El martes por la mañana, Evelyn estaba derrotada. Cuando Connie entró adesayunar, su tía sostenía una taza de café melancólicamente sin levantar la cabezadel periódico local. Enfadada aún por el abandono de la noche anterior, Connieestaba decidida a hacer que su tía notara su presencia. —¿Qué tal la reunión? —su tía se limitó a gruñir—. ¿Malas noticias? —insistióConnie, señalando el periódico mientras se servía cereales y negándose a que su tíacontinuara ignorándola completamente. Evelyn cedió, quizá porque se dio cuenta de que no la dejaría en paz hasta querespondiera. —Podría decirse que sí—dijo con aspereza, empujando el periódico hacia Conniepara que pudiera ver el artículo que había provocado los nubarrones de su particulardía. Connie echó un vistazo a la fotografía principal: un grupo de adultos sonrientes,uno de ellos con capa de pieles y una medalla, que se agolpaban alrededor de lamaqueta de una fábrica. «Axoil recibe al alcalde. La petrolera abre sus puertas a losdignatarios locales», leyó. A Connie le pareció de lo más aburrido, pero ¿por qué sehabía puesto tan triste su tía? Miró la fotografía más detenidamente y vio a unhombre de rostro escuálido al fondo, mirando a la cámara como si quisieraestrangular al fotógrafo. Había un marcado contraste entre su dura mirada y lasalegres sonrisas de sus compañeros. —¿Qué pasa con esto? —tanteó Connie, señalando el artículo. Evelyn soltó un resoplido burlón. —Bueno, con esto basta para revolverle las tripas a cualquiera, pero no me referíaa ese artículo. Mira al final de la página: la columnita de la esquina. Connie hizo lo que su tía le decía y encontró un artículo entre un anuncio deescaleras mecánicas y otro de cruceros por el Mediterráneo: «Desaparece el tercerempleado de Axoil, por Rupa Nuruddin.» —¡Vaya! ¿Será la hermana de Anneena? —exclamó Connie, emocionada. Evelyn torció el gesto. —Lee —ordenó secamente. William ONeill, un hombre de 37 años de Seabrook Caravan Park, no regresó a casa elsábado por la mañana. Su familia lo vio por última vez cuando salía a cubrir su turno denoche en la nueva planta de Axoil, donde trabaja de soldador. Maurice Quick, directorejecutivo de Axoil, ha declarado a este periódico que la compañía no tiene «ningunaconstancia de que ONeill acudiera al trabajo», aunque numerosos colegas del empleado handeclarado a este periódico que, antes de que la niebla oscureciera el paisaje, le habían vistotrabajando como siempre en el extremo de las nuevas defensas que protegen el puerto. ONeill es la tercera persona relacionada con la construcción de la refinería que desapareceen los seis últimos meses. Connie dejó el periódico en la mesa. El artículo era demasiado breve para tratarsede un tema tan importante. No le cabía duda de que el periódico tendría que haberconcedido más espacio a esa noticia que a las fotos de un alcalde estrechando lamano a un puñado de empresarios ricos. Después de leerlo, creyó comprender elmalhumor de su tía. —Es muy triste. ¿Le conocías? Evelyn sacudió la cabeza bruscamente. —No, pero ésa no es la cuestión. Connie tragó saliva. —Perdona, pero no entiendo... Inmediatamente percibió que se había equivocado de frase. Su tía se levantó degolpe, se acercó al fregadero y dejó su taza con notable irritación. —Eres como los demás, Connie: ¡corta de miras! No ves el desastre que se avecinaaunque se fragüe en tus propias narices, ¿verdad? ¿Cómo se puede ser tan estúpidocomo para construir una refinería precisamente aquí, de entre todos los lugares delmundo? —Pero ¿qué tiene que ver eso con el desaparecido? —tanteó Connie, volviendo afijarse en el periódico. Era como si el hombre escuálido de la foto la mirara a ella. Evelyn no parecía escucharla mientras arremetía contra su taza con el estropajo ysalpicaba de agua jabonosa todo el suelo de la cocina, —Esto no es más que el principio. Acuérdate de lo que te digo. Nosotros sabíamosque esto iba a pasar, pero ¿nos escucharon cuando se lo advertimos? Y ahora hablande construir una carretera nueva. Dios sabe las consecuencias que nos harán soportartantos ere... tantos dirigentes dispuestos a hacerse cargo de todo. —¿De eso iba tu reunión de ayer? —infirió Connie, tratando de reconducir laconversación a aguas menos turbias. —En cierto modo, sí —Evelyn no le dio más detalles. Colocó su taza boca abajo enel escurridor y volvió a sentarse para terminar de leer el periódico, dejando que surabia se evaporara. Al cabo de un rato añadió, sin levantar la vista—: Acogeremos aun invitado de Italia, seguramente la semana que viene, dependiendo de lo rápidoque pueda organizarse. —¿Quién es? —Connie se estaba acostumbrando a eneajar las sorpresas que su tíasolía darle sin protestar por que no la hubiera consultado. —Un miembro de la Sociedad. De la delegación italiana. —¿Y esa Sociedad es medioambiental, como Greenpeace, o algo parecido? —Algo parecido. Connie se preguntó por qué sonreía su tía como si le hubiera hecho gracia lapregunta. —¿Puedo asistir a alguna de vuestras reuniones? A mí me interesa mucho elmedio ambiente. —Depende. —¿De qué? Su tía se tomó un momento para pensar y luego dijo, con una sonrisa maliciosa: —Supongo que depende de por quién te decantes: si por mí o por tu padre. Esa respuesta críptica dejó a Connie perpleja. ¿Qué demonios significaba aquello?¿Por qué nunca le daba una respuesta directa? Estaba harta de andar siempre como siestuviera pisando huevos alrededor de su tía, sin la menor idea sobre lo que debíahacer o decir. —¿Y cómo voy a averiguarlo? —preguntó, incapaz de ocultar la irritación. —No lo averiguarás. Lo haremos nosotros.
