capitulo 17 Kullervo

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Tras la celebración, el silencio. Mientras los últimos juerguistas volvían alaparcamiento, Connie se quedó en la explanada aguardando gozosa uno de losencuentros de su entrenamiento que con más ansias había esperado. Scark picoteabala corteza de un sándwich a un tiro de piedra de la niña, sin quitarle el atento ojo deencima. Connie se había dado cuenta de que, últimamente, al pájaro le gustaba saberdónde estaba ella en todo momento, como si de un padre quisquilloso se tratara. -No pasa nada, Scark -le dijo, con suavidad-. He quedado con el doctor Brocken que, cuando todos los demás animales y compañeros se hayan ido, Morjik vendráa buscarme para mi primer vuelo esta noche. Volveremos volando a casa de losMasterson. De verdad que no hace falta que me vayas siguiendo. Estoy bien. Scark soltó un chillido escéptico y dejó la corteza del pan. Mientras esperaba a que Morjik se despidiera de sus amigos dragones, Connieescuchó el rumor de las olas rozando las rocas de abajo, sólo ligeramente perturbadopor la suave brisa que soplaba desde el mar, donde se rumoreaba que vivía el gigantedel tiempo de Shirley. Embrujada por la perfección del cielo nocturno, pensó que erauna buena noche para darse una vuelta en dragón. Maravillada con lasconstelaciones que giraban sobre su cabeza, se preguntó por qué no veía desde sucasa aquellas estrellas. Allí se veían muchas más que en Hescombe, donde las lucesde la refinería y de Chartmouth apagaban su brillo. Connie enfocó ociosamente a su alrededor con la linterna: ya estaba todo desiertoy sólo le quedaban las brasas de la hoguera por compañía. La luz cada vez másescasa proyectaba largas sombras sobre los desvencijados muros en precarioequilibrio al borde mismo del precipicio. Miró el reloj y vio que sólo eran las oncemenos cinco. Kinga le había advertido que Morjik tardaría bastante en despedirse:los dragones, aunque eran criaturas solitarias, aprovechaban la oportunidad que lesbrindaban sus raros encuentros para intercambiar noticias y conocimientos con los desu especie. Resignada a una larga espera, se sentó en un pedestal caído, a unadistancia prudencial del borde del acantilado. Desde allí observó cómo los plieguesnegros del agua, ribeteados de blanco, se estrellaban contra las rocas de abajo y seretiraban, reemplazados por otras olas en el mismo devenir eterno. -¿Señorita Lionheart? A Connie casi se le sale el corazón del pecho. No había escuchado que se acercaranadie hasta que la había sorprendido una voz al lado del oído. -Señor Coddrington -dijo Connie, con voz temblorosa-. Tengo permiso paraestar aquí... Una clase de vuelo en dragón. -No se preocupe, señorita Lionheart. No he venido a cuestionarla, sólo he venidoa decirle que, desafortunadamente, su clase ha sido cancelada. Nos han informado deque hay una avioneta volando bajo por esta zona. Me han enviado para que regresesegura al minibús. -Ah, gracias -dijo ella, levantándose apresuradamente. -Pero, quizá podríamos tener una breve conversación -siguió el hombre,bloqueándole el camino de regreso al aparcamiento. -¿Sobre qué? -preguntó Connie, haciéndose a un lado para rodearlo. -Bueno, las cosas no empezaron con demasiado buen pie entre nosotros,¿verdad? -dijo en un poco convincente intento de hablarle en tono amistoso-. Creoque deberíamos dejar el pasado atrás y empezar de nuevo... A pesar de que el hombre seguía con su charla, a Connie le resultaba difícilconcentrarse en lo que le estaba diciendo, porque había empezado a notar unzumbido en la cabeza. Él lo debía de haber notado, porque la miraba como si laestuviera examinando de nuevo: sonriendo con su cruel sonrisa. El zumbido aumentó y se hizo tan intenso que parecía taladrarle el cerebro. Connie se puso las manos en los oídos. -Lo siento, señor Coddrington, pero no me encuentro bien. ¿Podemos hablar deesto mañana? El señor Coddrington le estaba contestando, pero Connie lo supo sólo porque lovio mover los labios. El ruido de su