cinco, Connie decidió que nopodía culpar al muchacho. Col estaba completamente fuera de su alcance: erademasiado popular y divertido. Encontró a su tía correteando por la cocina, preparando lo que parecía un picnic. -¿Cómo ha ido la escuela? -preguntó Evelyn, distraída. Connie se sentó a la mesa de la cocina y se sirvió una rebanada de pan. -Bien. -Bueno. Tengo que volver a salir esta noche. La señora Lucas, de la casa de allado, me ha dicho que estará pendiente de ti. Busca algo en la nevera para cenar ymétete en la cama, ¿vale? Después del esfuerzo que había hecho su tía por la mañana, Connie esperaba quese interesara más por cómo le había ido todo en clase. ¿Acaso Evelyn pensaba algunavez en su sobrina? Se hizo el silencio, roto sólo por el ruido de los preparativos culinarios. Connie sesumió en una larga espera con la esperanza de que su tía la redimiera prestándole unpoco de interés. Pero a medida que iban pasando los segundos, se hizo evidente quela táctica del digno silencio de Connie no iba a funcionar. Su tía ni siquiera parecíaverla. -¿Adónde vas? -preguntó Connie. Evelyn ignoró el tono dolido. -A una reunión de la Sociedad -respondió, mientras revolvía en la nevera parasacar una enorme trucha envuelta en celofán. -¿Qué Sociedad? Evelyn salió disparada hacia la puerta, añadió un chubasquero y unas botas degoma a su montón y, como quien recuerda a última hora que se está dejando algo,tomó también los protectores auditivos. -¿De qué Sociedad se trata? -insistió Connie. Pero su tía desapareció por la puerta para cargar su viejo Citroen y o bien noescuchó o no quiso escuchar la pregunta.
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Una pequeña barca azul roncaba acercándose a las rocas que protegían la entradaa la bahía. Los pilares de piedra empequeñecían la embarcación, erigiéndose comogigantes encapuchados contra los elementos. Col paró el motor a unos veinte metrosy se colocó los protectores auditivos. Su pasajero, un anciano de pelo blanco conmechones cobrizos, que llevaba un termo en el regazo, siguió su ejemplo. Habíanplaneado los siguientes movimientos en la orilla, a resguardo en la taberna Anchor.Lo único que debían hacer era esperar que llegaran los otros dos botes, entonces yaestarían preparados para enfrentarse a lo peor, quizás incluso a la muerte. Col observó cómo el doctor Brock se servía tranquilamente un té. Hacía una bonitatarde, aunque un poco ventosa. A pesar de ser casi las nueve, el cielo todavía estabaclaro, signo inequívoco de que aún no había terminado el verano. A Col le hubieragustado disfrutar aquello con la misma serenidad que su pasajero y demostrar queestaba listo para pasar la prueba manteniendo los nervios a raya, pero al plantearselos peligros que le acechaban no podía evitar que el corazón se le desbocara como uncaballo de carreras. Su misión era vital: sospechaban que algunos hombres habíanperdido ya la vida, empujados a la muerte por el irresistible poder de las criaturasque se ocultaban tras las rocas. Cabía la posibilidad de que ni él ni el doctor Brockregresaran. En cuestión de minutos podían perder el dominio de sus sentidos yquedar a merced de las aguas que los rodeaban. Con estas perspectivas, Colabandonó sus intentos por tranquilizarse y empezó a temblar al timón de laembarcación. Llegaron otras dos barcas. Al timón de la primera iba Evelyn Lionheart con laabuela de Col. Ambas llevaban orejeras para no correr ningún riesgo. Col recordócon ironía la discusión en el Anchor sobre si era o no demasiado joven paraembarcarse en una misión tan peligrosa. Su abuela había argumentado que Col debíasaber a qué se enfrentaba antes de que le pillara por sorpresa. En la orilla, Col sehabía sentido adulado por el hecho de que su abuela reconociera su madurez; ahora,en el mar, meciéndose bajo la amenaza de un peligro oculto, se arrepentíaenormemente de haberse empeñado tanto en ir.
