capitulo 5 El pegaso

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Los días siguientes fueron extrañamente tranquilos: no hubo más desaparicionesmisteriosas ni rastro de las sirenas. Pero Col temía que fuera la calma que precede latempestad. En cualquier caso, tenía su particular nube de tormenta en el horizonte:su primer encuentro estaba muy cerca y, por tanto, se le hacía extremadamente difícilconcentrarse en clase. Lo notó todo el mundo; incluso el señor Johnson. —¿Esta semana no tenemos ocurrencias, Col? —le preguntó el profesor,interceptando al muchacho al comienzo de un recreo—. Me había acostumbrado atus chistes y, a pesar de que suelo ser el blanco de la mayoría, casi los echo de menos.No pasa nada, ¿verdad? Col sabía lo que estaba pensando el señor Johnson. Los padres de Col, ejemplosparadigmáticos de lo que era un miembro de la Sociedad, tenían la costumbre deirrumpir en Hescombe y desbaratar la vida de todo el mundo, y si daba la casualidadde que llegaban los dos juntos el infierno no era nada en comparación. Col estabaresentido porque le trataban como a un pasatiempo que podían tomar o dejar cuandoles convenía, pero sabía que tenían la piel demasiado gruesa para darse cuenta delefecto que eso causaba en él. Aunque no era ése el problema aquella semana: Col noestaba seguro de si se confirmaría o no su don el sábado. Se le hacía un dolorosonudo en la garganta cada vez que consideraba la posibilidad de que no le aprobaran:se habían dado algunos casos antes y quizás él fuera el siguiente. —No, no pasa nada —respondió Col, evasivo—. Es sólo que estoy un pocoocupado con un asunto, pero eso es todo —y salió rápido de la clase antes de que elseñor Johnson pudiera hacerle más preguntas, aunque eso no evitó que el profesor sequedara con el ceño fruncido de preocupación. Aún con su primer encuentro en la cabeza, Col no había olvidado que tenía queayudar a preparar a Connie para su presentación al examinador. Había dejado laintroducción para su tía, pero había decidido prestarle más atención. A pesar de laspalabras tranquilizadoras de su abuela, para él, el año anterior, su evaluación habíasido una experiencia desconcertante. Le daba un poco de lástima aquella pobreforastera que no sabía que estaban a punto de ponerla contra las cuerdas. Quizádebiera intentar ser un poco más amable con ella. Esa cadena de pensamientos fue la que le empujó ese viernes, como un rayo cruzando el cielo azul, a invitarla a tomar elté. Connie se quedó de una pieza. Se había acostumbrado a que Col la ignorara en la escuela. —No hace falta que vengas, si no quieres —añadió él despreocupadamente,interpretando su perplejidad como una negativa—, pero mi abuela te espera. —Entonces iré —contestó Connie, más por la simpatía que le tenía a la señoraClamworthy que por Col. Ese viernes por la tarde salieron juntos del colegio y recorrieron el paseo marítimohasta la casa de Col, conversando incómodamente sobre el avance del proyecto.Connie hacía todo lo posible por apaciguar el enfado de Col con Anneena, que denuevo le había manipulado para obligarle a hacer algo que no quería. Paramortificación del muchacho, habían fijado una cita con el señor Quick para elmiércoles siguiente. El señor Johnson, que había llamado en su nombre, estaba másque sorprendido de que los recibiera el «pez gordo» —como él mismo lo habíallamado— en persona. —Hombre, a mí no me sorprende —había dicho Anneena a Connie y a Col cuandorecogían sus cosas para irse a casa—. Cuando mi hermana llamó a los deldepartamento de publicidad de Axoil para ofrecerse a cubrir la entrevista en elHescombe Herald supe que el señor Quick se avendría a recibirnos. —¿Qué? —había exclamado Col—. ¡Lo prometiste! —Yo no prometí que no fuera a hablar con Rupa. Yo sólo prometí que nopreguntaríamos por los desaparecidos —había replicado Anneena en un débilintento de parecer inocente. —Pero Rupa lo hará —había contraatacado Col, enfadado. —Puede —Anneena se había encogido de hombros—, pero eso no es cosa nuestra,¿no? Col y Connie enfilaron Windcross Street y se detuvieron para dejar pasar a losvehículos pesados que rugían en dirección a Chartmouth, dejando tras ellos unempolvado olor a gasoil. Cuando cruzaron la calle, un Land Rover verde les pitó dosveces y se detuvo a su lado. Una guapa chica de cabello cobrizo bajó la ventanilla delcopiloto. —¡Eh, Col! —lo llamó, echándose el pelo hacia atrás con un felino movimiento dehombros. Intentaba atraerle como si estuviera recogiendo el sedal para quedarse conel pez. —Ah, hola, Shirley —dijo Col, dejando inmediatamente a Connie para acercarse alcoche. Connie observó atentamente cómo tenía lugar una rápida conversación en vozbaja que también implicaba al conductor.
—¡Entonces nos veremos mañana! Ciao! —concluyó la chica en voz alta. Y el LandRover salió del pueblo a toda velocidad. —¿Quién era? —preguntó Connie, curiosa y agradecida por la oportunidad decambiar de tema—. No la he visto en la escuela. ¿Es mayor que nosotros? —Sólo un poco, pero va a un colegio privado de Chartmouth, por eso no la hasvisto por aquí. Se llama Shirley Masterson. Su padre tiene tierras en Dartmoor.Mañana iré a clase de equitación, gentileza de la Sociedad —Col evitó mirarla a losojos fingiendo que le pasaba algo a la tira de su mochila. —Ah —dijo Connie con cierta envidia. ¿Por qué él y esa tal Shirley podían ir amontar y a los picnics, y ella no? Lo encontraba de lo más injusto—. Me encantaríaaprender a montar. —Puede que lo hagas. Por cierto, Connie, ¿tu tía te ha dicho algo de unexaminador? —se volvió hacia ella para mirarla a la cara. La chica negó con lacabeza, atónita—. Ah, pues entonces nada... Ven, vamos a ver a la abuela. Volviendo a casa después del té, se dijo que Col y su abuela se habían comportadode una forma bastante rara. Col había estado más nervioso de lo normal, como siquisiera decir algo pero no osara hacerlo. La señora Clamworthy también estabaextrañamente inquieta: no paraba de acariciarle la melena a Connie y de ofrecerlemás té y tarta. Había pasado un rato francamente incómodo pero, a pesar de todo,con ellos, había sentido aquella extraña emoción que la había embargado en suprimer encuentro. Decididamente, la gente de la Sociedad tenía algo especial. En casa la esperaba un largo e-mail de sus padres: le habían comprado unordenador antes de irse para asegurarse de mantener el contacto. Se le hacía raro leersus comentarios sobre el nuevo hogar en Manila (humedad, tráfico, belleza, pobreza),cuando ella misma estaba inmersa en un nuevo mundo tan diferente a lo que habíaconocido hasta el momento. Les contestó y deseó suerte a su hermano pequeño en laescuela internacional. Era fantástico poder asegurar a sus padres que, por primeravez, se divertía en clase. Les habló de Anneena y Jane, del proyecto, de los jerbos ydel señor Johnson. En resumen: parecía llevar una vida feliz en Hescombe. Quizá nofuera necesario que supieran lo de las extrañas salidas de su tía con la Sociedad;contándoselo sólo conseguiría que su padre, que valoraba lo convencional porencima de todo, se preocupara. Atormentada por los gorjeos del Signor Antonelli en su dormitorio, que hacíantemblar los tablones del suelo, Connie bajó de su habitación y encontró a su tíaesperándola con una caja de fotografías familiares. Se sorprendió tanto que miró porencima del hombro por si alguien además de ella había entrado en la cocina. —¡ Ah, estás aquí, Connie! —exclamó su tía—. Pensaba que te habías encerrado entu habitación, como has estado tanto tiempo...
