Connie conservaba sólo un vago recuerdo de su regreso a casa y de cómo había pasado delicadamente del lomo de Windfoal al sidecar. A la mañana siguiente, sedespertó en su propia habitación y permaneció unos instantes observando las motasde polvo que se arremolinaban en el rayo de luz que entraba por las cortinas. Laenérgica voz del Signor Antonelli flotaba en el aire como si hubieran soltado globosde helio al cielo para celebrar algo. —Nessun dorma! —cantaba bajo la ventana de Connie—. Nessun dorma! Tu pure, oPrincipessa... Ya completamente despierta, Connie se preguntó si lo sucedido la noche anteriorhabía sido un sueño. ¿De veras había cabalgado sobre una unicornio y habíaconocido a otras tres criaturas extraordinarias? El viaje a Dartmoor había sido real,porque sobre la silla estaba su ropa embarrada. Recordaba que Evelyn la habíaayudado a quitársela por la noche, cuando se había metido en la cama a trompicones. La tapadera de un bidón de basura sonó discordante en el número cuatro. —¡Calla! —gritó el señor Lucas—. ¿Quién te crees que eres? ¿Pavarotti? Sin duda, el Signor Antonelli se tomó la sugerencia en serio porque sostuvo laúltima nota con aire retador. Al acabar, Connie le aplaudió mentalmente: la canciónera perfecta para su delicioso y placentero estado de ánimo. Desperezándose y disfrutando del calor de su edredón, Connie recordó de repentelo más importante que se había dicho en la reunión: habían confirmado su don. Teníaque contárselo a su tía. Apartando las sábanas, se vistió con ropa limpia y bajócorriendo las escaleras. Su tía la esperaba en la cocina y la sorprendió envolviéndolaen un fuerte abrazo. —¡Me lo ha contado el doctor Brock! —exclamó Evelyn, con la voz temblorosa deemoción—. ¡Una compañera universal en mi propia familia! ¡Me siento tan orgullosa! Al separarse del abrazo, vio que Evelyn tenía lágrimas en los ojos. Sabía por eldoctor Brock que su don era especial pero, al ver la reacción de su tía, reparó en lamagnitud de lo que le había ocurrido. —Habíamos perdido las esperanzas, ¿sabes? —añadió Evelyn—. Pensábamos queel mundo mítico se estaba desmoronando. Pero tú eres la prueba de que aún no esdemasiado tarde. Para Connie, que se acababa de despertar, saber que se esperaba tanto de ella laintimidó bastante. —Pero yo no sé qué tengo que hacer para cambiar las cosas —dijo. —Pues claro que no —replicó Evelyn, con cierta agresividad—. Pero algo tenemosque hacer para salvar a nuestras compañeras las criaturas. Cuando pienso que hemosllevado a tantos animales y hábitats al borde de la extinción... Incluso más allá... ¡Esque me hierve la sangre! Connie vio brillar la rabia en los ojos verdes de su tía. —Pero ahora, con tu ayuda, podemos empezar a encarrilarlo todo. Y quizá vuelvaa haber más compañeros universales. Tomémoslo como una buena señal y noperdamos la esperanza —concluyó, haciendo girar a Connie con las manos. La cocinadaba vueltas y Connie chillaba entre carcajadas, encantada con el humor clarividentede su tía. Evelyn la soltó y Connie se alejó tambaleándose para tropezar con el SignorAntonelli, que entraba en la cocina por el jardín en ese preciso momento. —Tranquillamente! —exclamó, sonriéndole, mientras la agarraba—. Tenemos quecuidar de la universale, ¿no es así?
