La tormenta había pasado. Las últimas gotas gordas chocaron contra la ventana yresbalaron hacia abajo. Connie nubló de vaho el cristal y dibujó una gaviota con eldedo. Abajo, la reunión continuaba. «Inútil», escribió en la ventana. «Soy inútil.» El sonido de sillas arrastrándose la alertó: se marchaban. Corriendo a la cama, secubrió con el edredón y se hizo la dormida. Justo a tiempo, porque, al momento, sutía abrió la puerta del dormitorio con sigilo. Un rayo de luz del rellano penetró en lahabitación, tocando la cabeza de la niña, oculta por una mata de pelo esparcida sobrela almohada. Con un suspiro, su tía cerró la puerta despacio y sus pasos sedesvanecieron a medida que bajaba la escalera. Connie se deslizó fuera de la cama y corrió de nuevo a la ventana. El grupo de lacocina estaba reunido en el caminito principal, esperando a que saliera Evelyn. Debían de haber decidido realizar otra de sus alocadas expediciones, ¿para qué ibasi no a salir su tía a esas horas de la noche? Mientras esperaba a que su tía se reunieracon los demás, abrió un pelín la ventana para escuchar. -Está bien. Está durmiendo. -Estoy preocupada por ella, Francis -dijo la señora Clamworthy al hombre depelo blanco-. Ha tenido que ser una terrible decepción para ella. ¿Qué crees quepodríamos hacer para ayudarla? -Creo que eso debemos dejárselo a ella -dijo, mirando hacia la ventana. Conniese agachó-. Hay más formas de demostrar que se tiene el don. Hoy en díaconfiamos demasiado en esas pruebas. Si es la niña que vi en el muelle, y estoyconvencido de que sí, prefiero depositar mi fe en sus habilidades antes que creer enlas de Ivor Coddrington como examinador. Sus palabras fueron el mejor consuelo que Connie pudiera haber recibido. Elhombre la había visto con Scark y creía que tenía el don, fuera lo que fuera eso paraellos. A lo mejor era una relación especial con los animales. Si era eso, definitivamente ella tenía un as en la manga. Así pues, aquello no era necesariamenteel fin. El señor Coddrington podía haberse equivocado. Quizá no fuera tan inútil. Mientras su humor pasaba de la decepción al desafío, recordó el extrañocomportamiento del examinador. Era como si hubiera deseado que suspendieradesde el preciso momento en que el cuervo graznó y, en consecuencia, no hubieradejado lugar a segundas opiniones. ¿Qué había visto aquel hombre para asustarsetanto? Había un modo de averiguarlo: por una parte, el señor Coddrington habíainsinuado demasiado y, además, Connie estaba decidida a demostrar que él seequivocaba y ella tenía la herencia de su familia. Pero ¿qué debía hacer? Elexaminador no se lo había dicho. Bueno, tal vez ya fuese hora de empezar a jugarsegún sus propias reglas y no con las de la Sociedad. La única manera que se leocurría para ponerse a prueba era pegarse a sus miembros y ver cómo actuaban.Entonces les demostraría que ella podía hacerlo aún mejor. ¡Claro! Les enseñaría aacercarse a las gaviotas sin asustarlas. Si eso no los convencía, nada lo haría. Perodebía apresurarse si quería ir a las Chimeneas con ellos esa misma noche. Connie bajó corriendo las escaleras y se enfundó el anorak y las botas. Ya habíadecidido lo que iba a hacer: si corría lo suficiente por el camino que bordeaba losgarajes en lugar de ir por High Street, llegaría antes que ellos al muelle. Nadie la vio correr en la oscuridad de las calles secundarias de Hescombe exceptoun gato color mermelada que paseaba sobre una estrecha valla. Presintiendo que ibaa ocurrir algo excepcional, Madame Cresson bajó al ver pasar a Connie, dejó caer desu boca el ratoncito herido y salió corriendo tras ella sobre sus patas aterciopeladas. Connie se detuvo cuando pisó los guijarros del muelle. -¿Qué barca era? -murmuró sin aliento, doblándose dolorosamente al darsecuenta de que su plan tenía lagunas. Recordó que Col le había hablado de la barca desu abuela el viernes: tenía un nombre raro, era algo relacionado con el agua. Echandoun nervioso vistazo por encima del hombro por si los demás llegaban, corrió por