A las diez y media de la mañana del domingo, Connie escuchó desde su cama elrenqueo del Citroen en la calle. Su tía le había dicho que se suponía que no podía veral señor Coddrington hasta la hora del examen, y Connie no veía ningún motivo parano obedecer las reglas de Evelyn aquel día. Tratando de despabilarse, se sentó en lacama y se cepilló el pelo en el espejo moteado, donde sus ojos desiguales ledevolvieron una mirada atemorizada en el fondo. ¿Por qué estaba haciendo aquello?No tenía por qué hacerlo, si no quería, así que... ¿por qué lo hacía? Por curiosidad,supuso, pero ¿qué le había dicho su tía sobre la curiosidad y el gato? ¿Se estabaequivocando al dejar que su tía la presentara al examen de acceso a la Sociedad?¿Podía ser peligroso? Los preparativos habían sido bastante solemnes. El Signor Antonelli le habíacantado una sentida estrofa del Panis angelicus cuando salía, besándole la mano comosi no fuera a volverla a ver. Había visto incluso a Evelyn con un plumero en la salita:signo inequívoco de que pasaba algo serio, porque normalmente no se dedicaba a lastareas de la casa. La salita era una habitación fría y poco usada que olía a humedad ypolvo. No se había tocado desde los tiempos de Sybil Lionheart. La repisa de lachimenea aún estaba decorada con las fotos de la boda de Sybil en marcosdeslustrados, flanqueados por una estatuilla de mármol blanco que representaba uncaballo saliendo de las olas y una figurita de un oso de bronce. Para Connie, aquellotenía más pinta de mausoleo que de sala de estar. En fin, no tenía sentido arrepentirse ahora de su decisión de hacer el examen. Elexaminador estaba en camino. Las pruebas empezarían a las once, de modo que lequedaba media hora por delante. De repente, rebelándose contra el secretismo de su tía, Connie decidió que, aunquese suponía que no debía ver al examinador, nada podía impedirle echar un vistazopor la ventana mientras el coche se acercaba. Un hombre con un traje oscuro y una maraña de pelo castaño bajódificultosamente del asiento del copiloto. Tenía las piernas demasiado largas para ircómodo. Connie vio una cara blanca y delgada que miraba con desaprobación la casadestartalada, pero enseguida desapareció en su interior para disfrutar de la hospitalidad de su tía en la cocina. Con aquel breve vistazo, a Connie le pareció másbien un banquero o un agente de seguros, que no encajaba en absoluto con lo que ellahabía imaginado que sería el portador del augusto título de «Examinador». No lehizo gracia que aquel hombre fuera a examinarla de algo. Los nervios empezaban a apoderarse de ella. Mejor sería que se distrajera o lomandaría todo a freír espárragos. Connie se puso a teclear en su ordenador parapasar el tiempo y buscó una página que hablara de medio ambiente. ¿Sería unaprueba escrita como los exámenes de la escuela? Lo dudaba mucho, pero puesto quela consigna era que debía mantenerse en secreto para que funcionara como eradebido, nadie le había dicho de qué iba. A lo mejor le harían una prueba para ver siestaba al día en temas medioambientales locales. Con esto en mente, decidió buscarartículos recientes sobre desastres relacionados con el petróleo y encontró referenciasen muchas páginas. Se le removieron las entrañas al ver las fotografías de avesmarinas sucias de negro petróleo, muriendo lentamente porque el combustible lesimpedía alimentarse o los iba envenenando paulatinamente. Era muy desagradableleer todo aquello. Casi se alegró de ver aparecer a su tía en la puerta, incluso más aturullada quecuando había llegado el Signor Antonelli, para invitarla a bajar. —¿Ya es la hora? —preguntó Connie sin aliento, mientras el amasijo depensamientos sobre lo que le esperaba volvía a aflorar. Su tía asintió brevemente.Connie bajó de su habitación en la buhardilla siguiendo a su tía hasta el gélidopasillo. Evelyn la empujó delante, rehuyendo su mirada, y desapareció en la cocinasin decir palabra. Respirando hondo, Connie llamó con un solo