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De camino a la escuela Connie decidió que sí, que su tía estaba rematadamenteloca y que parecía que los miembros de la Sociedad compartían la misma locura.Todo aquello de averiguar cosas de una antes de dejar que asistiera a sus reuniones...No estaba nada segura de querer pertenecer a su apreciada Sociedad. De hecho,cuanto antes sus padres se dieran cuenta de que la habían dejado en manos de unalunática, mejor. Lo único que echaría de menos, si tenía que volver a mudarse, seríael buen comienzo que había tenido en la escuela. De no ser por eso, ya estaríallamando a sus padres por teléfono para pedirles que se la llevaran de Hescombe. —Eh, Col, ¿cómo te has hecho ese arañazo? —Connie estaba a unos metros de Colen la cola del comedor y no pudo evitar escuchar las preguntas de los amigos delmuchacho. —El gato del vecino —contestó Col, frotándose la mejilla. Eso no era verdad. Connie estaba segura de que mentía. Los arañazos de un gatohubieran sido más pequeños y paralelos. Aquella cicatriz tremenda parecía debida aalgo grande. —¿Y por qué no viniste al club de fútbol anoche? —Ah, sí. Lo siento, Justin. Tuve que ir a una reunión de la Sociedad con mi abuela.Ya sabes, un aburrimiento, pero no me dejaban salir. Connie no podía creer lo que oía. ¿Col también pertenecía a esa Sociedad de locos? Justin dio una patada a la pared, ausente. —Es como si no hicieras nada más, Col. Si no vas con cuidado, te echarán delequipo. —¿Tú crees? —sonrió Col, absolutamente seguro de sí mismo. —Bueno, puede que no —rió Justin—. Eres el único jugador medio decente de laescuela, y el señor Johnson lo sabe. Pero le traes de cabeza. Col se encogió de hombros. —Le diré a la abuela que vaya a hablar con él. Ella se lo explicará todo. La Sociedad. Connie se moría de ganas de hacerle preguntas acerca de ella. Tal vezfuera más explícito que su tía. Quizás al menos le dijera lo que debía hacer si queríair a una reunión. Convencida de que ya era hora de volver a intercambiar unaspalabras con Col, fue a buscarlo después de comer. Por una vez estaba solo, mirandola franja de mar que se veía desde el patio. Pensó que sería mejor abordar el temaindirectamente, empezar con una pregunta neutra. —¿Cómo te has hecho eso realmente, Col? Ningún gato podría haberte dejado esamarca —dijo, con lo que esperaba que pareciera despreocupación. El muchacho apartó los ojos del océano, molesto por la interrupción. Estabaocupado pensando en las sirenas, preguntándose qué habría sido de William ONeilI,y no quería que la sobrina de Evelyn Lionheart lo molestara. —Pues... —Lo único que podría haberte marcado así es un ave de presa —esperaba haberleimpresionado con sus conocimientos sobre los animales. Col se sobresaltó, recordando las garras afiladas como cuchillas de las sirenas y sufurioso ataque. Además, el astuto tanteo de Connie lo había acobardado. —Sabes mucho de vida animal, ¿no? —dijo, tratando de desviar el tema de susoscuros pensamientos. Ella no picó el anzuelo. —Vamos, Col, cuéntamelo. Sé que mientes en lo del gato. —Vale, vale —quizá la mejor forma de deshacerse de ella fuera contarle parte dela verdad—. Me lo hice anoche en la reunión de la Sociedad. Fue una enorme... Unaenorme ave marina. Estábamos patrullando las aguas cerca de las Chimeneas para...para protestar contra la nueva refinería y debí de acercarme demasiado a su nido.¿Ya estás contenta? —parecía exasperado y enseguida le dio la espalda. Connie estaba muy lejos de darse por vencida: tenía muchas más preguntas. —¿Cómo te admitieron en la Sociedad? —preguntó, plantándose ante él para queno pudiera ignorarla. —¿Qué? —¿Es que no iba a darle un respiro? ¡Por todos los santos! —Le pregunté a mi tía si podía ir a una reunión pero me dijo que sólo se asistíapor invitación. —¿Quieres unirte a la Sociedad? —Col la miró extrañado, como si Connie lehablara en un idioma extranjero. —Sí, ¿por qué no? También me interesa la conservación de los hábitats naturales—se defendió. Su valentía flaqueaba ante la intensa mirada de Col. No estaba segurade si se estaba mofando de ella. El rostro de Col se torció en la misma sonrisa extraña que le había dedicado su tíapor la mañana. El muchacho la miró de frente