cabeza, aumentado por un silbido agudo que seestaba convirtiendo en un chillido, bloqueaba todos los demás sonidos. Sus rodillascedieron y Connie cayó de bruces en la hierba. Empezó a arañar la tierraagónicamente. Sabía lo que le estaba pasando: la asaltaba la presencia de variascriaturas que querían vincularse a ella. No sabía cuántas eran, ni de qué especie, perose le estaban metiendo en todos los recovecos de la mente, recorriéndola comohormigas invasoras. -¡Parad! -gritó-. ¡Haga que paren! -pero las presencias no se retiraron yempezó a notar que la agarraban unas garras y la separaban del suelo. Ella seaferraba a la hierba, pero sólo conseguía arrancarla y formar montoncitos al lado delas raíces mientras algo la arrastraba. »¡No, no, dejadme! -rogó, tanto a las presencias que le invadían la mente como ala criatura que la arrastraba. Una gaviota gritó protestando en su oído-. ¡Ayúdeme,señor Coddrington! Con un salto hacia el cielo nocturno, la bestia se elevó. Luchando por captar laimagen de su captor, Connie empezó a revolverse y vio sobre ella unas oscuras alasde murciélago y la larga cola de un dragón negro. Al mirar hacia abajo, se dio cuentade que estaban sobrevolando el mar y se acercaban a la costa. Paralizada por elmiedo que le daba caerse de las garras de la bestia, abandonó sus intentos de escapary dejó su peso muerto, sollozando por el dolor y la confusión. Afortunadamente, el viaje fue breve. El dragón empezó a bajar al llegar a la cimade un alto acantilado y, con consumada destreza, a pesar de cargar con su prisionera,se detuvo sin incidentes en el borde del precipicio. -Veo que la has atrapado... Viene como un salmón en las garras de un águila -seburló una voz suave-. Déjala aquí, Charok. Connie fue liberada de las garras del dragón. Gritó al caer rodando por el bordedel acantilado hasta llegar a un nido de ramas, helechos y ramitas, situado unoscuantos metros más abajo. Desorientada y desollada, la niña permaneció quieta uninstante, a pesar de las náuseas que le producía el intenso hedor de los desperdiciosdel nido. Intentaba desesperadamente recomponerse, silenciar las voces de su mente.Levantó la cabeza y se apartó el pelo de la cara. Tenía ante sí una enorme águila azulnoche con el pico curvo. Sus ojos brillaban, uno amarillo, otro dorado, como si laconsiderara un delicioso bocado que llevarse a la boca. Connie se hizo atrás,esforzándose por ponerse de pie y machacando los huesos de otros bocados en elintento. -No tengas miedo, universal -graznó el pájaro-. No me como a los de tuespecie. Tú no eres más que un aperitivo; mi hambre no puede saciarse con carne.No, aquí tú eres mi invitada. Bienvenida. Perdona lo inesperado de la invitación,pero no tenía otra opción. No podía aspirar a hablar contigo mientras estabasrodeada de todos esos humanos y hace mucho que espero mi oportunidad. Te hanvigilado bien. Ha sido un detalle por parte de la Sociedad organizar una reunión tangrande en un lugar tan remoto como éste: así, he podido reunir mis fuerzas y pasarinadvertido. -Diles que paren -fue todo lo que Connie pudo decir, refiriéndose a los ruidosque seguían resonando en su cabeza. -Ah, sí. Disculpa la curiosidad de mis amigos: todos quieren conocerte... Igualque yo -el águila soltó un penetrante chillido que resonó en todo el acantilado e,inmediatamente, cesó la invasión. Aunque seguía mareada, Connie empezó adistinguir su entorno. Estaba atrapada en un nido colgado en la pared rocosa. Porencima, veía al dragón negro, con sus ojos rojos brillando como el carbón encendido,rodeado de otras criaturas que también la estaban mirando. Connie no pudo discernir de qué clase de criaturas se trataba: la silueta de un brazo delgado por aquí,la imagen de una dentadura por allá y su imaginación supliendo el resto en forma debanshees, demonios necrófagos y hombres lobo. Tras ellos, había una sombra másoscura que se recortaba contra las estrellas, armada con una porra con la punta demetal: el gigante del tiempo de Shirley. -¿Quién eres? -susurró Connie, con