golpe y empujó la puerta, haciendouna mueca cuando las bisagras oxidadas rechinaron. La habitación parecía vacía.Entró precipitadamente y chocó con el señor Coddrington, que estaba escondido trasla puerta. Connie se asustó, se disculpó rápidamente y retrocedió. Visto de cerca, aúnse parecía menos a un ecologista haciendo campaña para un grupo de protesta. Teníala palidez de la gente que se pasa la vida encerrada; su pelo era lacio, sus manos, deuñas largas y manchadas de tinta, no dejaban de juguetear con un reloj de bolsillo. —¿Así que usted es la causa de tanto lío y tantas molestias? —dijo, mirándolacomo si verla fuera algo desagradable para él—. Espero que no me haga perder eltiempo. La indignación sustituyó el miedo de Connie. Aquello era completamente injusto,pensó Connie, ella no había provocado nada: habían sido su tía y los amigos de ésta. El señor Coddrington señaló una silla de respaldo recto colocada en el centro de lasala. —Siéntese, señorita Lionheart —ordenó, caminando de un lado a otro, como unlince en una jaula. Connie se sentó, cruzando los brazos con resentimiento sobre elpecho—. Ahora, nada de lo que yo le diga o le pregunte puede salir de esta sala. Si no aprueba —añadió, dedicándole una sonrisa fingida—, hará como si esto jamáshubiera sucedido. ¿Está de acuerdo con las condiciones? Connie asintió. —Necesito su firma, por favor. Es para evitar futuras complicaciones. —De acuerdo —convino Connie, garabateando su nombre en una libreta que él lehabía acercado. El examinador estudió su firma detenidamente para comprobar queno hubiera hecho trampa y hubiera firmado con otro nombre. Connie, que todavíaestaba molesta con él, miró a su alrededor con aire de desafío y se dio cuenta de quesu silla estaba rodeada de cuatro extraños objetos, colocados en lo que serían lospuntos cardinales de una brújula: al norte, un cristal; al este, un cuervo; al sur, unalagartija verde y, al oeste, un ratón blanco. ¿De qué iba todo aquello? —Veo que ha visto a mis compañeros evaluadores —dijo el señor Coddringtoncon una voz que se deslizó insidiosamente por el espacio que los separaba—. Unaevaluación se lleva siempre a cabo con objetos y animales que nunca mienten. Cadauno representa una de las compañías de nuestra Sociedad: el ratón a la de seres ybestias de cuatro patas; la lagartija, a los reptiles y criaturas marinas; el pájaro, a lasbestias aladas y, el cristal, a los nacidos de los cuatro elementos: agua, tierra, aire yfuego. Estaba diciendo estupideces: ¿cómo iba a haber criaturas compuestas por loscuatro elementos? ¿Era como una especie de juego de «animal, vegetal o mineral»mal planteado a lo que querían que jugara? Esperando que el señor Coddringtoncontinuara, Connie miró las tres criaturas, que la observaban atentamente. En cuantoal cristal, no pudo discernir nada: simplemente estaba allí... un pedazo de roca gris.Era todo tan raro y sin sentido... Pero había algo en esas criaturas que la poníanerviosa. Volvió el miedo y aplacó su enfado, aleteando en su pecho como un pájarointentando escapar de su jaula. —Ahora, cuando se lo diga, quiero que se levante y extienda los brazos con laspalmas hacia abajo y vaya apuntando lentamente a cada objeto o animal. No parehasta que haya completado el círculo entero. La respuesta deberá indicar a quécompañía pertenece su don... Si es que tiene alguno, claro. ¡Qué estupidez! ¿Por qué no se iba de allí? Pero su tía la estaría esperando fuera.¿Qué le diría si abandonaba sin tan siquiera intentarlo? Tratando de calmarse,Connie se recordó que había oído hablar de clubes que contaban con extrañosrituales para sus nuevos miembros. Quizás ésa fuera la iniciación de la Sociedad. ¿Oera todo una broma pesada? El señor Coddrington hizo una pausa tan incómodacomo dramática y, Connie, todavía sin saber si debía hacer lo que le había pedido,empezó a escuchar el fuerte latido de su corazón. —Empiece —ordenó el hombre.