por primera vez. —Desde luego. Pareces del tipo... Sabrás a qué me refiero cuando conozcas a losdemás. Ahora andamos un poco ajetreados... Pasamos por una pequeña crisis, enrealidad... Pero, dentro de un par de semanas, cuando las cosas se calmen un poco, tutía podrá pedir a los examinadores que te echen un vistazo —esperó que con esobastara para deshacerse de ella. Sonó la campana anunciando el fin del recreo y Col corrió a clase, alejándose deConnie. La niña se preguntaba cómo sería pertenecer a la Sociedad. Después de todo,si Col pertenecía a ella no podía estar del todo llena de raritos: él era demasiadoguay. Definitivamente, los miembros de la Sociedad que había ido conociendo teníanalgo especial, aunque no sabía decir qué exactamente. Y una organización que salíade picnic en barca por las tardes parecía divertida. Estaba segura de que, si volvían asalir, podría ayudarlos a no enfurecer las aves marinas. Al fin y al cabo, entendersecon los animales era lo único que se le daba bien. De nuevo en clase, Connie volvió a sentarse cerca de Anneena. El señor Johnsonhizo callar a la clase. —A ver, escuchad todos. Quiero que cada uno de vosotros haga un trabajo sobreun tema de interés local para exponerlo al final del trimestre. Podéis trabajar engrupo o de manera individual, como queráis. He escrito algunos ejemplos en lapizarra para daros una idea. Copiadlos y a ver si os gusta alguno. Luego ospreguntaré si alguien tiene algún plan que quiera desarrollar. —¿De qué hablabas con Col, Connie? —tanteó Anneena, sacando su estuche—.¿Qué os traéis entre manos? —Nada —susurró Connie intentando no llamar la atención del señor Johnson. —Venga ya... Está claro que tramabais algo —volvió a susurrar Anneena. Connievio que, cuando quería descubrir un secreto, su amiga era más insistente que untordo aporreando un caracol contra una piedra. —Supongo que habrás oído hablar de la campaña contra la refinería, ¿no? Anneena asintió. —Por supuesto. Rupa ha cubierto todas las noticias locales sobre Axoil. Cree queen la refinería pasa algo raro. —He leído el artículo. Suponía que sería pariente tuya. —¿Ah, sí? —Anneena brilló de orgullo—. Pues Rupa tuvo verdaderos problemaspara publicar ese minúsculo artículo. Piensa que su jefe tiene miedo de que ledemanden por difamación. —Pues, mi tía y Col están metidos en un grupo que hace campaña contra larefinería. Les ha estado ayudando al salir de clase. Anoche hicieron una protesta enesas rocas que todo el mundo llama las Chimeneas. Creo que ahí fue donde se hizo elrasguño. —Ah, o sea que es eso —dijo Anneena, con chispitas de curiosidad. Su hermanamayor no era la única con olfato para una buena historia—. ¿Y qué hacía? —Anneena, ¿vas a compartir con el resto de la clase lo que estáis cuchicheando túy Connie, o te vas a poner a trabajar? —dijo el señor Johnson en voz alta, de pie trasellas. Connie se había acostumbrado a que Anneena casi siempre tuviera una respuestapreparada. —Estaré encantada de compartir con la clase lo que estábamos diciendo —dijoalgo descaradamente, mirando fijamente al profesor—. Es muy importante paratodos los habitantes de Hescombe, ¿sabe? —¿Ah, sí? —repuso el señor Johnson, escéptico. —Estábamos hablando de las Chimeneas y de lo que podemos hacer paraprotegerlas de los buques petroleros de Axoil —sentenció Anneena. Connie seruborizó de apuro y miró a Col. Estaba tieso como si lo hubieran clavado en la silla y sus ojos lanzaban dagas hacia ella. Lo último que necesitaba era que la clase entera seinteresara por la fauna de las Chimeneas. Sería desastroso si empezaban a hacerpreguntas que pudieran conducir al descubrimiento de las sirenas. Contrastando conla mirada hostil de Col, el señor Johnson miró a las muchachas cambiandorápidamente la reprobación por el halago. Mientras el profesor, complacido, sevolvía para dirigirse a toda la clase, Anneena dedicó una sonrisa a su compañera. —Connie y Anneena tienen razón: todos deberíamos interesarnos por esas cosas—anunció el señor Johnson—. De eso deberíamos preocuparnos. Cuando la hayanterminado, la nueva refinería de Axoil tendrá profundos efectos en nuestracomunidad, es decir, en vosotros y en mí. Lo utilizaremos como ejemplo decompartir las ideas de vuestros