el miedo apretándole la garganta. -¿No lo sabes? -se burló el águila-. ¿Eres una universal y no lo sabes? El ave se echó hacia delante. Connie retrocedió, pero no tenía adonde ir si noquería saltar del nido y perderse en el negro abismo de debajo. -No tengas miedo. No te haré... demasiado daño -dijo el águila, amenazadora. Connie se detuvo y esperó aterrorizada a que el ave la tocara con el pico.Inmediatamente, la invadió un remolino de emociones. Arrastrada al caos de lamente de la criatura, Connie sintió que se le llenaba el corazón de odio, rabia, maldady desesperación. Era como si hubiera caído repentinamente a las profundidades de laTierra y estuviera girando en la inmensidad de un eterno vacío sin ninguna estrellaque aliviara la oscuridad absoluta. El águila levantó el pico e instantáneamente la abandonaron aquellas sensaciones.Connie jadeó, temblando de arriba abajo. -¿Aún no sabes quién soy? -Eres una criatura mítica, pero no eres un ave -empezó Connie, débilmente. Suspercepciones empezaban a tomar forma-. No eres como los demás que he conocido:tú eres ancha... como un océano - al decir esas palabras, se acordó de que Morjik lehabía dicho algo similar a ella. La criatura se parecía a un universal-. Eres Kullervo. El águila agitó las alas, complacida por el descubrimiento. -No puedo esconderme de ti, tal como tú no puedes esconderte de mí -dijo él-.Yo soy todas las cosas, pero, ciertamente, tengo un nombre: Kullervo. Ante la atenta mirada de Connie, la gran águila retrocedió, extendió las alas y lasbatió mientras se transformaba en una figura oculta bajo una capa, más alta inclusoque el gigante del tiempo, que llegaba hasta las nubes. Se enroscaba a su alrededoruna niebla que lo cubría como las hiedras a los árboles. Sólo sus ojos permanecíanigual que antes, brillando en las alturas: amarillo ácido y dorado lava, con negrashendiduras por pupilas, como dos estrellas gemelas. -Así es como me pinta la leyenda -retumbó la voz de Kullervo en las nubes delcielo-. Una oscura sombra en los límites del mundo humano. Pero no voy a seguirviviendo al margen. Me estoy acercando y nadie puede detener mi odio -dejó caerlos brazos y se inclinó hacia Connie-. Y tú tienes que ayudarme. -¿Yo? -dijo Connie, boquiabierta, preguntándose qué podía querer de ella unser tan poderoso. -Sí -mientras hablaba, el tamaño de Kullervo iba disminuyendo, como siestuviera hecho de agua y ésta se fuera vertiendo en un vaso transparente. Cuandoya sólo la pasaba un metro, detuvo su reducción y tomó una forma tan definida queConnie pudo incluso distinguir el trazo de sus venas en los brazos musculosos. Eracomo una estatua viva de un sátiro esculpida por un maestro escultor en mármol grisazulado-. No debes tener miedo. ¡Ja! -se rió desdeñosamente, inclinando su bellacabeza y echando coces con sus pezuñas-. Puedo leerte la mente, Connie: sé lo quepiensas. Piensas en todas las advertencias y en todas las cosas terribles que hasescuchado de mí por boca de esos necios de la fabulosa Sociedad. Ciertamente, eso era lo que Connie estaba pensando y se alarmó al ver que nopodía esconderle sus pensamientos. -Te han dejado muy preocupada, ¿verdad? Te han detenido a cada paso quedabas... manteniéndote en la oscuridad. Yo no te trataría así. Yo sé que eres especial.Eres inteligente. Sé que has visto más allá de sus mentiras -su voz se habíaconvertido en apenas un susurro, tan plañidero como amable. Sus palabraspenetraban en los pensamientos de Connie como una suave brisa filtrándose en unahabitación cargada y la tentaban para que abandonara tales confines y probara el airefresco, a su lado-. Ya es hora de que abandones tus miedos. Sabes que tengo razón.El mundo mítico debe actuar para salvar a la Tierra de la humanidad. Connie levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos. Ya no veía crueldad enellos, sino dolor. Sus ojos eran los ojos de todas las criaturas que ella sabía que lahumanidad había maltratado y relegado al olvido. Connie sacudió la cabeza automáticamente, pero una