En una décima de segundo, tomó la decisión: jugaría. Se levantó con los brazostemblorosos y empezó a pivotar en el centro del círculo, tal como le había indicado elexaminador, segura de que estaba haciendo el ridículo. Cuando sus brazosextendidos apuntaron al primer objeto, la atmósfera se transformó de inmediato. Elcristal empezó a brillar y a zumbar como un enjambre de abejas. —Bien, bien —murmuró el examinador, haciendo una anotación en su libreta. Connie siguió girando y el pájaro empezó a aletear, emitiendo unos agudosgraznidos ensordecedores. El señor Coddrington levantó la cabeza, boquiabierto desorpresa. Seguidamente, la lagartija empezó a agitar la cola dibujando un frenéticocírculo. Al examinador se le cayeron el lápiz y la libreta con estrépito. Por último, elratón empezó a corretear de un lado a otro, saludándola y rogándole que lo tomaraen brazos. Connie contempló el circuito y dejó caer los brazos; el rumor cesó y losanimales volvieron a observarla fijamente. La niña, desconcertada, levantó la vistahacia el señor Coddrington y vio que la estaba mirando con desconcertado terror. Alpercatarse de la mirada interrogadora de Connie, cambió de expresión, como sihubiera corrido las cortinas para esconder sus emociones. Agachándose para recogerdel suelo su libreta, empezó a decir una serie de atropelladas frases inconexas. —Me temo que no podemos seguir. Los evaluadores jamás se habían comportadoasí —se apresuró a meter el cristal en una bolsa de terciopelo y anudó con exageradafuerza el cordón de seda negra—. Sin duda, no tiene un don definido. Dudo inclusoque sea de segundo orden —volvió a encerrar a los animales en sus jaulas, ignorandosus gritos de protesta—. Ha sido un grave error llevarla tan lejos. Tendré que hablarde esto con mis superiores. Connie estaba confusa. —¿Quiere decir que he suspendido? —Por completo —recogió sus pertenencias y se las colocó desordenadamente bajoel brazo. —Pero ¿por qué han hecho tanto ruido? El hombre se detuvo un instante con la mano en el pomo de la puerta, meditandosus palabras, o quizás una excusa. Actuaba más como si ella le asustara que comootra cosa. —Se supone que sólo un objeto debe resonar con cada aspirante. Esa cacofonía desonidos era signo de confusión, de ausencia de un verdadero lazo con alguno de ellos—abrió la puerta—. Mandaré un informe completo de mi evaluación por correo.Debo marcharme inmediatamente. El señor Coddrington recogió todos sus enseres de la salita y salió llamando aEvelyn a voz en grito. El deseo repentino de aquel hombre por alejarse rápidamentede su presencia hizo que Connie se sintiera como si le acabara de diagnosticar lapeste y temiera contagiarse. Sola en la gélida sala, la muchacha oyó resonar en el pasillo cosas como «peligro», «trasgresión de las normas» y, lo peor de todo, «sindon». Connie volvió a sentarse en la silla, trastornada, mientras escuchaba cómo elseñor Coddrington rechazaba la comida que le habían preparado y pedía que lellevaran a la estación. Permaneció sentada y quieta hasta que la puerta principal se cerró de un portazo.Había sido tan brusco, incluso tan cruel... Pero su veredicto había sido claro: Connieno podía pertenecer a la Sociedad. ¿Qué diría Col Clamworthy cuando tuviera queadmitir ante él que había suspendido? El breve instante de pesar dio paso a la rabia.¡Estúpida Sociedad! ¿Por qué se había molestado siquiera en intentarlo? Cuando Evelyn volvió de llevar al señor Coddrington a la estación, Connierondaba por la cocina absolutamente rabiosa, pero ya no sabía con quién ni por qué.Al ver la cara desencajada de Connie, Evelyn se puso a prepararle un té. Connie sesentía tan humillada por lo ocurrido en el examen que ni siquiera se dio cuenta deque, por primera vez, su tía había tenido un gesto amable con ella. —No es culpa tuya, Connie —dijo Evelyn con suavidad, mientras le daba una tazade té con leche—. Si alguien ha tenido la culpa, hemos sido los miembros mayores dela Sociedad: debimos asegurarnos antes de probar y dejar