proyectos. Quiero que os dividáis en grupos decuatro. Discutid cómo cree el grupo que podría afrontarse la apertura de la nuevarefinería en nuestra zona. Compartid vuestras ideas con el resto de la clase. Vamos.Tenéis diez minutos. Como un rayo, antes de que nadie pudiera pedirle que se uniera a su grupo, Col selevantó de su mesa y se acercó a Connie. Jane Benedict, que estaba al otro lado deAnneena, fue la cuarta del grupo. Connie y Anneena intercambiaron una mirada desorpresa por el repentino movimiento de Col. —Hola, Col. Me alegro de que te unas a nosotras —dijo Anneena—. No se te vedemasiado por este lado de la clase. —No. Normalmente no tenéis nada que decir que pueda interesarme —replicóCol, lanzando a Connie una mirada envenenada. Anneena se calló momentáneamente, preguntándose por qué Col estaba tan hostil,pero nunca dejaba que las cosas la preocuparan demasiado. —Pues te sorprenderías. ¿Escribo yo? —y, con esto, tomó su bolígrafo rosa de gely miró a sus tres compañeros con expectación. Connie y Jane aceptaroninmediatamente la propuesta; Col miraba por la ventana, como si estuviera en otraparte. El grupo tomó el silencio por un sí—. Muy bien. ¿Por dónde empezamos? Creoque deberíamos hacer algo para saber qué piensa realmente la gente en lugar detragarnos todo ese lavado de cerebro que Axoil saca en la prensa local —Connieobservó con curiosidad cómo Anneena dibujaba tres columnas, que tituló «gobiernolocal», «medios de comunicación: radio y prensa» e «industria local». Jane participóañadiendo la columna de «población local». —Guau, lo tenéis muy bien aprendido —dijo Col con una sonrisa irónica—. No esla primera vez que lo hacéis, ¿verdad? —Había ido a escuchar lo que Connie tuviera que decir de su herida, pero comoella no había sacado el tema, se divertía mirando mientras sus compañeras hacían eltrabajo. Quizá su decisión de cruzar la clase no había sido tan precipitada, ya que laschicas le estaban ahorrando el trabajo de pensar.
—Pues claro —dijo Anneena —. El año pasado, mi padre me pidió ayuda paraidear una campaña de publicidad para su restaurante. Tuvimos que empezaraveriguando lo que la gente ya conocía. Jane me ayudó con la página web. —Dio ungolpecito a la libreta con el boli y repasó lo escrito—. ¿Y vosotros qué pensáis? —preguntó, cuando cayó en la cuenta de que Col y Connie no habían abierto la boca. —Gracias por preguntar —se burló Col, reclinándose perezosamente en elrespaldo y levantando las patas anteriores de su silla. Connie vaciló, pero luego dijo: —Bien, ¿y qué pasa con las Chimeneas? Lo que yo quiero saber es qué podemoshacer para asegurarnos de que los petroleros no pasen demasiado cerca y puedanperjudicar la fauna de la zona —estaba pensando en las gaviotas y otras aves marinasque sabía que anidaban en aquellas rocas inaccesibles. —Mmm... —Anneena pensó un instante—. Creo que tendríamos que ir a laempresa y preguntar qué se proponen al respecto. Que nos den su palabra por escritode que no van a dañar la zona. Eso también podría darnos pie a preguntarles algunaotra cosa. A Jane, que conocía perfectamente a su amiga, no le sorprendió la sugerencia deAnneena. —¿Qué otra cosa? —preguntó suspicaz. —Ah, no sé. Lo de los hombres desaparecidos, por ejemplo —dijo Anneena con undesenfado que no consiguió disimular su excitación. Col se sentó bien, haciendo chasquear las patas de la silla al dar contra el suelo. —No creo que sea buena idea —dijo con firmeza. ¿Acaso no había dicho Horaceque las sirenas podían ser las responsables de las desapariciones? Demasiadaspreguntas las pondrían en peligro. —¿Y por qué no? —le desafió Anneena—. Rupa no ha conseguido entrar en eledificio para preguntarles nada y ya no le devuelven las llamadas. Podríamosayudarla. —No. Decididamente, no. Connie miró a Col, sorprendida. Nunca lo había visto tomarse nada tan en serio.Siempre se lo tomaba todo a broma. —¿Qué pasa, Col? —se burló Anneena—. ¿Tienes miedo? Col le arrebató la libreta y tachó «entrevista con la empresa». ¿Miedo? Si hubiesesabido la mitad de lo que se estaba cociendo... —He dicho que no —insistió con determinación. Anneena le volvió a arrebatar el cuaderno y, cuando ya estaba a punto de soltarleuna contestación áspera, el profesor los llamó al orden.