Eso tenía gracia, pensó Connie con cierta amargura, sobre todo viniendo de ella,que la había dejado sola todas las noches. —Mira, quiero enseñarte algo —Evelyn revolvió en la caja hasta que encontró loque buscaba. Era una fotografía en sepia, llena de manchas oscuras por el paso deltiempo, de una mujer de aspecto serio sentada al lado de una maceta con una planta.Había un borrón en su regazo que bien podía ser un gato. —Es tu tatarabuela, Enid Lionheart. Y creo que lo que tiene en la falda es unantepasado de Madame Cresson. Connie aceptó con recelo la foto y la miró, preguntándose por qué Evelyn habíasacado la colección familiar precisamente esa noche. Así que, supuestamente, aquéllaera la que había tenido sus mismos ojos y su mismo pelo. A decir verdad, era difícilinferirlo por la foto, porque su tatarabuela Enid llevaba un moño sin un solo mechónfuera de su sitio y el sepia impedía distinguir el color de los ojos. Se veía que los teníadistintos, pero nada más. —Y aquí hay otra de tu tía abuela: mi tía Sybil. Creo que es de su luna de miel. Era una foto más reciente, de haría unos setenta años, tomada cuando SybilLionheart era joven. Mostraba a una chica en traje de baño saltando sobre las olas ysonriendo a la cámara. Sí, en esa foto sí que se veía el pelo: flotaba por todas partes.Los ojos no se distinguían con claridad, porque Sybil tenía la cara levantada mirandoal sol. —Fue ella quien me metió en la Sociedad. Esta casa era suya, y me la dejó a mí. Connie se preguntaba por qué su padre no le había hablado de todos aquellosparientes antes. No recordaba que jamás hubiera mencionado a ninguna Sybil ni aninguna Enid. Intrigada, decidió aprovecharse del buen humor de su tía. —Entonces, ¿Sybil también era de la Sociedad? —preguntó Connie. Evelyn parecía triste. —Sí, se casó con un hombre de la Sociedad... Supongo que fue él quien hizo estafoto... murió en circunstancias que no llegaron a esclarecerse mientras cumplía unamisión para la Sociedad durante la guerra. Sybil no volvió a casarse y me acogió bajosu techo cuando se hizo evidente que yo también había sido elegida. Tu abuela y tuabuelo estaban absolutamente en contra de todo esto, visto lo que le había ocurrido almarido de Sybil, pero la tía Sybil sabía que, si tienes el don, tienes que responder a lallamada, sean cuales sean las consecuencias. «Ya estamos otra vez —pensó Connie, intrigada— hablando de ser elegido y detener el don.» ¿Qué significaba exactamente toda aquella palabrería? ¿De qué ibaexactamente esa Sociedad suya? ¿A qué se refería con eso de que el marido de Sybilhabía muerto en misteriosas circunstancias? ¿Y qué tenía eso que ver con laSociedad?
—¿Qué se cree que le pasó al marido de la tía abuela Sybil? —preguntó. —Desapareció en Finlandia en una misión de la Sociedad. Lo único que lecontaron a tía Sybil los supervivientes fue que no lo había matado la guerra de loshombres, sino otra cosa —Evelyn jugueteaba con el borde de la foto, como si laperturbara algún recuerdo relacionado con ella. —¿Y ocurre a menudo? Ya sabes, que los miembros de la Sociedad mueran... —No, a menudo no. A lo mejor no tendría que haberte contado esto justo ahora —parecía triste—. Ha sido un mal comienzo. No te preocupes por esa historia. Todaslas familias tienen algún misterio que hace que los demás vayamos con pies deplomo. Evelyn se levantó para guardar las fotos. Connie se preguntó si eso sería todo. —¿Un mal comienzo para qué? —preguntó, con la esperanza de que su tía tuvieraalgo más que decir. —Para tu iniciación en la Sociedad —respondió Evelyn, volviendo a su silla. —¿Mi iniciación? —Connie notó un estallido de emoción. Finalmente podría participar en los asuntos de la Sociedad: ir a picnics y quizáshasta aprender a montar. Todo lo que se había preguntado desde que se habíatropezado con la señora Clamworthy y sus compañeros estaba a punto de serlerevelado. —Quería que vieras que nos viene de familia y que podría ser también parte de tudestino. —¿Qué podría ser? No lo entiendo —presintió una trampa. —No, ahora no lo entiendes y no puedo asegurarte que algún día lo entiendas,pero si quieres tener la oportunidad de descubrir si eres una de nosotros, tendrás queconfiar en mí —sentenció Evelyn, y entrelazó los dedos nerviosamente mirando aConnie con fijeza. Connie no sabía qué decir. Lo cierto era que no confiaba en su tía. En realidad, noconfiaba en ella como lo hacía en sus padres. De hecho, ni siquiera estaba segura deque le cayera bien. Por su parte, Evelyn no parecía apreciar demasiado a su sobrina.Aquélla era la primera vez que mostraba algún interés por ella, a decir verdad. —Necesito que pases una prueba este domingo —continuó Evelyn—. No te puedoadelantar ningún detalle porque no saldría bien, pero si la pasas habrás sidoseleccionada para formar parte de la Sociedad. Te prometo que no dejaré que te pasenada malo. Aquella noche, tumbada en la cama y soportando un dolor de cabeza que leproducía un extraño zumbido interior, Connie no estaba segura de nada. Con suspadres lejos y Evelyn tan obsesionada con la Sociedad, Connie se sentía muyvulnerable, como si estuviera al borde de un profundo acantilado con una delgadísima baranda para impedir su caída. Por supuesto, había aceptado pasar laprueba del domingo; aún deseaba ansiosamente pertenecer a esa Sociedad. Pero ¿y sifallaba? ¿Qué ocurriría entonces? ¿Y si la pasaba?
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Ivor Coddrington, Examinador de la Sociedad para la Protección de CriaturasMíticas, Departamento de Nuevos Miembros, llegó de Londres en el tren de las diezen punto. Habían convenido que irían a recogerlo Evelyn, el doctor Brock y Col paraexplicarle la situación de camino a la granja de Masterson, donde se iba a celebrar elencuentro. —¿Una compañera de las sirenas, decís? —preguntó el señor Coddrington conuna voz nasal que hacía que todo lo que decía pareciera un comentario sarcástico.Col, que iba sentado tras él en el Citroen de Evelyn Lionheart, miraba la caspa quemoteaba el cuello de su camisa con desagrado, complacido de que el visitante fuerael mentor de Shirley y no el suyo. Esperaba que el suyo fuera algo más campechanoque aquel hombre tan gris. El señor Coddrington hizo crujir sus nudillos. —Son de una rareza excepcional... Casi tanto como yo mismo: compañero de losgigantes del tiempo —esbozó una fina sonrisa de orgullo—. Pero ¿por qué tanto lío?¿No puede ser evaluada según el procedimiento habitual, tras enviar la solicitud ylas referencias? El doctor Brock le contó por segunda vez la situación con las sirenas y la necesidadde actuar rápido. —Pero nadie tiene ni idea de sí esa niña pájaro es una verdadera candidata, ¿no?—ni siquiera la noticia de las muertes parecía conmover al señor Coddrington. —No —respondió secamente el doctor Brock. Era evidente que se estabaempezando a cansar del examinador. —Le evitará un segundo viaje —intervino Evelyn. Vio mucho antes que el doctorBrock de qué cojeaba el hombre: apelar a sus propios intereses sería la táctica másefectiva—. Los trenes de Londres son terribles y no querrá tener que volver otra veztan pronto... —Mmm... —murmuró el señor Coddrington—. Cierto. Supongo que he venidosuficientemente equipado —hizo un gesto hacia su extraño equipaje, que incluía tresjaulas y una bolsa negra. —Yo le prepararé la comida, claro está —añadió Evelyn. Col sonrió: si el señorCoddrington la hubiera conocido, habría sabido que la promesa de una comidapreparada por Evelyn Lionheart era motivo suficiente para tomar el primer tren de vuelta a casa. Tenía fama de ser una cocinera atroz. Pero nadie previno al señorCoddrington. —En ese caso, supongo que podré evaluar a la joven señorita, pongamos que...¿Mañana a las once? —De acuerdo, entonces —repuso Evelyn, guiñando el ojo a Col por encima delhombro cuando el señor Coddrington no miraba.
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El Citroen saltaba sobre el asfalto lleno de baches de la carretera que llevaba a lagranja de los Masterson. La casa, un edificio aislado de dos fachadas, se erigía al finalde un valle boscoso, a varios kilómetros del pueblo más cercano. Detrás de ella lascolinas daban a Dartmoor, donde los Masterson llevaban a pastar sus rebaños deovejas y realizaban también otras actividades no tan convencionales. Los Mastersonhabían sido miembros incondicionales de la Sociedad durante generaciones: hastadonde alcanzaba la memoria, todos los Masterson habían tenido el don. Pero a pesarde ese historial familiar, aquél era un gran día: la más joven del clan iba a tener unencuentro con un gigante del tiempo. Tal como el señor Coddrington habíapuntualizado al doctor Brock mientras se acercaban a la casa, tener dos compañerosde los gigantes del tiempo en Inglaterra simultáneamente era casi como que cayerandos rayos seguidos en un mismo punto. El señor Coddrington se había reído de supropio chiste, lo que había arrancado un gruñido a Col. Cuando Evelyn Lionheart aparcó el coche, ya había una pequeña multitudesperando en el patio. Col se apeó precipitadamente, feliz de librarse de la compañíadel señor Coddrington. El señor Masterson salió a recibir al examinador y lo llevó ala casa para que conociera a Shirley. —¿Qué hago? —preguntó Col al doctor Brock, nervioso. —Espera aquí. Tu mentor te encontrará —le aseguró el doctor, mientras buscaba asu alumno entre la gente—. Busca la insignia con el caballo dorado en la solapa —élya se estaba colocando la suya, con un lagarto negro, símbolo de la Compañía deReptiles y Criaturas Marinas. Col estudiaba el grupo, cada vez menos numeroso, con visible aprensión. Sóloreconoció a un par de personas. En los tiempos que corrían, la Sociedad era menosnumerosa y muchos mentores tenían que recorrer grandes distancias paraencontrarse con sus alumnos. Vio que Evelyn Lionheart se llevaba a una niñaaterrorizada hacia el bosque para que tuviera su primer encuentro con las hadas de lamuerte; Col ya oía el sollozo agudo de las criaturas saludando a su nuevacompañera. El doctor Brock iba hacia los páramos con dos jóvenes compañeros de losdragones. Según parecía, eran gemelos, y ambos llevaban un cinturón y unos guantes negros. Col empezaba a temer que su mentor no se presentaría, cuando notó ungolpecito seco en el brazo. Se dio la vuelta rápidamente para encontrarse frente a unhombre con una cazadora de piel marrón anticuada, gafas de montar y casco. Unrubio bigote daliniano le adornaba el labio superior y llevaba bajo el brazo un bastónde ébano. Lucía un caballo dorado en la solapa. —¿Colin Clamworthy? —ladró. —Sí. —Capitán Graves, Compañía de los Pegasos. ¡Sígueme! —echó a andar por elpatio, agitando vigorosamente su vara y cortando las cabezas a un buen grupo deortigas—. Lo he organizado todo para que conozcas a un joven pegaso llamadoSkylark —dijo el capitán Graves por encima del hombro mientras Col corría tras él—.Para él también será su primer encuentro, de modo que no debéis esperardemasiado. Él se sentirá extraño, incluso puede que esté un poco asustado alprincipio. Si todo va bien, a lo mejor te permitirá subirte a su lomo, pero recuerdaque nunca le han montado. —Lo recordaré —aseguró Col. —Antes quiero que entiendas la magnitud de lo que está a punto de ocurrirte —elcapitán blandió la vara de montar y Col retrocedió instintivamente porque no queríacompartir el destino de las ortigas. Pensó que no hacía falta que se lo recordara: teníael estómago revuelto de nervios—. Has sido elegido para ser compañero y proteger auna de las criaturas mágicas más increíbles del mundo: es un gran privilegio y esoconlleva sus responsabilidades. »Las criaturas míticas —continuó el capitán en voz alta, como si se dirigiera a todoun escuadrón de hombres y no a un solo muchacho— sólo son míticas porque, alesconderlas, los hombres hicieron que lo fueran. Quizá se las podría definir mejordiciendo que son representantes de lo más salvaje, lo más maravilloso y lo más rarode la naturaleza. Su supervivencia va ligada a la suerte de otras criaturas y, por eso,debemos proteger todo lo creado y no sólo a la especie a nuestro cargo: los pegasos.—dio énfasis a sus últimas palabras dando un par de palmaditas en el hombro delmuchacho. Col asintió vigorosamente para demostrar que lo había entendido. El capitánGraves, satisfecho, reemprendió la marcha y llevó a Col por un camino que llegaba aun enorme prado apartado de la carretera y protegido de las miradas ajenas por ungrupo de robles de verdes hojas. —Recuerdo mi primer encuentro —murmuró el capitán Graves, con los ojosperdiéndose en el tiempo—. Yo y mi viejo compañero Flighty estábamos asustadoscomo dos tontos. Me echó al suelo nada más subirme a su lomo. Luego se disculpóafanosamente, claro. Simplemente le había entrado el pánico.
El capitán Graves se sacó un silbato de plata del bolsillo de la chaqueta y silbó unanota estridente, tres veces. No pasó nada de momento, pero luego, como sirespondieran a una llamada, el capitán Graves y Col se volvieron hacia las colinas.Por el cielo azul, batiendo al unísono sus poderosas alas de cisne, se acercaban dosmagníficos caballos alados: los pegasos. Col tenía el corazón desbocado. Al verlospor primera vez, se dio cuenta de que acababa de encontrar la pieza que siempre lehabía faltado en la vida. Aunque de pequeño había visto dibujos de los pegasos enlibros y había deseado que las imágenes se hicieran realidad ante sus ojos, no estabapreparado para tanta gracia y belleza: era como si fuesen la esencia de todos loscaballos y les hubiesen concedido las alas en reconocimiento a su rapidez. El másgrande, un semental castaño de reluciente grupa musculosa, aterrizó expertamente allado del capitán Graves; el más joven, de un gris uniforme y lustroso, tocó el suelo degolpe, levantando nubes de polvo con el impacto y salpicando de manchas de barroel impoluto traje de montar del capitán. Col sonrió para sus adentros, pensando quela falta de experiencia del pegaso gris era un alivio, ya que estaba seguro de que élcometería un montón de errores en cualquier momento. Imperturbable por la entrada de la joven criatura, el mentor de Col puso la manoen la crin del caballo castaño e inclinó la cabeza, con los ojos cerrados en signo deconcentración. Tras susurrar unas cuantas palabras al oído del caballo, el capitánGraves se volvió hacia Col. —Este es Firewings: es el mentor de Skylark —Col asintió en señal de respeto—.Ahora, sugiero que hagáis los primeros pasos —dijo el capitán Graves, indicando aCol que avanzara con su vara—. Haz lo que te salga naturalmente. Yo sólointervendré si te metes en líos. Recuerda que estás a punto de averiguar si erescompañero de los pegasos. Si lo eres, no habría que enseñarte las cosas básicas: tedarás cuenta de que ya las sabes. Tal como había hecho a menudo con su pequeño poni, Col avanzó unos pasostendiendo el brazo para poner la mano bajo los belfos de Skylark con el objetivo denotar su pelo bajo las yemas de los dedos y el calor de un compañero. Al principio, elcaballo gris pareció dudoso, e incluso retrocedió unos pasos, pero, entonces,reuniendo coraje, se quedó quieto y permitió a Col que lo tocara. Col carraspeó. Era como si alguien le hubiera metido dentro una descarga defuegos artificiales. La energía pasaba de la criatura que tenía delante a su propiocuerpo a través de sus dedos y se extendía por cada centímetro de su ser. Se notabalas extremidades ligeras y poderosas; sentía que podía elevarse al cielo y rodear lasnubes. Arqueó la columna: notaba un cosquilleo en la espalda, como si unas alasnacientes estuvieran esperando a irrumpir a través de su piel. Resoplando,maravillado, agitando el pelo y notando cómo salpicaba energía como gotas de aguaen el aire, Col enterró la cabeza en la nívea crin del caballo gris. El animal también lonotó y relinchó, sorprendido. Lentamente, como si una niebla se alzara, Col notó quepodía identificar pensamientos que los conectaban en aquella corriente. Skylark estaba encantado, pero era prudente. Le daba miedo la conexión con el mundohumano, pero estaba fascinado con Col. La intensidad inicial de la energía mientrasse esforzaban por conectarse remitió cuando ambos encontraron la mente del otro,como cuando una radio se llena de estática para acabar sintonizando la emisoraescogida. «—Hola», dijo Col en silencio. Las palabras se formaban en su mente pero no lehacía falta pronunciarlas. «—Bienvenido, niño humano», obtuvo por respuesta. «—Me llamo Col.» «—Bienvenido, Col, Compañero de los Pegasos.» El corazón de Col se inundó de alegría. Aquél era el momento que había estadoesperando: el reconocimiento de su don a manos de una criatura mítica. Sus dudas ytemores se desvanecieron: sabía perfectamente cuál iba a ser su destino. Los caballosalados eran la sangre de su vida; los pegasos, de entre todas las criaturas, iban a sersu especie compañera. «—Es perfecto. Así es como tiene que ser», pensó Col, mientras reconocía enSkylark un espíritu afín. «—Cierto —dijo Skylark—. Tú y yo tenemos mucho que aprender el uno del otro.Para mí eres tan raro, tan maravilloso... ¿Quieres dar una vuelta?» «—¿Puedo?» «—Será un honor para mí.» Col cerró el puño agarrándose a la crin de Skylark para subirse a su lomo. —No tan deprisa, jovencito —le detuvo el capitán Graves, que había estadoenfrascado en su conversación con Firewings y no se había percatado del rápidoprogreso de su alumno—. ¿Qué hay del casco y las gafas de montar? Pero Col ya no le necesitaba, estaba hechizado por la unión con su Skylark. «—¡Mostremos al viejo lo que podemos hacer los jóvenes!» Skylark resopló, agitando la cola con desdén. Col se agachó sobre su lomo y se agarró bien con las rodillas mientras el caballo secentraba para despegar. Al principio, Col pensó que acabaría de bruces en el suelo,pero, de repente, todo cambió y la irregular hierba fue sustituida por la suavidad delaire. Las alas de Skylark ondeaban a ambos lados de Col, que notaba la tensión en losmúsculos del cuello de su montura esforzándose por levantar el sobrepeso del suelo. —¿Peso demasiado? —preguntó Col, angustiado. Demasiado orgulloso para admitir que estaba haciendo el esfuerzo más tremendode su vida, Skylark resolló: —No, enseguida iremos más ligeros. Tú espera —el pegaso se elevó con unelaborado golpe de sus blancas alas emplumadas. Finalmente, tras haber ganado altura, Skylark dejó las alas extendidas, las patasdobladas y pegadas al cuerpo, como si le hubieran echado una foto a medio salto.Col gritaba de alegría mientras miraba hacia abajo por los flancos de Skylark y veía lagranja allá abajo, con las minúsculas ovejas y la gente del tamaño de una hormiga. Elviento le helaba las manos y las mejillas con su fría caricia. —¿Bajamos en picado? —preguntó Skylark, con orgullo. —¿Por qué no? —respondió Col, ansioso por demostrar a su nuevo compañeroque estaba preparado para todo. Skylark dobló las alas, con las puntas apuntando hacia arriba, y se lanzó disparadohacia las copas de los árboles. Fue una cabalgada increíble: como estar en la montañarusa más radical. Col se encontró gritando de alegría, sin el más mínimo rastro detemor. En realidad, confiaba tanto en Skylark que, si le hubiera propuesto unaspiruetas en el aire, hubiera aceptado. Volviendo a ganar altura, Col vio que Firewings, montado por el capitán Graves,se acercaba rápidamente. —¡Baja ahora mismo, muchacho! —gritó el capitán Graves, gesticulandoexageradamente con la vara—. Para ser el primer día, ya has tenido más quesuficiente. El mentor estaba lo bastante lejos para que Col pudiera fingir que no le había oído.Skylark sacudió las patas para dirigirse a las colinas: estaba decidido a quedarse conCol todo el tiempo posible, a pesar del estridente relincho que su comportamientohabía arrancado a Firewings. —Vamos a dar una vuelta por las colinas y volvemos —prometió Skylark a Col. Las colinas giraban a sus pies como una colcha verde esmeralda que brillaba allídonde el sol conseguía atravesar las nubes y tocar el campo. Las ovejas, asustadaspor la extraña sombra que el pegaso proyectaba sobre la hierba, desfilaban como losgranos de arena de un reloj, siguiendo a la oveja líder de un campo a otro. —Se está levantando mal tiempo —dijo Col, viendo una nube negra en forma deyunque ante sí—. Será mejor que volvamos. —No, sólo una vuelta más —dijo Skylark, imprudente por la emoción que sentía. Fueron derechos a la nube de tormenta. Col perdió de vista las colinas cuando lasenormes gotas de lluvia le empezaron a caer en los ojos. Al fin y al cabo, quizáshubiera sido buena idea ponerse las gafas. Empezaba a tener un poco de miedo.¿Seguro que Skylark sabía lo que hacía? No, Col notó que una ola de dudas invadía asu compañero. Un rayo demasiado cercano asustó al pegaso, que se desequilibró yzozobró de miedo.
—Endereza, endereza —le avisó Col, aferrándose a su querida vida mientras sumente imaginaba con demasiada claridad las consecuencias de una caída desdeaquella altura. —¡Agárrate fuerte, muchacho! —gritó alguien muy cerca. El capitán Graves yFirewings aparecieron a la derecha de Col, volando con estabilidad y templanza apesar del fuerte viento. Firewings adelantó a Skylark y se puso en cabeza, guiando asu alumno fuera de la tormenta. De nuevo en el cielo azul, Skylark empezó acalmarse y a su alarma siguió una profunda vergüenza por su comportamiento. —Lo siento, compañero. Lo siento mucho —repetía sin cesar el caballo gris,mientras volaban de regreso a los pastos. Aterrizando con un golpe sordo, Col se precipitó sobre el hocico de Skylark yvolvió a enderezarse, rascándose la rodilla. En el cielo, vio que Firewings y su jinete se acercaban para aterrizar, dejando trasellos la tormenta que rugía en las colinas. Ahora que volvía a estar en tierra firme,Col tuvo tiempo para darse cuenta de que la tormenta parecía no moverse. ¡Qué raro!No afectaba al resto del precioso día y los pastos estaban completamente bañadospor el sol. —Ahora, prepárate —murmuró Col a Skylark mientras el capitán Graves se bajabadel lomo de Firewings y corría hacia el muchacho y su montura castaña. Pero, para sorpresa de Col, el capitán Graves no estaba en absoluto enfadado. —Muy bien. Un comienzo muy prometedor. Tienes un talento natural paramontar, muchacho —dijo el capitán Graves, dando unas palmaditas en el hombro deCol—. Estas cosas pasan en el primer viaje. Debí advertirte de que hoy las colinas nosestán vedadas porque alguien tiene su primer encuentro con un gigante del tiempo.Podría haber sido mucho peor, créeme: os podíais haber encontrado con el propiogigante entre las nubes. Col sonrió con alivio a Skylark, que le acarició cariñosamente con el hocico.Habían pasado la primera prueba, quizá no con matrícula de honor, pero había sidoun principio esperanzador. 

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