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Cuando Col abrió la puerta, se encontró a Connie de pie en las escaleras, con lacara radiante de emoción. —¿Cómo fue ayer? —le preguntó—. ¿Te aceptaron como compañera de lassirenas? —¿Puedo pasar? Tengo mucho que contarte —dijo ella. Estaba impaciente porrevelarle la noticia, convencida de que Col comprendería lo alucinante que era.Seguramente se mostraría encantado de poder compartir con ella su gusto por lospegasos. —Claro —dijo él, haciéndose a un lado para dejarla pasar—. La abuela está en laiglesia, pero seguro que también querrá escuchar todos los detalles cuando vuelva.Vamos al jardín. De hecho, ya va siendo hora de que conozcas a mi poni. Col la acompañó al jardín, preguntándose por qué Connie no le había contestadotodavía. Parecía muy contenta: tenían que haberla aceptado. El jardín estaba repleto de flores tardías. En aquel lugar aún no se habíadesvanecido el recuerdo del verano y era un pequeño refugio para abejas y mariposas. Había libélulas danzando sobre un estanque cuya superficie reflejaba susmovimientos a la perfección con destellos azules. Connie quedó prendada de losnenúfares que flotaban serenamente en el estanque, con sus pétalos colormantequilla. Aquella mañana, a Connie le parecía todo particularmente bello eimportante. Sus oídos captaron el rumor de los juncos susurrando con la brisa y eltintineo de una fuente manando bajo el sol. Se hubiera quedado más tiempoembobada, pero Col no la había llevado hasta allí para enseñarle la obra de suabuela. La condujo hasta un pequeño riachuelo que bordeaba los límites del jardín.Col lo saltó y Connie lo siguió. Continuaron hasta los huertos que había al otro lado.Allí, entre las hileras de judías, había una parcela cercada formando un corral. Unbello poni color avellana esperaba que se acercaran. —Éste es Mags —dijo Col, orgulloso, saltando la valla—. No te dejes engañar porsu dulce mirada: muerde. Mags trotó sumisamente hacia Col y le relinchó en el oído. Col rebuscó en subolsillo y sacó un paquete de Polos. Le gustaba que sus amigos vieran lo única queera su relación con el poni. Siempre había considerado que le hacía parecer especialporque era señal de su vínculo con los pegasos, un don que, Col estaba plenamenteconvencido desde su primer encuentro, ensombrecía cualquier otro compañerismo. —Son sus favoritos —dijo, sacando un caramelo para que el poni se lo comiera—.Pero se los tengo que racionar estrictamente o se comería todo el paquete. Connie trepó para entrar en el corral y le tendió la mano. Mags abandonó inmediatamente a Col y los caramelos de menta para acercarse a ella. Connie le pusola mano en el cuello y le susurró un saludo al oído. Al ver aquello, Col se vioarrastrado por sentimientos contradictorios de sorpresa y celos. Mags jamás habíamostrado afecto por nadie delante de su dueño: su vínculo era muy fuerte. Sinembargo, en aquel momento estaba acariciando a Connie con el hocico, como sifueran viejos amigos. ¿Qué estaba pasando? —Así pues, ¿qué? ¿Te aceptaron los Administradores? —preguntó Col,interrumpiendo con cierta brusquedad la conversación privada entre Connie y Magspara reafirmar su mayor experiencia en los temas relacionados con la Sociedad. Connie se volvió hacia él con el rostro iluminado de emoción. Había llegado elmomento de contárselo.—Sí, me aceptaron. Anularon el suspenso del otro examen. Y puedo empezar deinmediato mi entrenamiento. —Eso es genial —dijo Col, reclamando a Mags, a quien agarró por el dogal. —Pero tengo más noticias, Col. Me dijeron otra cosa: me dijeron que soy unacompañera universal. Las sirenas ya me lo habían dicho, pero los Administradoresme lo confirmaron. Col se atragantó por la sorpresa. —¿Qué? —Que soy compañera universal. Ya sabes, una persona que puede establecervínculos con... —Ya sé lo que significa —la cortó—. ¿Y tú eres eso? —La única que existe en este momento. Col hubiese tenido que estar encantado con la noticia, debería haberse alegradopor ella y sentido orgulloso de ella, lo sabía, pero estaba celoso. Todas susexpectativas se acababan de venir abajo inesperadamente. El líder juvenil de lasección de Chartmouth era él, no ella. Lo invadió una ola de envidia y, sin pensarlodos veces, se agarró a lo primero que pudo para atacarla. —¿Y por qué no me lo habías dicho antes? Pensaba que éramos amigos. Tenía gracia que le dijera eso cuando había sido él quien la había mantenidoapartada de la Sociedad durante semanas. —Lo hubiera hecho, pero el doctor Brock me dijo que lo mantuviera en secretohasta que estuviéramos seguros. —¡Pero, me lo podrías haber dicho! —Col dio una palmadita superficial a Magspara despedirlo, puesto que tampoco estaba nada contento con él, y empezó aalejarse hacia su casa. Connie corrió a detenerlo. —¿Qué pasa, Col? ¿Qué he hecho? Creía que te alegrarías por mí. Col no dijo nada, pero se la quitó de encima y se apresuró a cruzar el riachuelo conConnie siguiéndole los pasos. Empezaba a arrepentirse de haber reaccionado tanmal, pero ya la había atacado y le costaba mucho admitir ante ella que se habíaequivocado. —Mira, tu abuela ya ha regresado —dijo Connie, señalando una bicicleta quedescansaba contra el muro. —Muy bien, pues ya puedes ir sólita a contarle tus noticias —replicóhoscamente—. Yo me voy a ver a mis amigos. Esta mañana juego al fútbol con Justin. Abriendo la cancela del jardín de una patada, Col salió corriendo calle abajo endirección a casa de su amigo, completamente consciente de que acababa de mentir aConnie. No había quedado con Justin para jugar al fútbol, pero no podía estarpresente cuando se lo contara a su abuela. Sabía que la anciana tendría una reacciónexagerada, probablemente hasta lloraría, y que montaría un gran revuelo. El don desu nieto era insignificante al lado del de Connie: ¿quién iba a prestarle el menorinterés si Connie andaba reuniéndose con todo tipo de criaturas? Al principio, lehabía atraído la idea de compartir el secreto de los verdaderos asuntos de la Sociedadcon alguien de la escuela, pero jamás hubiera imaginado que no fuera a ser entérminos de igualdad.