—Muy bien, se acabó el tiempo —anunció el señor Johnson—. Oigamos vuestrasideas. Las aportaciones de los otros grupos fueron pobres. Parecía que nadie había idomás allá de unos cuantos tópicos sobre barcos y refinerías. El señor Johnson dio lapalabra a Anneena. —Mis esperanzas se centran en vuestro grupo. ¿Tenéis algo más con lo quecontribuir, Anneena? —Bueno, señor —empezó, levantándose para leer su libreta—. Col, Connie, Jane yyo hemos pensado que habría que descubrir qué piensa la gente sobre la refinería yel entorno medioambiental. Para hacernos una idea de todos los puntos de vistaacerca del tema, hemos pensado que sería buena idea sondear la opinión local yentrevistar a los responsables de la empresa. —¡No, hemos dicho que no! —siseó Col. —Excelente —opinó el profesor, mientras escribía las ideas de Anneena en lapizarra. Después se apartó un poco para leer—. Creo que esto captaría realmente elmomento actual de los acontecimientos locales. —¿Sabéis, chicas? Y Col, por supuesto. Creo que deberíais convertir este tema envuestro proyecto del trimestre. Me gusta especialmente la idea de una entrevista a laempresa; sería un buen gancho para la exposición. Os ayudaré si lo necesitáis.Escribid vuestro cuestionario para la empresa y traédmelo la semana que viene. Y,ahora, ¿quién va a elegir el tema del faro? El profesor volvió a centrar su atención en el resto de la clase. Col estaba furioso:Anneena lo había atrapado y tendría que hacer lo último que habría deseado haceren este mundo. Las tres chicas lo miraban cautelosamente. Sin esperarlo, habíanquedado unidas a Col. El rey de la clase había acabado junto a tres de las menospopulares. En fin, ya era demasiado tarde para remediarlo. Tendría que salir deaquel atolladero aunque fuera empezando por estrangular a una de sus compañerasde grupo.
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El martes siguiente, una elegante maleta de piel en la puerta trasera del númerocinco de Shaker Row anunciaba que había un huésped. Cuando Connie llegó de laescuela, Evelyn servía café a un desconocido en la mesa de la cocina y calló de golpecuando la vio. —Ah, Connie. Nuestro invitado ha llegado, como ves. Éste es el Signor Antonelli—dijo su tía, señalando al extraño con la taza de café. Excepcionalmente incómoda, Evelyn volvió a sentarse inmediatamente tras un ostentoso ramo de flores, un regalodel visitante. Connie asintió tímidamente al italiano. El Signor Antonelli era un hombre bajito ygordinflón, con un lustroso pelo negro peinado hacia atrás y una barba muy poblada.Se había puesto de pie al entrar Connie y ahora se inclinaba para tomarle la mano. —Carina, encantado de conocerte —dijo en mal inglés, inclinándose sobre la manode la niña para besársela. La elevó con las puntas de sus dedos calientes—. ¡Pero sitienes la manita helada! —y, entonces, se echó a cantar inesperadamente. Su preciosay potente voz surgía de su pecho como el grito de un avetoro—. Che gelida martina —cantó, sonriendo ante el rostro desconcertado de ella. Dejó la última nota suspendidaen el aire y volvió a inclinarse, esta vez como en respuesta a un aplauso imaginario.Finalmente, se volvió hacia Evelyn—. ¿Tu hija no tiene guantes, signorina? —dijo,chasqueando la lengua en señal de desaprobación. —Sobrina, Signor Antonelli. Es mi sobrina —se apresuró a corregir Evelyn,todavía más incómoda. Miró ansiosa a Connie como si quisiera implorarle que no seriera de su invitado. Connie no la había visto nunca tan incómoda. —¿Es de los nuestros? —preguntó el italiano. —No. —Pues tiene la pinta. Evelyn asintió. —Quizá sí. Pero no hemos tenido tiempo de comprobarlo. Connie sólo lleva aquíuna semana. Connie supo que hablaban de la Sociedad. Estaba contenta de que el SignorAntonelli hubiera dicho que tenía «la pinta»; Col había dicho algo similar. Como nosabía muy bien qué hacer en presencia de aquel hombre tan singular, se sentó a lamesa preguntándose qué se cocía allí. —¿Cuándo saldremos con las barcas? —preguntó el hombre a Evelyn sentándoseal lado de Connie con un aleteo del abrigo, como un pianista que se sienta al piano. —Aún faltan unas horas. Ahora hay mucha gente que va y viene y los pescadoresse hacen a la mar. Esperaremos a que oscurezca —Evelyn echó una mirada cargadade intención a la niña. Connie entendió perfectamente que estaba indicando a suinvitado que se callara. —Certo. —Y cambió hábil aunque muy claramente de tema—: ¿Has estado algunavez en Italia, carina? Connie sacudió la cabeza. El Signor Antonelli empezó a hablarle de su casa, enSorrento, una población costera muy cercana a Nápoles. Hizo una pausa, se puso enpie y entonó una alegre canción napolitana, moviendo los pies al ritmo. Allí sentada, Connie estaba perpleja. Nunca había conocido a nadie que viera las canciones comoalgo naturalmente equivalente al discurso. Cuando concluyó su actuación, dijo a modo de explicación: —Ahora ya te