parte de ella escuchaba enlas palabras de Kullervo sus propios pensamientos. ¿No era eso mismo lo que habíadicho Shirley? ¿Acaso no era Axoil una pequeña parte de lo que estaba destruyendola Tierra? ¿Acaso no había que detener todo aquello? En aquel momento le resultabadifícil recordar todo lo que el doctor Brock y los demás le habían dicho. Sólo podíapensar en la oscura alma que tenía enfrente. Kullervo tenía tanto poder, tanto odio,que parecía que toda la rabia de la Tierra habitara en su interior. ¿Acaso no teníaderecho a estar enfadado? ¿Acaso no debía ayudarlo? -Ven y verás con mis ojos, universal -dijo Kullervo, muy suavemente, y letendió la mano. Connie vaciló, pero la tomó sin demasiada desconfianza. Esta vezestaba preparada para la ola que la arrastraría e intentó imaginarse nadando en susoscuros pensamientos en lugar de hundirse con ellos. Kullervo le estaba mostrandolo que habían hecho los humanos con el mundo: llanuras antes fértiles quesuspiraban por el agua, el hielo que se fundía bajo el ardiente sol, inundaciones quearrasaban las riberas... Connie empezó a dudar: realmente veía las cosas como él lasveía. ¿Acaso su propio corazón no la había llevado a preguntarse de qué servía laSociedad ante tanta muerte y destrucción? El mundo sería mejor si lo dejaran bienlimpio, ya que así podría repoblarse de vida, en lugar de esperar su último suspiro bajo la contaminación humana. La humanidad tenía que aprender a respetar a lascriaturas míticas viéndolas desatar su poder. Justo cuando estaba a punto de dejarse llevar por la corriente del negro humor deKullervo, a punto de rendirse a su fuerza, la mente de Connie dio con algo que sealzaba como un obstáculo oculto. Bajo la superficie, Connie notó que Kullervo leescondía algo. ¿Qué era? Tenía razón en que la humanidad estaba sumida en unaalocada carrera criminal a la caza de beneficios materiales, pero ¿no era verdad queKullervo se deleitaba con esa destrucción? ¿Acaso no alimentaba el desequilibriocreado por la humanidad en la naturaleza, empujando el mundo a nuevos ciclos dedevastación y muerte? ¿Acaso no perseguía el fin de la humanidad? Cuando se dio cuenta, Connie entendió que no debía permitir que supiera quehabía leído más de lo que él pretendía, pero Kullervo tenía una mente poderosa,¿cómo iba a esconderle algo? «Una isla... Necesito una isla», pensó Connie. Dolorosamente, contra la marea delas percepciones de Kullervo, se imaginó amontonando pacientemente piedra sobrepiedra en una punta de tierra que sobresalía entre las olas del mar. En aquella frágilisla Connie depositó su secreto. Entonces Kullervo le soltó la mano y la invasióncedió, sin dejar mácula en la mente de la niña. -Ahora me entiendes -dijo con una sonrisa-. Lo noto, universal... Y, con eltiempo, estarás de acuerdo conmigo -le dio la espalda, levantando la cabeza a susseguidores, con los brazos extendidos-. Lo entiende, amigos. ¡Os dije que lo haría!-gritó, triunfante. Antes de que la criatura empezara a hablar, Connie había desviado su mente a lahuida. Aunque la Sociedad estuviera equivocada, ahora sabía que Kullervo no teníarazón. Tarde o temprano, su entrevista terminaría con ella negándose a ayudarle,pero no veía cómo iba a escapar con vida, a menos que pudiera pedir ayuda. Echó unvistazo cauteloso por el borde del nido: nada excepto un saliente y, después, unaprolongada caída a las olas que golpeaban el pie del acantilado, muchos metros másabajo. Si por lo menos alguien supiera dónde estaba... Pero ¿quién? Sin más, aparecióen su mente el rostro de Gard. El enano le había dicho que, siempre que estuviera encontacto con el suelo, los enanos de roca sabrían dónde estaba. Si conseguía tocartierra firme, podría alertar a Gard del peligro que corría. Sin duda, valía la penaintentarlo. -¿Estás preparada para sellar tu alianza conmigo? -le preguntó Kullervo,volviéndose de nuevo para mirarla a la cara. Abrió los brazos como si se dispusiera aabrazarla. -Lo siento -respondió, tratando de ganar un poco de tiempo-, tengo quepensarlo, tengo