Col continuó esperando mientras el señor Masterson, el tripulante de la tercerabarca, seguía a Evelyn Lionheart, evitando los bancos de arena que bordeaban elcanal de Hescombe. El señor Masterson iba de pie al timón, con sus botas de goma yel corazón en vilo. Se sentía mucho más seguro en el tractor de su granja que en unabarca. Su pasajero, Horace Little, un anciano indio americano de pelo blanco, ibasentado a popa con unos binoculares pegados a los ojos, observando cualquierposible movimiento en el cielo. Una vez reunidas las tres embarcaciones, el doctor Brock se levantó y agarró unmegáfono. La fuerte brisa que soplaba de mar a tierra dificultaba que los tripulantesmantuvieran sus embarcaciones en círculo alrededor de las enormes rocas, conocidasen la zona como las Chimeneas. Col rezongó entre dientes mientras arrancaba elmotor para que la Water Sprite se mantuviera en posición. Debía mantener laformación; el doctor Brock dependía de él para que no se le escaparan las criaturas.Col esperaba no tener que mantenerla demasiado tiempo. La espera era insoportable.Era muy consciente de su propio cuerpo: la respiración honda y rápida, el martilleodel corazón en el pecho, el roce del viento en la piel. Si el doctor Brock no actuabarápidamente, Col corría el riesgo de hacer algo para descargar la tensión: gritar, reír oincluso tirarse por la borda antes de que las criaturas le empujaran a hacerlo;cualquier cosa antes que aquella terrible quietud. El doctor Brock se aclaró la garganta. -Reverencias -gritó a las rocas, aparentemente vacías-. Somos de la Sociedadpara la Protección de las Criaturas Míticas y solicitamos audiencia. Con las orejeras bien pegadas a los oídos, Col no escuchó nada de todo aquello,pero sabía lo que el doctor Brock iba a decir. Observó las rocas y una gota de sudor lecorrió por la frente mientras trataba de detectar el más mínimo signo de vida. El doctor Brock repitió su llamada tres veces, pero siguió sin haber ningúnmovimiento. «¿Qué ocurre?», pensó Col. Después de tanta preparación, ¿tendrían que volver acasa con las manos vacías? A punto estuvo de soltar una carcajada por lo indigno dela situación. -¿Nos vamos? -susurró Col al doctor Brock. El doctor sacudió la cabeza y, acto seguido, la inclinó como si rezara pidiendo quelas criaturas respondieran. Había mucho en juego. Un aleteo, un torbellino de actividad en las rocas. De la vasta oscuridad en la basede las Chimeneas ocho figuras alzaron el vuelo para aterrizar cada una en una cima.Desde lejos parecían gaviotas gigantescas, pero los miembros de la Sociedad sabíanque todas tenían rostro de mujer. Las sirenas habían acudido. El doctor Brock se llevó el megáfono a los labios, pero, antes de que pudiera decirnada, las sirenas se lanzaron en picado sobre ellos como nubes de tormenta sempujadas por un vendaval. La envergadura de sus alas era el doble que la de unalbatros. Cortaron el aire hábilmente, con las colas blancas abiertas como abanicos ylas alas extendidas como guadañas. Dos se dirigieron a la barca de Evelyn Lionheart,tres a la del señor Masterson y otras tres a la de Col y el doctor Brock. Pasaron junto alas embarcaciones y se elevaron en espiral sobre ellas hasta parecer pequeños puntosblancos en el cielo. «¿Adónde han ido? ¿Se han largado?» Col estaba deseando saber qué sucedía, sipodía ya relajarse. Obtuvo su respuesta: no. Al unísono, las sirenas pegaron las alas al cuerpo y sedejaron caer como dardos hacia el corazón de las tres barcas. Col sintió una punzadade terror en el estómago mientras se hacía la desagradable idea de cómo se sentía unconejo cuando se abalanzaba sobre él un águila con la intención de arrancarlo delsuelo. Era tal su velocidad y estaban ya tan cerca que distinguía sus bocas carmesíabiertas en un grito, sus pálidos rostros encendidos de rabia, sus garras aguileñasrasgando el aire. No habrían sido necesarios los frenéticos gestos del doctor Brock:Col supo que era hora de dar media vuelta y correr hacia la orilla. Arrancó el motor ygiró el timón. ¡Plaf! Col se agachó al tiempo que una racha de viento le recordaba la proximidadde las sirenas. Vio una garra. Sintió un dolor intenso. Algo le había rozado la mejilla.Se agarró las orejeras, protegiéndolas de las garras negras. Miró hacia arriba y viounas enormes alas grises con los bordes inferiores blancos descendiendo hacia elmar: precioso pero terrible. Col se volvió rápidamente para comprobar si su pasajero seguía a bordo. En laproa, el doctor Brock luchaba para apartar las garras de dos sirenas. Las criaturas loacosaban, concentrándose en arrancarle los protectores de las orejas. Col observó labelleza humana de aquellos rostros, una belleza distorsionada por la rabia: los ojosnegros encendidos, la piel azulada brillante de agua de mar, las ventanas hinchadasde sus narices afiladas como picos de ave, todo ello rodeado de tirabuzonesplumosos que se enroscaban blancos en el aire. Si conseguían quitarle las orejeras,estaría perdido. Escuchar el canto de las sirenas era fatal. Empujaba a quien loescuchaba a lanzarse al mar para alcanzar a las cantantes. Nadie podía resistirse.Gritando aterrorizado, Col aceleró, puso la barca a toda máquina. Si avanzaba unpoco más, las atacantes se rendirían. Una blanca estela se extendía tras la barcamientras Col trataba de poner distancia entre ellos y las Chimeneas. Finalmente,cuando avistaron el puerto, las sirenas abandonaron a su presa y volvieron a susrocas sobrevolando a Col. Col se quitó las orejeras de la cabeza y se acercó al doctor Brock. -¿Está bien? El doctor se incorporó tambaleándose y, quitándose las orejeras, respondió sinapenas aliento: -Sano y salvo, pero me temo que he derramado el té. Absolutamente conmocionado por lo que había presenciado, Col se echó a reír dealivio. El doctor era famoso por su templanza al enfrentarse a las criaturas másdifíciles, pero aquélla era la primera vez que Col lo veía en acción. Se alegraba de queno hubiera escuchado sus gritos aterrados de hacía un momento. Estaba seguro deque el anciano jamás hubiera perdido el control de aquel modo y el muchacho seavergonzaba de su debilidad. De nuevo en la orilla, Col y el doctor Brock esperaron ansiosamente el regreso delas otras barcas. El chico intentaba no pensar en lo que podía haberle pasado a suabuela, pero apenas podía reprimir las ganas de tomar la barca y volver a buscarla.Cinco minutos después se quitó un gran peso de encima cuando vio las otras dosembarcaciones que bordeaban el espigón del puerto. Con los prismáticos del doctorBrock, comprobó que habían superado el abordaje sin perder a ningún tripulante.Las sirenas se habían contentado con asustarlos. Aparte de la chaqueta rasgada deldoctor Brock y algunos pelos arrancados, Col había sido el único herido. Su abuela leuntó el feo arañazo de la mejilla con una pomada antiséptica. -¿Y ahora qué hacemos? -preguntó el señor Masterson. Col se percató de quemientras se servía té del termo del doctor Brock al granjero todavía le temblaban lasmanos. Eso le hizo sentirse mejor. -Nunca había visto nada parecido -confesó la señora Clamworthy-. Esassirenas han vivido pacíficamente en las Chimeneas durante años. ¿Qué las habráhecho volverse contra nosotros? -No cuesta adivinarlo -dijo Evelyn amargamente, dando una patada a una latade petróleo vacía que alguien había abandonado en el paseo marítimo-. Petróleo.No es ninguna coincidencia que su cambio de humor se haya producido justocuando Axoil ha invadido su territorio. ¿Crees que las sirenas podrían estar tras ladesaparición de los empleados de la refinería, Horace? Horace Little, el más experto de todos ellos en criaturas marinas, asintió. -Me parece muy probable, cielo. El veredicto empujó al doctor Brock a tomar una decisión. Dejó su taza y dijo: -Esto está fuera de control. Ahora que han dejado de cumplir nuestrascondiciones, no tenemos los recursos necesarios para enfrentarnos a esas sirenas.Tenemos que encontrar el modo de detenerlas. Si siguen así, pondrán en peligro todolo que la Sociedad ha intentado proteger durante siglos. -¿Y qué sugieres, Francis? -preguntó la señora Clamworthy. -Creo que es hora de llamar a un experto. ¿Alguien habla italiano? -Arqueó unaceja interrogativamente.