has hecho una idea de cómo es mi casa. Mejor que con palabras,mejor que con un cuadro. Connie sonrió educadamente y se sirvió un vaso de zumo. Quizás aquel hombretan agradable le contara más detalles de la Sociedad de los que había logradoarrancar a su tía. Desde luego parecía menos encorsetado que Evelyn. —¿Y qué hace allí la Sociedad? —preguntó Connie. —Velamos por un antiguo templo —dijo, con sus cálidos ojos marrones sonriendoa la niña, pero Connie notó que tanto él como su tía se habían puesto en guardia. —¿También está amenazado, como las Chimeneas? —No... Bueno, sí, en cierto modo sí. Mi inglés no es lo bastante bueno paraexplicarlo. Lo siento. El Signor Antonelli acabó desviando la conversación a lo que Connie pensaba deHescombe y cómo era su familia. Connie respondió diligentemente a sus preguntas,pero su frustración por no conseguir más información fue en crescendo. Dudabamucho que el inglés del Signor Antonelli no fuera lo bastante bueno para decir lo quequería decir: sospechaba que había cambiado de tema porque sólo estaba dispuesto ahablar con otros miembros de la Sociedad. Y como su tía había dejado bien claro,Connie todavía quedaba fuera de aquellos secretos. Evelyn y el Signor Antonelli salieron hacia el muelle alrededor de las siete,dejando a Connie de nuevo con la única compañía del televisor. Incluso MadameCresson había salido a cazar. Mientras veía desatenta un programa sobreveterinarios, Connie se preguntó si a Col le dejarían ir de nuevo y sintió envidia deque él estuviera tomando parte activa en aquella misteriosa expedición. ¿Quépensaban conseguir yendo a las Chimeneas por segunda vez? Volverían a molestar alas aves. ¿Cómo iba eso a contribuir a su causa? Y, fuera como fuera, ¿qué pintaba elitaliano en todo aquello?
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Las embarcaciones volvieron a puerto cuando empezaban a salir las primerasestrellas. Una helada brisa alborotó el pelo de Col como si de unos dedos fantasmalesse tratara. Una fina niebla gris había cubierto el mar como una mortaja. Desde elmuelle, Col distinguió con los prismáticos la llegada de seis figuras a bordo de lasbarcas. Suspiró de alivio: todos volvían sanos y salvos. A raíz del ataque de lassirenas, «demasiado peligroso», había dicho su abuela, le habían prohibido salir con ellos, de modo que se había pasado la frustrante tarde oteando desde el muelle. Lasbarcas tardaban una eternidad en volver. Mientras esperaba, había sonado una sirenade emergencias muy cerca. Se había vuelto y visto un coche patrulla que se deteníaderrapando en el muelle, justo tras él, con las luces azules dando vueltas en el techo.Otra sirena aullaba en la distancia y apareció una ambulancia blanca por High Street. —Pero ¿qué...? —murmuró Col. —Hazte a un lado, hijo —le ordenó un policía que había sacado un rollo de cintaazul y blanca y acordonaba la zona del muelle donde solía atracar la Water Sprite. —¡Eh, es el amarre de mi abuela! —protestó Col—. Está llegando. —Ya lo sabemos —dijo el agente, mientras su colega se encargaba de apartar algrupito de gente que se estaba congregando—. Sin duda, cuando llegue se explicará.Ahora, por favor, mantente a un lado. Col se apartó, pero sólo hasta el amarre de la Banshee2 Las barcas ya estabanapenas a unos metros. Veía al doctor Brock de pie en la proa de la Water Sprite3, apunto para el amarre. Su abuela iba al timón. El muchacho saludó a Evelyn, en la Banshee, y agarró la maroma que la mujer lelanzó. El Signor Antonelli iba sentado detrás, con las manos en la cabeza. —¿Estáis todos bien? —preguntó ansiosamente a Evelyn, incapaz de ver bien a suabuela entre la oscura barrera de policías que habían saltado a la Water Sprite. —No exactamente —contestó Evelyn. —¿Qué? —exclamó Col. Horace... El señor Masterson: al parecer no faltabanadie—. ¿Os han vuelto a atacar? —No —respondió ella con prudencia. Dio un golpecito en el hombro del SignorAntonelli para que se levantara y Col le ofreció la mano para que subiera al muelle.Con el rabillo del ojo, Col vio que los agentes de policía se inclinaban sobre un bultotapado con una manta en la cubierta de la barca de su abuela. —Esta vez no hemos escuchado nada —continuó Evelyn en voz baja—. Hemosestado esperando media hora larga antes de llamarlas. El Signor Antonelli cantaba apleno pulmón para llamarles la atención. —Entonces, ¿de qué va todo esto? —insistió Col, señalando a la policía. —¡Lo han matado! —exclamó el Signor Antonelli, a punto de llorar. —¿A quién? —preguntó Col desesperadamente, volviendo a comprobar que todosestaban a salvo.2 Criaturas tenebrosas con aspecto de mujer de larga melena y figura esquelética que forman parte de la mitologíairlandesa. Son las llamadas hadas de la muerte, que la anuncian gimiendo y lamentándose.3 La barca de la señora Clamworthy se llama Water Sprite, voz inglesa que se refiere a los espíritus o duendesacuáticos.