que pensar en lo que me has dicho -sacó un pie por encima delnido, intentando apoyarlo en el estrecho saliente de roca-. Tus ideas son muynuevas para mí -la bota de Connie se afianzó en la piedra y llenó su cabeza de recuerdos de la presencia de Gard, pero sólo lo consiguió un segundo y luego lapresencia de Kullervo volvió a irrumpir en ella. -¿Qué haces? ¡Quita de ahí! -vociferó, sin un ápice de cortesía. Con unapoderosa mano le agarró la chaqueta. Levantándola como si no pesara más que unamuñeca, la dejó colgando sobre el borde del nido un instante-. No tienesescapatoria, a menos que te salgan alas -se mofó-. ¿Aún quieres irte? Un pequeño dardo blanco cruzó el cielo nocturno para enfrentarse a los fieros ojosde Kullervo. Chillaba con rabia. Era Scark. -Vaya... Protegiendo a tu pollita humana, ¿eh? -gruñó Kullervo y se limitó aapartar la molestia de un tortazo, estampando a Scark contra el acantilado con unterrible golpe sordo. El pájaro resbaló hasta el nido y cayó a los pies de Kullervo con las alas abiertas.Sin achicarse, atacó las pezuñas de la criatura de forma cambiante sin dejar de chillarcon todas sus fuerzas. Kullervo miró, divertido, a la minúscula criatura que learañaba los pies y levantó una pezuña. Connie vio lo que estaba a punto de hacer,pero, atrapada en su mano, sólo pudo abrir la boca y gritar con impotencia: -¡No! Kullervo clavó los ojos en ella, sonriendo, y pisó a la gaviota con fuerza,aplastándola bajo su pezuña. -¡No! -el grito de Connie le desgarró la garganta hasta que no le quedó ni voz nialiento. Empezó a patalear y a dar puñetazos, pero no consiguió alcanzar a Kullervo. Respondiendo con una cruel carcajada al pesar de Connie, Kullervo la volvió asoltar en el fondo del nido y adoptó de nuevo la forma de gigante encapuchado. Uncoro de alaridos surgió de los espectadores. Connie acunó el cuerpo aplastado de suamigo, llorando con desesperación. Scark todavía estaba caliente, pero, mientras losostenía, notaba cómo su latido se iba perdiendo y sus alas flaqueaban. Su espírituhabía volado para no regresar jamás. Scark había ido a salvarla y por eso estabamuerto. -Mis seguidores se están cansando -anunció Kullervo-. No te queda muchotiempo para decidirte. La ira de Kullervo está a punto de desatarse: o te unes a mí ysorteas la tormenta o perecerás con todos los demás que se interpongan en micamino... Como este pájaro tuyo. Connie siguió arrodillada a sus pies. Su situación parecía desesperada. No sabíaqué decir. -Pero aún soy una niña -dijo en tono de ruego, volviendo a sollozar-. Porfavor, déjame ir. -Eres una universal. Y yo no tengo piedad, tal como la humanidad no tienepiedad del mundo. -Pero no todos nosotros somos así. Algunos queremos detener la destrucción. Noquiero unirme a ti. Sólo quiero irme a casa -gritó la niña, desesperada. -Tu casa está a mi lado. O eso o nada. Kullervo se enrolló la capa y levantó un brazo para pegarle, pero un intensochillido sobre su cabeza lo distrajo de su propósito. El dragón negro había alzado elvuelo. Una llamarada verde cruzó el cielo nocturno para aterrizar en el campamento deKullervo. -¡Morjik! El dragón negro había despegado para interceptarlo. Lanzándose bocanadas defuego, los dos dragones chocaron en pleno vuelo y su colisión resonó como untrueno. Todos los ojos se volvieron para presenciar el combate de las bestias, que seherían, gritaban y buscaban el punto débil que haría caer al otro. De repente,Kullervo adoptó su forma de águila y despegó del nido para ayudar a su siervo.Surcando raudo la oscuridad, esquivó por los pelos a Morjik. El gigante del tiempotambién estaba aportando su poder para derrotar al intruso. Transfigurada con la pelea, Connie no vio al pegaso hasta que hubo aterrizado trasella. -¡Sube! -le susurró Col al oído mientras tiraba de su brazo para levantarla delsuelo. Era su única oportunidad. Tenía que aprovecharla, aunque eso significaraabandonar a Morjik en plena batalla, en clara inferioridad contra Kullervo y susseguidores. Pero ¿qué podía hacer ella? Montó