elembarcadero del minúsculo puerto. Bessie, Ocean Pride, Selkie. ¡Vamos, rápido! ¡Ah!Ahí estaba: Water Sprite. Era una barca pequeña y no había muchos lugares en elladonde esconderse. Saltando a bordo, Connie empujó un toldo enrollado bajo unbanco, haciéndose el sitio justo para deslizarse tras él. Ignorando la impresión delagua helada que empapó sus vaqueros mientras se acomodaba, estaba a punto detaparse cuando el gato saltó también a la embarcación, sobresaltándola. -Madame Cresson -siseó Connie-, ¡no intentes detenerme! -la gata cerró losojos amarillos con dulzura y ronroneó, moviendo lentamente la cola de un lado aotro-. Entonces, ¿sólo has venido para vigilarme? -la gata bostezó y avanzó paraacomodarse junto a Connie-. Está bien, ¡pero no me hagas estornudar! Un murmullo de voces en el embarcadero anunció a Connie que era el momentode devolver el toldo a su sitio. Era incomodísimo estar apretujada bajo el asiento: esperaba que se dieran prisa en hacerse a la mar antes de que se le congelaranliteralmente los pies. -De acuerdo, Signor Antonelli -dijo la voz del hombre del pelo blanco-. Ustedirá con Horace y Evelyn en la Banshee; Col, tú nos llevarás a tu abuela y a mí en laWater Sprite. Connie notó cómo el bote se hundía ligeramente al subir dos personas a bordo:una de un salto, la otra con más delicadeza. El motor cobró vida enviando un sinfínde vibraciones que hicieron temblar el cuerpo entumecido de Connie. -¡Suelta las amarras! -Connie reconoció la voz de Col. La embarcación volvió a hundirse un poco más cuando alguien saltó a su interiorcon las maromas. El rugido del motor cambió a un tono más suave y la barca empezóa moverse. Un minuto más tarde, unos bamboleos más bruscos dieron a entender aConnie que habían abandonado los espigones del puerto. Madame Cresson volvió abostezar y se deslizó al lado de la niña. Connie quiso agarrarla, pero la gata seescurrió como la seda entre los dedos. -¿Qué hace la gata a bordo? -oyó exclamar a la señora Clamworthy. -Ni idea. Cuando he subido no la he visto -dijo el hombre. -Mmm... Doctor Brock -dijo Col desde la cabina del timón-, ¿cree que es buenaidea dejar que venga con nosotros? Al fin y al cabo, las sirenas son medio pájaros,¿no? -Sí, es cierto, pero ahora no podemos volver -repuso el doctor Brock. -Esta expedición no es buena idea, Francis -protestó la señora Clamworthyimpaciente-. Dudo que el Signor Antonelli saque nada de ellas. Ya nos lo dijo: sóloun verdadero compañero de estas sirenas podría escuchar su canto sin perecer. -No nos queda más remedio: debemos intentarlo de nuevo. No sé tú, pero yo nopuedo vivir pensando que más ONeills pueden acabar chocando contra nuestrocasco -afirmó el doctor Brock-. ¿Tenéis todos los protectores auditivos? Ese último comentario pasó inadvertido a Connie, que había dejado de escuchar aloír la palabra «sirenas». Se había cruzado antes con el nombre de aquellas criaturas;habían captado su atención y despertado su imaginación hacía unos meses, durantela lectura, en su clase de antes, de algunas historias sobre los antiguos griegos. Lehabía encantado la desordenada cadena de asociaciones que había llevado delnombre de aquel peligroso ser mitológico al estridente sonido que se empleaba paraavisar de un peligro. Pero las sirenas, esos monstruos que empujaban a los marinerosa la muerte con sus bonitas canciones, eran sólo una fábula, ¿no? A Connie, apretujada bajo el banco, el siguiente cuarto de hora se le hizo eterno.Veía un par de botas de goma rojas a través de un desgarrón del toldo. Supuso queserían de la señora Clamworthy, sentada en el banco. A Connie le empezó a pasar por la cabeza que hacer una aparición digna sería muy difícil. ¿Qué iba a decirles?