—Col —dijo Evelyn con una voz que parecía de acero mientras lo agarraba por elbrazo—, no hemos visto a las sirenas, pero, esta vez, nos han mandado un mensajemuy claro. Es exactamente lo que nos temíamos. Ellas han matado a los empleadosde Axoil. Hemos encontrado a uno: nos han enviado su cuerpo. Col miró a la manta justo cuando uno de los policías levantaba una esquina paraver la cara del hombre. Se le revolvieron las tripas: no pudo soportar ver la expresiónde éxtasis que había quedado en el rostro del hombre mientras se ahogaba. —Ven —le dijo Evelyn, haciendo que apartara los ojos. —Pero ¿cómo pueden hacer esto? —exclamó Col con incredulidad—. ¿Y nosotrosestamos intentando ayudarlas? El Signor Antonelli parecía haber recuperado la compostura y agarró el otro brazode Col para ayudar a la mujer a llevárselo de allí. —Es la natura... La natura de le sirene. ¿Te enfadas con los gatos porque matanratones ? No. Pues, nosotros somos ratones para ellas. Ratones que han intentadoalejarlas de su hogar. Col temblaba. —Ya sé que es difícil, muy difícil de comprender. Pero estamos tratando conanimales salvajes y no con mascotas domesticadas. Y no entienden que nosotros, losde la Sociedad, tratamos de protegerlas. Un cuarto de hora más tarde, los miembros de la Sociedad permanecían ensilencio alrededor de la mesa de la cocina de la señora Clamworthy. La visión delcadáver planeaba sobre ellos como un fantasma. Sabían que habían fallado. El doctorBrock suspiró profundamente. —Ahora ya has visto, Luciano, a qué nos enfrentamos —dijo—. La refinería abrirásus instalaciones muy pronto. Por estas aguas pasarán cientos de petroleros cargadosde crudo, ajenos al peligro, navegando hacia un lugar donde ya ha empezado a morirgente. Y las sirenas están comprensiblemente enojadas. Sienten que las han idoechando de un lugar a otro. Ahora que se está profanando su último santuario, seniegan a volver a trasladarse. Estas tres muertes son sólo el principio. Las demáscriaturas nos han dicho que las sirenas han amenazado con usar sus poderes paraprovocar una catástrofe: un asalto a la refinería. Las sirenas creen que no tienen nadaque perder. Pero nosotros no estamos de acuerdo. No sólo amenazan con acabar conmuchas vidas humanas; los animales inocentes sufrirán las consecuencias deldesastre y se arriesgan a ser vistas, que es, precisamente, lo que la Sociedad queríaevitar. El avistamiento de criaturas míticas lleva a la investigación y la investigación,inevitablemente, a su erradicación. Necesitamos que nos ayudes a persuadirlas. Anosotros ya no nos escuchan. No tenemos ni idea de por qué se han vuelto contranosotros y han optado por el camino de la violencia.