que las cosas fueran tanlejos. Pero yo estoy segura de que tienes algo —añadió, pensativa. —Me da igual —ladró Connie, apartando la taza—. Me voy —lo último que leapetecía era que su tía la compadeciera. Prefería el tratamiento anterior, cuandoapenas existía a sus ojos. Al menos entonces no tenía que preocuparse por lo queEvelyn pensara de su fracaso. Dando un portazo, Connie echó a correr por Shaker Row, sin saber muy bienadónde ir. El problema era que sí que le importaba: se había dado cuenta de que leimportaba, y mucho. De entre el torbellino de emociones un pensamiento se habíaimpuesto a todos los demás: nunca pertenecería a la Sociedad, nunca formaría partede aquello que deseaba desesperadamente. Connie no quería encontrarse con nadie de la Sociedad en su estado de amargadecepción, de modo que, a pesar del mal tiempo, se mantuvo alejada paseando por laplaya hasta que se hizo de noche. Las olas cada vez más oscuras y movidas por lainminente tormenta trepaban por las rocas como tentáculos intentando arrastrarlas alas profundidades ocultas del canal de Hescombe. El negro humor del mar hacíajuego con los heridos sentimientos de Connie y la tranquilizaba saber que el mundonatural que la rodeaba también se agitaba inquieto y atormentado en ese precisomomento. Al final, helada, hambrienta y cansada, Connie volvió caminandolentamente al número cinco, con la rabia ensombrecida por un profundo abatimiento. Las luces de la cocina estaban encendidas. Connie se acercó silenciosamente a lapoco utilizada puerta principal para que nadie la viera. Quitándose las botas y loscalcetines, recorrió el pasillo y asomó la nariz por la puerta de la cocina. Gracias aDios que había procedido así, porque en ella había toda una colección de gente a la que no deseaba ver en absoluto: los miembros de la Sociedad, incluso el SignorAntonelli, estaban reunidos alrededor de la mesa, hablando de ella. —Vuelve a contarme exactamente qué ocurrió. ¡No pudo emitir un veredicto justosi estuvo tan poco tiempo! —exclamó la señora Clamworthy. Connie vio a Col sentado y con la cabeza gacha, decepcionado, a la derecha de suabuela. Ante él había un regalo envuelto en papel brillante con un «felicidades»coronándolo. Ya no iba a servir para nada. —No he hablado mucho con ella... Estaba tan disgustada... —decía su tía—. Peroél la ha invitado a entrar y luego he oído una gran algarabía de las criaturas ydespués ha salido disparado como si hubiera visto un fantasma. Un anciano con el pelo blanco salpicado de mechones cobrizos clavó sus ojos enEvelyn. Connie lo reconoció de inmediato: era el hombre del muelle. —Ruido... ¿Has dicho que las criaturas han hecho ruido? ¿A ti qué te parece eso,Horace? —En mi vida me he encontrado con algo así —repuso el otro hombre, que ella noveía desde la puerta—. ¿Estás segura? —Sí, mucho ruido: era alarmante —aseguró Evelyn—. No puedo ni imaginarmequé debía estar haciendo Connie. Y luego el señor Coddrington ha salido corriendo,diciendo que había suspendido la prueba, que no tenía dones estables y queseguramente no era ni de segundo orden, y me ha pedido que le llevara al tren. Hadicho que recibiríamos su informe por escrito dentro de unos días y que sussuperiores se pondrían en contacto con nosotros a causa de «nuestro flagranteincumplimiento de las normas». No diré que haya conseguido ablandarlo. —Ese hombre siempre ha sido un témpano —dijo Horace—. No tiene ni una gotade sangre caliente en el cuerpo; tiene tinta en las venas. Ha sido mala suerte que nostocara él en la prueba. —¿El hombre tiene tinta, no sangre? —repitió el Signor Antonelli, confuso. —Es una forma de hablar, Luciano —explicó el hombre del pelo blanco. —Tendría que haber pasado más tiempo con ella. Hay algo raro en este examen —siguió diciendo Horace. —Pero todo esto significa que mi sobrina no nos sirve. ¿Qué vamos a hacer ahora?—preguntó Evelyn. Connie se dio media vuelta sobre sus pies desnudos y subió silenciosamente a suhabitación.