¿Cómo iba a explicar su presencia? Colarse en una salida de la Sociedad le habíaparecido muy buena idea en tierra firme, pero ahora le parecía una locura. Col paró el motor. -¡Que todo el mundo se ponga las orejeras! -ordenó el doctor Brock. Connie vioque la mano de la señora Clamworthy se deslizaba a la bolsa que descansaba a suspies y sacaba un par de esos protectores auditivos que ya le eran familiares-. Yquizá tengamos que protegernos mejor y meternos con Col al lado del timón. -A mí no me sirvió de mucho la última vez -se oyó gritar a Col. -No, pero al menos tenemos algo bajo lo que resguardarnos. En la proa, casi seme llevan. El banco crujió y las botas rojas desaparecieron. Connie echó un vistazo rápido a lacubierta que tenía ante sí: nadie. Debían de estar todos en la parte posterior de laembarcación. Gateando con dificultad sobre los codos, Connie salió de su escondite,pero se mantuvo en la densa oscuridad, lejos de la luz de la cabina del timón. Nodebía preocuparse: no miraban hacia ella. Estaban los tres juntos observando las ochorocas negras que se erguían a estribor. El doctor Brock había sacado sus prismáticos yenfocaba la cima de la Chimenea más alta. Otra barca se bamboleaba en el mar, nomuy lejos, y sus pasajeros estaban también al acecho de cualquier movimiento en lasrocas. El Signor Antonelli, a proa, con el brazo estirado, respiró hondo y empezó acantar una canción. Sus palabras se perdían en la brisa nocturna, pero su tono agudollegaba a oídos de Connie. Había algo raro en la música: desentonaba con el rugidodel viento y el chapoteo de las olas. A Connie le daba dentera, como cuando la tizachirría sobre la pizarra. El hombre se calló y ella lo agradeció: la nota discordantehabía cesado y el mundo podía recuperar su calma. Connie esperó a ver qué más iban a hacer, por si podía descubrir por qué irritabantambién a las gaviotas. La ansiedad que le provocaba pensar en lo que iba a decirlescuando la encontraran disminuyó y, mientras estaba allí sentada, acariciando aMadame Cresson, la invadió una sorprendente calma. El balanceo de la barca y elsonido de las olas chocando contra las defensas tenían una cualidad tranquilizadora.Empezó a tararear para sí misma. El tarareo se convirtió en una canción sin palabras,más bien un canturreo que subía y bajaba al ritmo del mar. Tras reunir confianza,cantó más alto: al fin y al cabo, nadie podía oírla, porque todos llevaban esosridículos protectores auditivos. Además estaba convencida de que era lo que debíahacer. Sin restricciones, las notas salían de su boca, brotando de una fuente musicaloculta en lo más profundo de su ser y que ella ni siquiera sabía que poseía. Adiferencia del canto del Signor Antonelli, Connie sabía que el suyo armonizaba con elentorno, elevándose sin esfuerzo a las estrellas, danzando alegremente sobre lasaguas. Todo se unió para potenciar la canción; la naturaleza en su conjunto tocabasus teclas como si de un enorme órgano se tratara, acompañando las notas de la muchacha. Su canción fue in crescendo para remitir después. Connie esperó. Elmundo parecía haber callado con ella: el viento se paró, incluso las olas remitieron. Entonces llegó: al principio fue tan suave que ni siquiera estaba segura de haberlooído. A medida que iba cobrando fuerza fue percibiéndolo con mayor claridad: uncanto de respuesta a varias voces que se elevaba y se enroscaba como una bandadade gaviotas volando a ras del agua teñida de luz de luna. Era elegante, intricado,bello. Mientras observaba el cielo, ocho enormes pájaros se elevaron en espiral,aterrizando cada uno en la cima de una roca, con sus alas grises y blancas brillando ala luz de la luna. Al principio creyó que eran gaviotas argénteas, pero... No, no erangaviotas: echaban atrás su cabeza humana, con las alas semidesplegadas, gritando alas estrellas, a la luna, a Connie. La muchacha soltó un sofocado grito de sorpresa: jamás había escuchado nada tansalvaje, tan poderoso. Deseó elevarse para unirse a las voces, planear sobre las olascon ellas, retando al mar con su destreza de vuelo sobre la superficie siemprecambiante. Pero, a pesar de sentir aquel impulso, sabía que en el centro de todo aquelremolino de emociones había un lugar en plena calma. Aunque notaba el afilado filodel canto cortando su alma, sabía que no podía hacerle daño. Ella tenía el control. Un grito a su derecha. Connie se volvió y vio a Col sacando la cabeza por lacabina, con los ojos abiertos como platos por el pánico, tambaleándose hacia ellasobre un montón de cuerdas esparcidas por el suelo hasta que tropezó con las prisasy cayó cuan largo era sobre la cubierta. -¡Connie, tápate los oídos! ¡Agáchate! -le gritaba. Pero parecía muy lejos de ella,irrelevante en comparación con la canción que corría por sus venas como fuegoplateado. Cuando volvió a mirar el mar, dos de las sirenas habían alzado el vuelohacia ella. A Madame Cresson se le erizó el pelo y se puso a bufar mientras lassirenas aterrizaban hábilmente a su lado, rozándola con las puntas de las alas. -Has venido -dijo simplemente una de ellas. Su voz era una prolongación delobsesivo canto que aún resonaba en los oídos de Connie. La muchacha se encontró ante dos pares de ojos oscuros, antiguos y solemnes,pero «diferentes». Aunque parecían humanos por la forma, su expresión pertenecía aun mundo distinto, a un tiempo anterior. -He venido -repuso Connie con un susurro, asombrada por la salvaje bellezadel rostro plateado de las sirenas, por la pureza de las líneas de la nariz y las mejillas,que se fundían progresivamente con la cabeza y el cuello recubiertos de plumas. Unsuave pelo blanco se agitaba con la brisa, susurrando contra la piel de Connie. -Tienes que venir con nosotras -declaró la sirena. Como en un sueño, Connieasintió, embrujada por los profundos ojos oscuros. Le pareció que podía zambullirseen ellos como en el mar, lanzarse sin tocar jamás el fondo. La criatura levantó una garra. Connie escuchó gritar a Col, la gata maulló, peroella no tuvo tiempo de calmarlos, ya que un par de garras se habían cerradoalrededor de las mangas de su chaqueta y la habían elevado de la cubierta. Dejandomuy abajo el agua, con los pies balanceándose precariamente sobre las olas, Connierecorrió el corto trayecto entre la barca y las rocas colgando de las garras de lassirenas como una muñeca de trapo. Cerró los ojos muy fuerte, aterrorizada de caer alagua. Las dos sirenas la depositaron en la Chimenea más alta. Las otras seis volaronhacia ella, rodeándola, murmurándole su bienvenida, con los ojos brillandointensamente a la luz de la luna. Entonces, la que había hablado primero instó aConnie a seguirla. La sirena la guió por unos empinados escalones cubiertos dehierbas costeras, esculpidos en una de las laderas de la roca granate. Connie los bajó,casi paralizada por su miedo a las alturas. Los empinados escalones resbalaban y leproporcionaban vertiginosas vistas de las olas. Con alivio, llegó a una pequeñacámara excavada en la pared del acantilado. Desde la cueva, tapada por otras rocas,no se veía la barca, y a Connie le pasó efímeramente por la cabeza qué estaríanpensando Col y su tía de todo aquello. Sin embargo, no pudo dedicar demasiadotiempo a ese pensamiento porque se encontraba en el centro de un círculo de sirenas. -Te hemos estado esperando -dijo la líder. Connie notó fragmentarse su buen juicio como se esparce la arena. -¿A mí? ¿Cómo sabíais que iba a venir? -Nos lo dijeron -la sirena se abrió paso delicadamente por la caverna, dejandosus huellas en el suelo arenoso, hasta encaramarse a una roca. Sus hermanas miraronhacia arriba, expectantes, provocando un frufrú con sus alas, llenando el aire deesencia salina. -¿Estáis seguras de estar hablando con la persona correcta? ¿Puede queestuvierais esperando a otra? Y, por cierto, me llamo Connie -se calló, notandocómo se secaba su nervioso barboteo. Era evidente que la esperaban a ella; lo sabía enlo más profundo de su corazón desde que había escuchado su canto. -Connie -la sirena pronunció su nombre con gran delicadeza, como si se tratarade un nuevo sonido que deseara saborear, y continuó-: Yo soy Alas de Gaviota yéstas son mis hermanas: Encantadora, Eco del Mar, Canción Blanca, Espuma de Mar,Voz de Venera, Susurros de Ola y Aliento de Pluma. Las sirenas fueron asintiendo a medida que las presentaba. Connie casi no las veíaen la oscuridad de la cueva; sólo distinguía ocho formas con algún destello blancoallí donde sus cuellos plumados captaban la luz de la luna y brillaban ante sus ojos. -¿Y yo soy vuestra compañera? -preguntó Connie, creyendo entender elcomentario que la señora Clamworthy había hecho en la barca. -Nuestra, no -sonrió Alas de Gaviota elevando su suave voz hasta convertirlaen algo parecido al lejano grito de una gaviota. A Connie se le encogió el corazón. -¿No? Entonces, ¿voy a morir? He escuchado vuestro canto... -Lo has escuchado y no has perecido. Aún no lo entiendes, Connie. No eresnuestra compañera y sin embargo lo eres. Eres una criatura muy rara... Incluso másrara que nosotras. Eres lo que ellos llaman una compañera universal. Tú no estarásjamás ligada a una sola criatura como la mayoría de los miembros de esa Sociedad:tú tienes libertad para moverte entre todas las especies de bestias y seres. Todas tereconoceremos. -Me he sentido unida a vosotras cuando he escuchado vuestra canción. -Y nosotras, cuando nos has cantado tú, pero encontrarás en tu interior muchascanciones que cantar a muchas criaturas. Nos sentimos honradas por haber sido lasprimeras -las hermanas de Alas de Gaviota murmuraron su agradecimiento,uniendo el frufrú de sus alas al sonido del viento que agitaba la vegetación costera. -No lo entiendo. -No, ahora no lo entiendes, pero lo entenderás. Es tu destino. Y eso es lo que teha traído a nosotras. Las palabras de Alas de Gaviota hacían mella en una parte de Connie: sí, parecíaverdad que tuviera que acabar acudiendo. Era como si todo en su vida la hubiera idoencauzando hacia ese momento, guiándola por ese camino. Pero también sabía quehabía un motivo más poderoso por el que estaba allí esa noche. La Sociedad queríahablar con aquellas criaturas. El doctor Brock había dicho algo de que no hubieramás ONeills. Finalmente, con una terrible punzada en el estómago, se dio cuenta delo que había querido decir. Estaba entre asesinas. Sin embargo, una parte de ella lasentendía: la sed de venganza que corría por sus venas formaba parte de su ser comosu propia sangre. Puede que algo hubiera pasado también a las venas de Conniecuando las sirenas le habían cantado al unísono para que pudiera sentir la tentaciónde probar el poder que ellas habían controlado durante tanto tiempo. -Pero, Alas de Gaviota, algo más me ha traído a las rocas. Y a esa gente de ahífuera también -Connie hizo un gesto señalando el mar, donde estaban las barcas-.¿Sabéis el peligro que corréis? -las sirenas asintieron gravemente con sus lustrosascabezas plumadas-. De modo que sabéis lo de la refinería y los barcos, ¿no? Alas de Gaviota graznó emitiendo un sonido parecido al crujido de los guijarrosbajo los pies. -Lo sabemos. Y sabemos lo que esos estúpidos de la Sociedad para la Protecciónde las Criaturas Míticas quieren decirnos. Quieren decirnos que si atacamos a esosmonstruos contaminantes en esa abominación que tienen por sede o hundimos unpetrolero en estas costas, muchos morirán, pero los barcos continuarán llegando.Quieren amenazarnos con que nos van a descubrir -la sirena agitó las plumas conrepugnancia-. Pero ¿cuál es su consejo? -se burló con una voz que se elevó hasta convertirse casi en un chirrido-. ¿Que nos vayamos? ¿Adonde iremos? Nos hanobligado a exiliarnos demasiadas veces. Muchos de nuestro mundo piensan que hallegado la hora de plantarse. ¡Y vamos a contraatacar! -¿Quién dice eso? -preguntó Connie, asustada pero también intrigada por laspalabras de Alas de Gaviota-. ¿Quién os ha convencido para que ahogarais a esoshombres? -No hay ningún mal en que lo sepas... Pronto le conocerás -respondió la sirenacon una cruel sonrisa que ensanchó las ventanas de su nariz como si hubiera captadoel olor de la sangre-. Kullervo. A Connie ese nombre no le dijo nada, pero se alarmó de saber que prontoconocería a quien las había instado a recurrir a la violencia. -¿Quién es? ¿Un miembro de la Sociedad? Las sirenas volvieron a carcajearse a coro. -No -dijo Alas de Gaviota con una sonrisa en los labios-. Es uno de nosotros.Quiere liberarnos de las soluciones a medias y de los desacertados métodos de laSociedad. Nos han gobernado durante demasiado tiempo, pero ¿qué han conseguidodespués de tantos siglos? Nada. Según ellos, debemos mudarnos de nuevo, debemosseguir actuando según el dictado de los hombres. La Sociedad es una imposturahumana confabulada con los contaminadores y destructores de la Tierra. Ya es horade que nosotras, las criaturas, salgamos a luchar. Pero no temas, Connie: cuando lohagamos, nos aseguraremos de que tú estés a salvo. -Pero yo no quiero estar a salvo si mis amigos están en peligro. Alas de Gaviota,debes escucharme. Creo que la Sociedad está intentando ayudaros de verdad. ¿Haspensado que quizá sea Kullervo el equivocado? Os está diciendo que hagáis una cosaterrible. Tiene que haber otra solución. -Ya hemos escuchado: la Sociedad no puede ofrecernos nada. -¡Pero están muriendo hombres inocentes! ¡Tiene que haber algún otro modo deconseguir que sigáis aquí pacíficamente! ¡Dadme tiempo para pensarlo! Alas de Gaviota ahuecó las plumas y miró a sus hermanas. Connie sabía que su destino pendía de un hilo y la más ligera brisa podía hacerque la balanza se inclinara a un lado o al otro. -Está en la naturaleza de un universal velar incluso por las insignificantes vidasde los que perecen fácilmente bajo nuestro canto. Tienes hasta las tormentas deinvierno, Compañera -declaró Alas de Gaviota, haciendo un gesto para disolver elcírculo-. Entonces vendrá Kullervo. Así que, si no se ha encontrado otro modo, seráentonces cuando declaremos la guerra y llevemos a cabo nuestro plan de atacar a unode esos monstruosos barcos. -Pero ¿y si necesito más tiempo?
-No podemos darte más tiempo. Tiene que bastarte. Kullervo no esperará.Quédate aquí. éano que podía ver desde el borde del peñasco: no había ninguna barca, no se veíanada más que el brillo del agua, el negro iridiscente ondeando calmadamente comoel ala de un grajo. Estaba segura de que las sirenas no querían hacerle ningún daño,pero si no habían tenido ningún compañero hasta entonces quizá no supieran que loshumanos también necesitaban comer y beber para sobrevivir. No podía quedarsecolgada en aquella cueva. Pero ¿qué podía hacer, aparte de esperar a que volvieran yrogarles que la dejaran en algún lugar desierto de la costa desde donde pudieravolver a Hescombe?
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Despertándose con un sobresalto, Connie se encontró acurrucada en una camaparecida a un nido. Notaba en la piel los pinchacitos de las ramitas y olíaintensamente a pescado, pero se encontraba extrañamente cómoda. Cuando recobrólos sentidos vio que era porque su espalda estaba recostada contra el flanco deplumas calentitas de una sirena -«Alas de Gaviota», pensó- que respirabaacompasadamente en su sueño profundo, con la cabeza bajo el ala. Pero ¿qué la había despertado tan de repente? Buscando la mejor salida paraabandonar el nido sin molestar a su compañera de cama, Connie se acercó gateandoa la entrada de la cueva para mirar afuera. La muchacha soltó un gritito sofocado y sefrotó los ojos justo cuando una llamarada le reveló lo que la noche había estadoocultando. Allí, ascendiendo y descendiendo con unas enormes alas extendidas,había un dragón de color rubí; montado sobre su lomo iba un hombre con el pelocomo la nieve. No parecía un sueño, aunque bien hubiese podido serlo. Una segundallamarada. Esta vez vio que el fuego salía de la boca del dragón y que el doctor Brockle estaba haciendo señas para que mirara hacia arriba. Petrificada, asombrada por loque acababa de presenciar, Connie tardó unos instantes en comprender: había ido arescatarla pero, como no podía aterrizar en la caverna, quería que ella subiera a lacima de la roca. Poniéndose de pie con dificultad, se preguntó si debía despertar a alguna sirenapara explicarle que se iba. Tras un segundo de reflexión, decidió que su reacción era impredecible: tanto podían reaccionar atacando al doctor Brock como dejándolamarchar. No iba a arriesgarse. Se sentía fatal teniendo que escabullirse de aquelmodo, casi como si las estuviera traicionando. Instintivamente, agarró un palo ygarabateó un mensaje en el suelo de arena. «Volveré pronto. Connie.» Le pareció unmensaje banal; ni siquiera estaba segura de si ellas sabían leer, pero no había tiempopara demasiadas explicaciones. Connie no había olvidado el peligroso descenso por los escalones de piedra. En laoscuridad, sin ninguna sirena a la que seguir, estaba convencida de que perdería piey acabaría cayéndose. El amanecer acudió a rescatarla: casi a medio camino, en laparte más complicada del ascenso, un resplandor en el horizonte oriental leproporcionó la suficiente luz para vencer los últimos salientes. Inmediatamente laagarró un puño firme que la arrastró por el flanco escamado del dragón. -Agárrate a mi cintura: nos vamos -dijo el doctor Brock. Connie estaba a punto de replicarle, pero vio que sería inútil: el doctor Brockllevaba orejeras. Haciendo lo que le habían ordenado, se agarró al abrigo del hombre.Menos mal que se había agarrado bien, porque, si no, con la sacudida que dio eldragón al despegar hubiera salido disparada por los aires. Crujiendo y rugiendocomo enormes pieles de cuero azotando el viento, las vastas alas del dragón elevaronla carga de la cima de la roca. Una vez sobre el mar, el dragón se precipitó en unacaída que hubiese parado el corazón a cualquiera hasta dejarse llevar por lascorrientes de aire, a poquísima distancia del mar, casi surcando las olas. Connie sehabía encogido de pánico en el descenso, pero ahora que volvían a elevarseempezaba a disfrutar de la increíble sensación de cabalgar a lomos de un dragón.Percibiendo la alegría de la criatura en pleno vuelo, Connie perdió el miedo a lasalturas. Las alas silbaban y chasqueaban, como las velas de lona que se hinchan conla fuerte brisa. Llegó a su nariz el olor a azufre de las intermitentes bocanadas defuego del dragón y notó el grato calor del cuerpo sobre el que montaba. ¡Iba ahorcajadas sobre un ser de fuego! El mar reflejaba el cielo nocturno, pero, cuando eldragón soltaba su aliento, Connie apreciaba el reflejo escarlata y dorado, como el deuna estrella fugaz, en el agua. Pronto, demasiado pronto, el dragón bajó en espiral para buscar un lugar dondeaterrizar en el acantilado. Cuando tocaron tierra, Connie chocó contra el doctorBrock. Sin embargo, el compañero de los dragones se las apañó para que ninguno delos dos se cayera. Ya en tierra firme, el doctor se deslizó al suelo y ofreció su mano aConnie para ayudarla. -Sana y salva, cielo -dijo con una sonrisa, quitándose los protectores auditivos. -Gracias por venir a buscarme -repuso ella, sin saber muy bien cómo expresarlesu gratitud por haberse arriesgado tanto. -Da las gracias a Argot -repuso el doctor Brock, señalando al dragón. Con los albores, Connie miró bien su corcel. Las escamas rojas y doradas deldragón eran suaves como las de los peces; la piel curtida de sus alas brillaba a la luzdel sol, mostrando un calado de venas; pero lo que captó la atención de la muchachafue su rostro, su oscilante lengua bífida, sus poderosas mandíbulas y sus ojosamarillos de reptil. Argot era más grande y poderoso que cualquier otra criatura queella hubiera visto: era como un grito de la naturaleza en una habitación donde sólo sesusurra. Cruzándose con la mirada inflexible del dragón, Connie se percató de quetambién él la estaba examinando y deseó que no pensara que había provocado todoaquel lío a propósito. -Gracias -le dijo, asintiendo respetuosamente. El dragón asintió dos veces, una a ella y otra al doctor Brock, y se lanzó desde elborde del acantilado. Emergiendo de nuevo de su caída, batió alas hacia el horizonte.Mientras giraba, se coló el primer rayo de sol bajo una nube iluminando los flancosdel dragón con un destello dorado. Connie sintió un nudo en la garganta: jamáshabía visto nada tan majestuoso como un dragón volando directamente hacia elcorazón del alba; jamás olvidaría ese momento.