En el silencio que siguió, Col tomó conciencia del frenético tictac de un pequeñoreloj de la repisa de la chimenea. Era extremadamente molesto, extrañamente ruidosoen aquel tenso ambiente. Estuvo tentado de levantarse y sacarlo de la habitación,pero no se atrevió a ser el primero en romper el silencio. Entonces habló el SignorAntonelli, con la voz quebrada después de sus recientes e infructuosos esfuerzos. —No han venido cuando las he llamado. Están demasiado enfadadas y sólo unvero, un verdadero compañero puede hablar con ellas en este... ¿Cómo se dice? Eneste estado. ¿Cómo lo sé? Cada colonia de sirene es distinta. Le sirene de Capri, cuandotienen miedo, sólo hablan conmigo; no quieren a nadie más. Por lo que decís, éstasestán unidas a vuestras gaviotas. Yo no soy partidario de esa familia, pero vuestrassirene... Noto su miedo: están llenas de una furia profondissima... Una terrible furia.Serán un peligro para cualquier idiota que se acerque a ellas en este momento. La imagen de la última víctima afloró a la superficie de los pensamientos de todoslos presentes: unos restos sonrientes. El doctor Brock se frotó la frente como siintentara liberar la tensión que se le había acumulado allí. —Parece que hemos llegado a un callejón sin salida. Para cualquiera que no seacompañero de las sirenas es un suicidio acercarse a las Chimeneas. Como ves, ennuestra sección local de la Sociedad no tenemos a nadie. La más cercana que tenemoses Evelyn. Ella es compañera de las banshee, las hadas que anuncian la muerte, pero sitú no has podido hablar con ellas, ¿qué esperanza va a tener ella? Col todavía no hasido asignado, pero creemos que su llamada es para los pegasos. Las sirenas son muyraras en Inglaterra y creo que no he conocido a ningún compañero capaz de hablarcon ellas desde que murió el último compañero universal, hace diez años. La señora Clamworthy chasqueó la lengua. —Y no podemos esperar que llegue otro: aquí en Inglaterra, sólo surge uno cadasiglo aproximadamente —murmuró al lado de Col. —¿Qué hay que buscar en un compañero de las sirenas? —preguntó el señorMasterson. —Conexión con los pájaros, los signos habituales de un compañero de segundoorden —respondió el Signor Antonelli, un poco irritado. El señor Masterson sacudió la cabeza. —No conozco a nadie así —dijo. El doctor Brock dejó caer la mano de su frente, sacudido de repente por unrecuerdo. —Pero está esa chica de los pájaros —murmuró, pensando en alto—. La vi haceunos días. Quizá fuera una turista, pero, por cómo jugaba con las gaviotas, sin dudaera una compañera de segundo orden. Iba a contároslo, pero han pasado otras cosas. Todos los demás, que se habían sumido en la desesperación, se enderezaron ensus sillas. —¿Cómo era? —preguntó Evelyn con interés. El doctor Brock frunció el ceño esforzándose por recordar. —Soy un desastre con estas cosas. Joven. Sí, definitivamente muy joven. Más jovenque Col, creo. Vestía como todos los chicos... Con vaqueros, ya sabéis cómo van —titubeó. —Genial —dijo Evelyn, incapaz de disimular su irritación—. Una chica convaqueros. No va a costarnos mucho encontrarla. El doctor Brock parecía avergonzado. —Ya os he dicho que no soy demasiado bueno recordando detalles, pero recuerdoa los pájaros. —¿Estás seguro de que no era del pueblo? —preguntó Evelyn. Col dudaba que hiciera falta que fuera tan incisiva con el doctor. Había estado demalhumor desde la llegada de su sobrina, cuya presencia en casa le impedía ver a lashadas con libertad. Y todo el mundo sabía que los compañeros de las hadas de lamuerte no eran los más sociables del mundo, ni siquiera en las mejores épocas. —Somos una comunidad pequeña y conozco a casi todos los niños. De que no lahabía visto antes, estoy completamente seguro —insistió el doctor Brockpacientemente—. Además, creo que se montó en un autocar. Un gruñido de decepción se extendió entre los reunidos. Col pensómomentáneamente en Connie: ¿sería ella? Pero tenía su misma edad, no era másjoven, y su don parecía relacionado con los pequeños mamíferos, como los jerbos dela escuela. ¿Debía decir algo? Se aclaró la garganta para interrumpir a los adultos,pero su abuela habló primero. —Sólo nos queda una opción. Hay que pedir a las gaviotas que nos den unadescripción más detallada. Mis duendes acuáticos hablarán con ellas por nosotros. —Buena idea, Lavinia —dijo el doctor Brock, que miró el reloj—. Si fueras tanamable de hablar con ellas esta noche, propongo que nos volvamos a reunir aquímañana para ver si tenemos alguna noticia. ¿Será suficiente tiempo? —la señoraClamworthy asintió—. Muy bien. Gracias a todos por vuestro trabajo de esta nocheen tan difíciles circunstancias. Nos veremos mañana. La reunión se disolvió y los asistentes empezaron a ponerse los abrigos. Col sabíaque había pasado el momento de decir nada. Seguramente había sido una ideaestúpida: Connie no podía tener a la vez el don para los cuadrúpedos y para lascriaturas aladas, si tenía alguno, claro. Nadie podía tener todos esos dones.