en el pegaso y se agarró con unamano a la cintura de Col, ya que con la otra todavía sostenía a Scark. -Pero ¿y Morjik? -gritó la niña con desesperación cuando Skylark se lanzaba alprecipicio. -¡Los refuerzos están a punto de llegar! -contestó Col, instando a Skylark aalejarse del nido lo más rápido posible. Un haz de luz y un rayo cegador pasaron a un palmo del hocico de Skylark.Connie cerró los ojos, pero siguió viendo el rastro del rayo sobre el oscuro fondo desus párpados. -¡Baja! -ordenó Col, apremiante-. ¡El gigante nos ha visto! Skylark bajó precipitadamente hacia la izquierda, esquivando por los pelos unabola de hielo que se estampó contra la pared del acantilado, duchándolos conminúsculos pedacitos de roca. Connie se volvió para mirar por encima del hombrojusto en el momento en que Morjik se lanzaba contra la cabeza del gigante, con unfuego blanco increíblemente caliente surgiendo de sus fauces. Por encima, Charok yel águila lo arañaban con furiosos zarpazos. El gigante lanzó otro rayo que se desviócon el ataque de Morjik, pero su luz descubrió el pegaso a Kullervo. Dando media vuelta en pleno aire, el águila salió disparada hacia ellos, gritando a sus fieles que lasiguieran Skylark volaba tan rápido como podía, pero cargado con sus dos pasajerosno podía igualar la velocidad de Kullervo. -¡Col! -gritó Connie-. ¡Detrás! Col echó un vistazo por encima del hombro y vio que los estaban persiguiendo. -¡Baja! -pidió a Skylark-. ¡Baja! Skylark se dejó caer como una piedra hacia las olas, con sus jinetes colgando en suespalda, casi incapaces de sostenerse sobre él en caída libre. Todo se volvió húmedo,frío y borroso cuando se metieron en un anillo de nubes que el gigante les habíaenviado para cerrarles el paso. Connie ya no veía las olas, pero las escuchaba rompercontra las rocas de abajo. -¡Sube! -ordenó Col. Todavía envuelto en la cegadora manta de vapor, Skylark se equilibró y empezó abatir las alas, luchando esforzadamente por ganar altitud lo antes posible. Connie,aun sin ver, podía jurar haber escuchado el ruido de unas alas batiendo justo debajode ellos, seguidas de varias más. Cuando emergieron de la nube de tormenta del gigante del tiempo, Connie vio unescuadrón de dragones que se recortaban contra la luna. Pájaro de la Tormenta yArgot iban a la cabeza del grupo. La mitad se pusieron a perseguir a Kullervo,mientras el resto acudía a socorrer a Morjik. Fue como en la apertura de lacelebración pero, esta vez, con una seriedad mortal. Con excelente precisión,formaron dos flechas, se dirigieron al centro de la nube y desaparecieron. Conniesoltó un suspiro de alivio: con tales fuerzas de su lado, no le cabía duda de queMorjik saldría victorioso. Kullervo sería derrotado. -¿Adonde vamos? -gritó Connie al oído de Col. -Tengo órdenes de llevarte a la granja de los Masterson. Allí estarás segura. -¿Órdenes? -Bueno, es que no nos has dado demasiado tiempo para buscarte, pero yaestábamos preparados. Cuando hemos sabido que te habían apresado, el doctorBrock se ha figurado lo que había sucedido. Hemos preparado un grupo de rescate yyo tenía que rescatarte a ti mientras los demás distraían a las criaturas. Ahora tengoque llevarte a la granja... Pero no hemos sabido dónde estabas exactamente hasta queel enano de roca ha gritado de repente que estabas en la Cueva del Hombre Muerto. -Scark me ha encontrado primero. -Ya lo sé. Lo siento, Connie. La muchacha tembló y se agarró con más fuerza a Col, inmensamente aliviada porencontrarse de nuevo entre amigos. Empezó a sollozar en el hombro del niño, acariciando con los dedos las plumas ensangrentadas de Scark mientras abrazaba elcuerpo aplastado contra su pecho. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Aunque rápido, volaban tranquilamente hacia Dartmoor. Connie empezó a darcabezadas de cansancio: había gastado todas sus reservas de energía y la pena lenublaba la mente. Dejando vagar sus pensamientos, tropezó toscamente con eldiálogo entre el pegaso y Col. En comparación con su estado de confusión y dolor,montura y jinete parecían extremadamente centrados; unidos en la preocupación porsu pasajera, atentos a cualquier persecución, volando con una sola mente. Eran unequipo perfecto. -Nos está sintiendo, Col. -Skylark había percibido la presencia de la niña. -Lo siento, no puedo evitar escuchar. Aún no he aprendido a controlar mi don -se disculpó Connie, sintiéndose como si hubiera entrado en una habitación sinllamar. -Ya lo entiendo, universal -dijo Skylark-. Pero aquí eres bienvenida, ¿verdad,compañero? Para fortuna de Connie, Col no dudó ni un instante. -Por supuesto -hizo una pausa-. Connie, tengo que confesarte algo -Connienotó que Skylark daba un empujoncito mental a su jinete-. Te he fallado... No te dini una sola oportunidad. Lo siento. -Lo que intenta decirte, universal-irrumpió Skylark-, es que se ha comportadocomo un idiota. -Gracias, compañero -dijo Col, amargamente-. Y ahora que mi amigo te haexpuesto claramente cómo me siento, ¿aceptarías mis disculpas? ¿Podemos empezarde nuevo? Era la segunda invitación para empezar de nuevo que Connie recibía aquellanoche, pero ésta estaba más que dispuesta a aceptarla. Incluso en su estado deagotamiento apreciaba lo difícil que habría resultado al orgulloso y popular Coladmitir que se había equivocado y pedirle disculpas. -Claro -respondió Connie-. Y yo siento haberte soltado un chaparrón con lodel padre de Jane. No debí decir que no te importaba. -Entonces, ¿amigos de nuevo? -preguntó Col. -Amigos -afirmó ella, apoyando la cabeza en el hombro del niño. La cabeza nole respondía y ya no podía seguir escuchando los pensamientos. El agotamiento y laconmoción se habían apoderado finalmente de ella. -¡Agárrala antes de que se caiga! -advirtió Skylark a su jinete, notando ladesconcentración de la niña-. Está perdiendo la conciencia. Col la agarró justo a tiempo, cuando ya estaba a punto de soltarse de su cintura. -Tenemos que aterrizar para colocarla delante -dijo Col a Skylark, pero sumontura ya estaba volando en círculos para dar con un lugar apropiado. Una vez enel suelo, Col se sorprendió de lo blanca que tenía la cara su amiga. Era como si lehubieran chupado la vida. Parecía una estatua de cera. -Necesita ayuda. ¡Hay que volar como el viento! -exclamó a Skylark mientras labestia volvía a despegar con Connie desmoronada sobre su cuello. Col se hizo cargodel cuerpo destrozado de la gaviota-. ¿Qué le habrá hecho Kullervo?

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Col y Skylark aterrizaron con su carga al lado de la granja, donde Evelyn, Jessica,la señora Clamworthy, el doctor Brock, Gard y el resto de Administradores losestaban esperando ansiosamente. Skylark llegó trotando hasta la escalera de la casa,jadeando, con los flancos relucientes por el sudor y las piernas a punto de doblárselepor el esfuerzo realizado. -Gracias a Dios -exclamó la señora Clamworthy-. ¡No estáis heridos! ¿Cómoestá Connie? -Kullervo ha matado a su gaviota. Ella está conmocionada o algo parecido. ¡Quealguien la atienda! -gritó Col. El doctor Brock salió disparado hacia ellos y agarró aConnie justo cuando empezaba a resbalar del lomo de Skylark. Evelyn soltó ungemido de histeria-. Ha estado así la mayor parte del tiempo -explicó Col, con lavoz entrecortada por la preocupación-. ¿Llamamos a una ambulancia? Kira corrió hacia ellos y envolvió a Connie en una manta. -Entradla a la casa -dijo, con calma-. Con Windfoal, tendrá los mejorescuidados que pudiera desear. El grupo se metió rápidamente en la casa, dejando a Col y a Skylark en el patio. Elniño puso reverentemente a Scark en el asiento trasero del coche de su abuela yvolvió junto a Skylark para acariciarle el cuello cariñosamente. -¡Has estado genial! -lo elogió. -Y tú muy valiente -dijo el pegaso, devolviéndole el cumplido. Con la mano ligeramente apoyada en la crin de Skylark, Col lo guió a los establos,pensando que allí encontraría el calor y el descanso que tanto merecía.

el secreto de las sirenasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora